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Lactancio - Instituciones divinas Libros IV-VII

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Lactancio Instituciones divinas Libros IV-VII
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    Instituciones divinas Libros IV-VII
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LIBRO IV
SOBRE LA SABIDURÍA Y RELIGIÓN VERDADERAS
Los siglos anteriores a Cristo están dominados por la oscuridad y la ignorancia

A mí, en mis frecuentes pensamientos y reflexiones internas, me suele dar la impresión de que la antigua situación del género humano era extraña y, en la misma medida, indigna, porque a causa de la estolidez de una sola época que aceptó distintas religiones y que creyó en la existencia de muchos dioses se llegó de pronto a tal extremo de inconsciencia que, alejada de los ojos la verdad, no se aceptaba la religión del Dios verdadero ni el sentido de la dignidad humana, ya que los hombres no buscaban el bien supremo en el cielo, sino en la tierra. Por esta razón queda sin duda menguada la felicidad de los tiempos pasados. Y es que, tras olvidarse del Dios padre y creador de todas las cosas, empezaron a venerar las creaciones insensibles de sus propias manos. Los propios hechos evidencian los resultados que produjo y los males que acarreó esta depravación. Efectivamente, los hombres, apartados del sumo bien, el cual, por ser el sumo, es el bien feliz y eterno —y se apartaron de él porque no podía ser visto, ni tocado ni oído—, y apartados de las virtudes congruentes con este bien —virtudes que son igualmente inmortales—, cayeron en el culto de esos dioses corruptos y frágiles y se entregaron a las aficiones con las que solamente se adorna, alimenta y deleita el cuerpo, buscando para sí mismos, juntamente con sus dioses y sus bienes corporales, una muerte eterna: y es que todo lo corpóreo está sometido a la muerte.

Como consecuencia, estas religiones fueron acompañadas, como era de rigor, de la injusticia y de la impiedad. Dejaron, en efecto, de elevar sus ojos al cielo, mientras que sus mentes, dirigidas hacia abajo, aceptaban no sólo las religiones, sino también los bienes terrenos. Siguieron la ruina del género humano, el fraude, y todo tipo de maldades, ya que, despreciando los bienes eternos e incorruptos, que son los únicos que deben ser deseados por el hombre, prefirieron los bienes temporales y perecederos; y la confianza en el mal tuvo más fuerza entre los hombres, los cuales, al tener más a mano la depravación, prefirieron a ésta antes que a la virtud. De esta forma, la niebla y las tinieblas se apoderaron de la vida del hombre, que se había movido en siglos anteriores en medio de una clarísima luz; y sucedió lo que era normal con una depravación de este tipo: al desaparecer la sabiduría, los hombres empezaron a reivindicar para sí mismos el título de sabios.

La verdad es que, en aquel momento, nadie merecía el nombre de sabio, aunque todos lo eran: ¡Ojalá que ese nombre, tan común entonces, hubiera tenido su auténtico significado, aunque sólo hubiera quedado reducido a unos pocos!

Y es que quizás esos pocos, con su talento, su autoridad y sus constantes consejos, hubiesen podido librar al pueblo de sus vicios y errores. Pero la verdad es que esta sabiduría hasta tal punto se había totalmente destruido que, por la propia arrogancia del nombre, queda claro que ninguno de aquellos que se llamaban sabios lo era realmente.

Y, sin embargo, antes de que se inventara eso que se llama filosofía, se nos transmite que hubo siete sabios, los cuales fueron los primeros que, por haberse atrevido a investigar y a discutir sobre la naturaleza, merecieron ser tenidos por sabios y ser llamados así.

¡Oh míseros y desgraciados siglos aquellos en los cuales sólo hubo siete personas a lo largo de toda la tierra que merecieran ser llamados hombres!; porque nadie con razón puede ser llamado hombre sino el que es sabio. Pero es que, si todos los demás, a excepción de estos siete, fueron estólidos, tampoco ellos fueron sabios, porque nadie en realidad puede ser considerado sabio por el hecho de que así lo piensen los estólidos. Hasta tal punto estaba lejos de ellos la sabiduría, que ni siquiera después, al aumentar los conocimientos, y al dedicarse constantemente muchos y grandes talentos a este tema, pudo ser conseguida y alcanzada la verdad; en efecto, tras la gloria conseguida por estos siete sabios, toda Grecia se lanzó con increíble ardor y afán a la búsqueda de la verdad; y, tras aborrecer el propio nombre de sabios, se llamaron a sí mismos, no sabios, sino estudiosos de la sabiduría. Con ello acusaron de falsos y estólidos a los que temerariamente se habían dado a sí mismos el nombre de sabios, y a ellos mismos de ignorantes, cosa que no negaban. Efectivamente, siempre que la propia naturaleza oponía resistencia a su comprensión, de forma que no podían dar ninguna explicación, solían declarar que no sabían nada, que no veían nada. Por ello, resultan ser mucho más sabios los que vieron que ellos eran ignorantes en algún aspecto que los que creyeron estar en posesión de la sabiduría.

La auténtica sabiduría está en la religión de los judíos

Por todo ello, si no fueron sabios aquellos que así fueron llamados, ni tampoco los que después vinieron, los cuales no dudaron en confesar su ignorancia, ¿qué queda sino buscar en otro sitio la sabiduría, ya que no fue encontrada donde se buscó? Y ¿cuál otra debemos pensar que fue la causa de que no fuera encontrada a pesar de ser buscada con extraordinario afán y esfuerzo por tantos talentos y durante tanto tiempo, sino el hecho de que los filósofos la buscaron fuera del lugar donde estaba? Dado que éstos, tras andar e investigar en todos sitios, no consiguieron ninguna sabiduría, y dado que ésta tiene necesariamente que estar en algún sitio, está claro que ha de ser buscada sobre todo allí donde aparece el rótulo de la ignorancia: y es que Dios escondió el tesoro de la sabiduría y de la verdad bajo el manto de la ignorancia, para que el secreto de su obra divina no estuviese a

la vista de todos. Por ello me suelo extrañar de que Pitágoras y Platón, que en su afán por investigar la verdad llegaron hasta los egipcios, los magos y los persas, para conocer los ritos y los cultos de éstos —sospechaban, en efecto, que la sabiduría se basaba en la religión—, no se acercaran a los judíos, que eran los únicos en cuyo poder estaba la verdad y a los cuales hubieran podido tener fácil acceso. Pero pienso que fue la divina providencia la que los apartó de ellos, para que no pudieran conocer la verdad, ya que todavía no estaba permitido a los hombres extraños conocer la religión y la justicia del Dios verdadero. Y es que Dios había decidido enviar desde el cielo un gran jefe, cuando se acercara el final de los tiempos, para que éste, tras quitársela al pueblo pérfido e ingrato, revelara la verdad a los gentiles.

De este tema me propongo hablar en este libro, tras demostrar que la sabiduría va tan unida a la religión que no puede ser separada la una de la otra.

La religión y la sabiduría están necesariamente unidas

En el culto a los dioses, como ya demostré en el libro primero, no hay sabiduría; y no sólo porque ese culto convierte al hombre, animal divino, en esclavo de lo terreno y frágil, sino también porque en él no se enseña nada que sirva para cultivar las buenas costumbres y regular la vida; además, ese culto no lleva consigo búsqueda alguna de la verdad, sino sólo un conjunto de ceremonias que exigen, no una ayuda de la mente, sino una participación del cuerpo. Y, por tanto, eso no debe ser considerado como verdadera religión, ya que, al no tener preceptos que lleven a la justicia y a la virtud, ni enseña ni hace mejores a los hombres. Por otro lado, la filosofía, al no identificarse con la religión, es decir, con la suma piedad, no es la auténtica sabiduría. Y es que si la voluntad de Dios, que gobierna este mundo y sustenta al género humano con increíble beneficencia y lo asiste con amabilidad casi paternal, es la de que se le devuelvan gracias y se le den honores, no puede ser piadoso un hombre que se muestre desagradecido ante los beneficios celestiales, lo cual no es ciertamente propio de un hombre sabio. Así pues, si, como ya dije, la filosofía y la religión de los dioses están separadas y muy distantes —y es que una cosa son los filósofos, por medio de los cuales no se llega a los dioses, y otra los sacerdotes de la religión, a través de los cuales no se aprende a ser sabios—, está claro que ni aquélla es la verdadera filosofía ni ésta la auténtica religión. Por ello, ni la sabiduría pudo comprender la verdad, ni la religión de los dioses pudo dar la razón de ser de sí misma, sencillamente porque no la tenía.

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