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Luis Mateo Díez - El porvenir de la ficción

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Luis Mateo Díez El porvenir de la ficción
  • Libro:
    El porvenir de la ficción
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1999
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El porvenir de la ficción: resumen, descripción y anotación

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EL SENDERO FURTIVO

Le veíamos entrar en el Bar Central a las seis de la tarde y en la sumergida quietud de los divanes y las mesas de mármol se iba diluyendo como una sombra más. Algunas veces se percataba de que le estábamos mirando tras el ventanal: seis ojos de niños traviesos que se demoran en el camino de regreso a casa, pero no parecía importarle aquella vigilancia impertinente y caprichosa. Escribía en cuartillas con una estilográfica muy grande y fumaba sin parar.

Murió al final de aquel invierno, poco después de que hubiéramos decidido dejar de espiarle para ir directamente a los billares de Castro donde, al fin, nos permitían colarnos.

Su ultima novela, que apareció al cabo de un año, se titulaba El Sendero Furtivo. La leí mucho tiempo después y debo reconocer que me gustó. En el último capítulo el protagonista, un hombre de vida sentimental muy atormentada, aguarda en un bar a la mujer con la que tras muchas dudas ha decidido reconciliarse. De pronto observa tras el ventanal el rostro de tres niños que le miran burlones y comienza a sentir una gran zozobra. Se levanta, cruza apresuradamente el local y sale huyendo. La novela termina describiendo la congoja de esa huida absurda e irremediable. De nada me he sentido tan culpable en mi vida como de ese desgraciado final.

EL PORVENIR DE LA FICCIÓN

La novela comienza esta tarde sosegada, cuando todo parece dispuesto. Hay un cuaderno azul de hojas blancas con numerosas anotaciones y una pila de folios que iré doblando al medio para aprovechar sólo una de las caras. El rotulador propicia ese rastro de escritura fina e indeleble que tanto me ayuda a concentrarme. No necesito otros alicientes ambientales. La tan traída y llevada imagen de la soledad absoluta ante el folio en blanco cobra todo su valor ahora que no queda más remedio, y cuando la primera frase sea definitiva habré metido la llave en la cerradura y estaré a punto de darle una vuelta para poder abrir la puerta.

Todos los prolegómenos conducen a este punto inicial donde voy a jugarme el porvenir de la ficción. Por eso no es mala cosa decidirse en una tarde sosegada, ajena a otros requerimientos que, con demasiada facilidad, lograrían disiparme, y en la tranquilidad de estas horas enteramente mías que se avecinan, intentarlo de nuevo.

El desamparo es la más inminente sensación en este trance, tal vez porque la soledad debe tenerla uno asumida sin mayores contemplaciones y, dígase lo que se diga, un folio en blanco es siempre algo inocente cuya superficie de leve sudario en nada se parece a la del espejo retador. Hay en la palidez del folio cierta complicidad soñolienta, una apacible incitación a despertar a alguien que sabrá agradecérnoslo.

El desamparo proviene de lo poco que sirve lo que teóricamente se debió aprender escribiendo otras novelas. Es como un sentimiento de orfandad absoluta, de abandono extremo. Nada de aquello viene a iluminarte, a aliviar tu zozobra. La nueva novela, que ahora intentas, es una aventura despiadadamente nueva y el pasado de las otras ficciones es como un pasado antiguo que ni siquiera te pertenece. ¿Dónde asirse? La inmediata salvación está en esa definitiva primera frase que asegure la llave en la cerradura.

Porque la ficción tiene su porvenir detrás de la puerta, en esa habitación todavía oscura de la que sabes y presientes bastante, sobre cuyos rincones y escondrijos hay muchas cosas anotadas en el cuaderno azul que mantienes a tu lado. Es un cuaderno de bitácora lleno de previsiones: una guía para urdir y dar coherencia a lo que se avecina. Probablemente las anotaciones del cuaderno, las líneas imaginarias de una trama, de una historia, de unos personajes, concentran años de trabajo. Hay quien invierte más tiempo en dibujar el mapa para buscar el tesoro que en la aventura misma de hallarlo.

Hay, pues, que abrir la puerta y entonces ya estás en el interior de la novela, en ese mundo imaginario que, como tal, tiene sus propias reglas. Un interior siempre laberíntico donde las asechanzas y las zozobras no están eximidas, donde es fácil perderse y donde resulta apasionante ahondar en la lucidez del recorrido: revelar hasta el último escondrijo. Para asumir la condena de esa invasión, para no andarse por las ramas, lo más valiente y peligroso es cerrar por dentro, sentir que allí te quedas, dueño y esclavo de ese interior donde continuamente hay que elegir, donde sólo cada frase nueva afianza el hilo de tu orientación: el porvenir de lo que escribes y de lo que inventas.

Luego un buen día, acaso otra tarde sosegada como ésta, la última frase, la que nivela la simetría de todo lo que has escrito, llevará de nuevo a tu mano la llave para salir. Del desamparo, seguro que cumplido pero también olvidado entre aquellas líneas imaginarias que poco a poco fueron coincidiendo, se pasa con facilidad a la melancolía. Cerrar por fuera y tirar la llave, resignarse a dar por clausurado ese mundo, desprenderse de todo lo que involucraste allí dentro impone, al menos, el desaliento de las despedidas. Y es que la experiencia de lo imaginario es tan persistente e intensa que no hay medio de orillar su reclamo y, apenas consumado un abandono, ya está uno dispuesto a perpetrar otro encuentro. Es el único porvenir que tienes y hay que aceptar lo irremediable.

EL ORIGEN DE LA NOVELA

El recuerdo exacto de dónde comenzó la novela que emprendes ahora —en qué instante, con qué idea, en qué imagen— no es nada fácil de retener, porque es un recuerdo acumulado en seguida sustituido por otros en la larga fila de los que se van quemando, fugaces como brasas, en las nieblas de la memoria.

Tampoco se suele estar especialmente dedicado al entretenimiento de tomar nota de lo que en estos trances acontece, sino más directamente metido en faena realimentando como se puede —ya desde el despegue— ese cúmulo de obsesiones que confluyen en la materia de la novela, y que —compaginadas sobre el concreto tablero de la invención, siempre con más desorden de lo que se quisiera— van realimentando esa otra obsesión compiladora que se centra sin alternativa en la manía de escribir, en la imperiosa necesidad de novelar.

Detallar con precisión ese origen se me hace casi imposible, porque seguramente es un origen multiplicado: la chispa más primigenia incendia de inmediato algunos alrededores y el fuego se expande devorando, antes que nada, la cuna de su nacimiento. Una idea, una imagen originarias, mínimas, provisionales en su más inminente salpicadura, en seguida se multiplican, se contagian, se expanden, para ir fraguando las leves llamas de la invención inicial. Y cuando esa invención ya está en marcha, ya parte hacia su necesario desarrollo, fácilmente ha hecho sucumbir en su interior las chispas que la provocaron.

Pero algo se puede aventurar —desde el particular periscopio donde uno curiosea sobre su experiencia— acerca de los mecanismos que actúan en esos orígenes, al menos como constatación más abstracta, porque esto tiene que ver no con la afición desmedida y frecuentemente enfermiza de quien día y noche se cuestiona por el principio de las cosas sino con algunas personales convicciones, derivadas de las que el narrador modestamente va configurando alrededor de ese arte de narrar que constituye su oficio.

Una idea o una imagen son siempre —en mi caso— el más primitivo latido de la novela. Una idea o una imagen «narrativas»: capaces de segregar, y esto las distinguiría de otras imágenes o ideas sustentadas exclusivamente en la pureza de sus significaciones, algo susceptible de ser «narrado», alguna sustancia relatable dispuesta a mostrarse, a cuajar, únicamente por ese conducto de lo que se cuenta. Una imagen o una idea «narrativa» que yo detallo, que yo retengo, porque de algún modo me siento urgido, requerido por ellas: ya que el instinto de narrador te lleva a convertirte en una especie de alertado cazador que no reposa, que continuamente olfatea cualquier sugerencia de una historia.

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