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Juan Eduardo Zúñiga - Recuerdos de vida

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Juan Eduardo Zúñiga Recuerdos de vida

Recuerdos de vida: resumen, descripción y anotación

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Mi agradecimiento a la

profesora Carmen Valcárcel

por su inestimable ayuda en la

transcripción de mi texto.

I. La calma es mi libro

I

LA CALMA ES MI LIBRO

II. Cruzo por lugares de otros tempos apenas habitados

II

CRUZO POR LUGARES DE OTROS TIEMPOS APENAS HABITADOS

III. La visión del este como un sueño, una irrealidad

III

LA VISIÓN DEL ESTE COMO UN SUEÑO, UNA IRREALIDAD

No necesito aclarar que las miradas encendidas de aquellos tertulianos hacia el esplendor y los secretos del Lejano Oriente no influyeron en mí, pues ya desde niño había sentido curiosidad por otros países. Antes de mi fijación por aquello tan ignorado como Rusia y el libro de Turguéniev, me aventuro a creer que mi atracción por lo que había en el ancho mundo se debía a las historietas en periódicos infantiles, que tenían un sello inequívoco de estar dibujadas en el extranjero; incluso las viñetas sobre las aventuras del gato Félix reproducían ambientes que no eran los que yo conocía. También las novelas de aventuras, cuyos exóticos escenarios me familiarizaron con geografías y ciudades, me descubrieron un mundo lejano de sorpresas.

Lecturas diversas me hacían viajar y distanciarme de lo que era mi núcleo natal. No llegué a vincularme a tópicos determinantes nacionales, no hice míos los toros, el flamenco, la jactancia, los regocijos y los enfados extremosos. No quiere decir esto que desdeñase lo español, pues en España he vivido y de ella me he nutrido con figuras españolas de máximo valor, en una geografía portentosa, por la inagotable variedad. Pero a partir de que mi interés por las lenguas comenzase y me sintiera marginal, he dedicado muchas horas a otras naciones; su historia y cultura despertaban mi adhesión. Leer en la lengua propia y en otras era alejarme de algo que no me satisfacía plenamente y buscar un sustituto en espacios más amplios. En las páginas de los libros perseguía, sin saberlo, unos compañeros, una casa, una ciudad o una forma de vivir; todo lo cual, como se descubría pasados los años, era la conciencia de una patria determinada e identificada.

La ya mencionada seducción de los idiomas, que empezó por el francés y el inglés rudimentariamente estudiados, me parecía puro entretenimiento. Al principio creí que se trataba de retener palabras y gramática, más tarde advertí que la razón de aquel trabajo era comunicarme y entenderme con personas de otros países.

¿Quién habría podido transmitirme el entendimiento de un país a través de su literatura? Solamente Rafael Cansinos Assens. Fue un gran traductor de las lenguas más diversas y de obras clásicas. Conocido igualmente como novelista y crítico literario de renombre, ya desde primeros años del siglo XX, fue una figura singular. Especial consideración sentía yo hacia su trabajo con el idioma de mis favoritos Tolstói, Turguéniev, Gorki, Andréiev y su esfuerzo con la obra completa de Dostoyevski.

Visité a Cansinos Assens en sus últimos años, cuando ya era muy mayor, pero aún mantenía conocimiento de las lenguas que había dominado y el recuerdo del movimiento literario de los primeros años del siglo XX. Permanecía en un digno aislamiento, ya que por sus antecedentes de librepensador fue acosado y perseguido. También es cierto que habían cambiado las costumbres de la vida literaria madrileña, que en gran parte se gestaban en las tertulias de cafés como El Comercial, en la glorieta de Bilbao, que era el preferido de Cansinos.

He sentido la necesidad de estar acompañado en los estudios lingüísticos, aunque no era fácil, fuera del ámbito universitario, así que esa inclinación o pasión fue cumpliéndose en el habitual aislamiento. En un estudio que se basa en la comunicación con iguales, era lógico intercambiar enseñanzas o simples comentarios, pero, para una afición como la mía, no encontré a nadie o no supe buscarlo. Y sólo tuve ante mí el perfil admirable de quien, a lo largo de años, se había dado a estudiar lenguas y era un verdadero políglota. Mirado con desconfianza por no ocultar sus ideas laicas y republicanas, se le había apartado pese a ser un literato de renombre.

Mirando en el mapa de Europa el área de su extensión oriental, que se cierra con la frontera de Rusia, localicé los nombres de Varsovia, Praga, Cracovia y Bucarest, que me sugerían la historia antigua y la oleada de acero que las atravesó en la guerra contra la Alemania nazi. Eran países que se defendieron con heroísmo, y por admiración y simpatía los elegí; sin mucho dudar, decidí estudiar sus idiomas: así, el húngaro, para el que conté con una gramática en inglés que había en la Biblioteca Nacional, donde obtuve tarjeta de lector a los catorce años.

Pacientemente traduje al castellano y pasé a un cuaderno las complejas reglas sintácticas de aquellas lenguas, tan diferentes a las occidentales. Al cabo de algún tiempo de esta ardua tarea en los pupitres de la Nacional, reconocí mis pocos avances en memorizar la frase húngara que, sin un asesor, entrañaba dificultades insuperables. Decidí consultar a alguien que conociera idiomas y la única persona en todo Madrid a la que podía recurrir fue un redactor del diario ABC, que se ocupaba de la información internacional y que precisamente era húngaro.

Aquel señor me recibió amablemente, supongo que sorprendido de mi llamada al teléfono sin conocernos y también de que un joven español se interesara por su idioma. Enseguida me dijo que el húngaro se consideraba una de las lenguas más difíciles del mundo, junto con la de los pieles rojas de Estados Unidos, y que, aun disponiendo de un buen profesor, tardaría años en dominarla. Me habló de su asombro al llegar a España y observar la indiferencia de las personas cultas por lo extranjero, a excepción de París. Según él, los únicos que habían estudiado y viajado con provecho eran la minoría de la Institución Libre de Enseñanza. Le confesé mi desaliento, y a la vez mi curiosidad por lenguas que, en general, a nadie interesaban, lo cual le llevó a hacerme confidencias. Me contó que nadie le había sabido enumerar los nombres de las capitales de las naciones latinoamericanas.

Salí apesadumbrado de la entrevista y del tiempo que había consagrado a copiar aquella gramática, que iba a caer al olvido como tantas decisiones equivocadas. Dispuesto a encontrar otro horizonte lingüístico más accesible, un día el mapa de Europa me ofreció un suave color verde que ostentaba el nombre de Rumanía.

No resistí a la tentación y otra vez recurrí al fichero de la Biblioteca Nacional, que me proporcionó un manual de la lengua rumana para italianos, una dificultad que no me preocupó, pues ya me había matriculado en el Instituto Italiano de Cultura e iba a sus clases. A usar aquella gramática publicada en Milán en 1908 no podía oponer reparos. Entonces era imposible conseguir algo parecido en las librerías de Madrid y menos aún pedirlo al extranjero. Total, que tuve que hacer una nueva transcripción de aquel texto en un nuevo cuaderno, un trabajo que duró unas cuantas semanas.

Fue fácil su estudio y avancé gozando de una lengua latina clara, apasionante. Era muy parecida a la nuestra, lo que se debía a que la Roma imperial había conquistado los territorios de aquel límite de Europa, llamado la Dacia, con unas legiones formadas por miembros en buena parte procedentes de Iberia que hablaban un latín con características locales que acabarían formando la lengua castellana. Evolución muy distante pero muy parecida: el rumano que se hablaba en la frontera de Oriente tenía en su base el latín, igual que el italiano, el catalán o el portugués. Tuve asimismo la suerte de conocer al agregado cultural de la embajada rumana en Madrid, que me facilitó revistas y periódicos atrasados, y pude ejercitarme así en el lenguaje funcional de la prensa.

Todo lo que yo estudié durante meses sobre las naciones de la Europa oriental me animó a una decisión que requería cierta audacia. Me enteré de que se había creado una editorial que proyectaba publicar libros sobre temas internacionales. Sin otra información, me presenté una mañana en su oficina, un despacho modesto, donde había tres señores que escucharon mi oferta en silencio. Yo les propuse un texto que describiera el conflicto en territorios entre Rusia y Hungría, un asunto de actualidad entonces, a mediados de 1944, en que la Segunda Guerra Mundial se acercaba a su fin.

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