Capítulo 1
Una real bronca en Elisenda de Pinós 11 y 13.
El pecado original.
De los polvos del palacete vienen estos lodos.
Aquel viernes de enero de 2008 no fue un viernes cualquiera. Los vecinos de la cumbre de Pedralbes estaban acostumbrados a la presencia de policías de paisano. Pero ese 18 de enero había más tipos con walkie-talkie que nunca en la cuesta de Elisenda de Pinós y aledaños. Más armarios humanos que otras veces. Y desde luego jamás de los jamases se observó semejante trasiego. Varios camiones comenzaron a escupir sillas y mesas compulsivamente a eso de las nueve menos cuarto de la mañana. Sillas y más sillas, mesas y más mesas, además de una gigantesca carpa. «Algo gordo se prepara», comentó uno de los riquísimos vecinos, que, como todos los demás, sabe perfectamente quiénes son los inquilinos del casoplón de Elisenda de Pinós 11 y 13.
Pese a que el palacete del matrimonio Urdangarin-Borbón ocupa una superficie de 650 metros cuadrados, y aunque el salón principal tiene proporciones de local comercial, ya que ocupa una sexta parte, la anfitriona optó por celebrar la fiesta sorpresa del cuarenta cumpleaños de su marido en el jardín, bajo un enorme manto de plástico duro. Tampoco era cuestión de tener a los invitados a la intemperie en una jornada en la que el mercurio coqueteó peligrosamente con los cero grados.
Iñaki no sabía nada. Cristina se confabuló con los invitados para respetar la ley del silencio, una omertà más pura, inocente y justificada que nunca. Nadie le falló. Ni uno solo de los ciento veinte amigos abrió el pico. Los escoltas del exjugador de balonmano fueron los mejores cómplices para, cual lazarillos, guiar al jefe a la tierra prometida. La jugada le salió redonda a la infanta, entre otras cosas porque el duque se encontraba en Madrid por motivos profesionales. Tomó un avión en Barajas a las siete de la tarde. Avión que, para variar, se retrasó. Nervios reales y no tan reales. En el secreto estaban no solo el heredero de la corona búlgara, Kardam, y su mujer, ese monumento al saber estar que es Miriam Ungría, sino también su hermano Konstantin y María García de la Rasilla, Pedro López-Quesada y su esposa, Cristina de Borbón Dos Sicilias, doña Elena, el príncipe, Letizia y la reina. También tuvo claro aquello de que «en boca cerrada no entran moscas» el rosario de plebeyos invitados al convite del año en Barcelona: el balonmanista David Barrufet, la regatista olímpica Vicky Fumadó, el campeón del mundo de motociclismo Àlex Crivillé, su esposa, Anna Nogués, y un sinfín de deportistas. Los más discretos, como siempre, los Urdangarin, cuyas hermanas Ana y Lucía colaboraron activamente con su cuñada en los preparativos.
«¡Cumpleaños feeeliz, cumpleaños feeeliz!», le cantaron las ciento veinte almas presentes a eso de las nueve y media de la noche, cuando los 198 centímetros del guipuzcoano franquearon la puerta color grafito de la mansión más moderna, y tal vez cara, del barrio más pudiente de la Ciudad Condal. Iñaki, jersey gris claro, camisa blanca, pantalón claroscuro de franela y zapatos marrones, se puso pelín colorado y, casi sin solución de continuidad, besó a su enamorada esposa sobreentendiendo que todo aquel malévolo montaje era idea de ella. Apenas un cuarto de hora más tarde, el entonces perfecto yernísimo posó a las puertas de la casa para los cerca de treinta reporteros congregados. «No me imaginaba nada, ha sido un complot», apuntó con risa floja el indiscutible protagonista de la noche, con su mujer, la reina, los príncipes de Asturias y doña Elena por mudos pero sonrientes testigos.
Acto seguido regresaron a la carpa y se dio el pistoletazo de salida al maratón de parabienes. La segunda en felicitarle fue la reina, luego le tocó el turno al príncipe, más tarde a Letizia Ortiz y finalmente a una doña Elena que, como siempre, fue la más elegante entre las elegantes. Hasta en esta simpática encrucijada se respetó el protocolo. Luego fueron desfilando uno a uno el resto de invitados. Desde un Pedro López-Quesada que parece más Borbón que los mismísimos Borbones por su porte impecable y su educación pluscuamperfecta, pasando por su mujer, la estupenda Cristina de Borbón Dos Sicilias, hasta Kardam, Konstantin o la princesa Irene de Grecia, la hermana, confidente e íntima amiga de la reina de España. Las miradas femeninas, sin embargo, se centraron unánimemente en el personaje que ejecutó a continuación el rendez-vous más perfecto: Kyril de Bulgaria, que nuevamente fue el más original, con una camisa de flores más propia de Hawái que de la invernal España, y un pañuelo a juego que colgaba de su blazer azul claro.
Los ojos de los señores, tan aficionados a las revistas del cuore como ellas aunque no lo quieran reconocer, se posaron en el cuerpo y el rostro superlativos de la mallorquina y no menos enigmática Rosario Nadal.
Luego llegó el turno de los deportistas. Abrazos, apretón de manos a la americana y algún que otro beso. Especialmente sentido fue el encuentro con David Barrufet, amigo del alma y compañero de mil y una batallas, testigo de tantas y tantas cuitas, personales y profesionales. Quizá el hombre que lo sabe todo. O casi todo. El antaño mejor portero de balonmano del mundo ha sido siempre el álter ego de Iñaki allá donde coincidieron deportivamente: el Barça y la selección española. Miles de horas compartidas mano a mano en presencia de un personaje al que los dos veneran: Valero Rivera, el Vicente del Bosque del balonmano nacional, el mejor preparador mundial de todos los tiempos, según coinciden en señalar tanto los pocos enemigos que acumula como esa legión de amigos que figuran en su agenda.
Pocos, muy pocos, por no decir nadie, reparó en el abrazo del oso que le pegó el misacantano a un individuo con gafas, cejas elefantiásicas y una pinta a caballo entre un profesor de universidad y un químico locoide. «¡Felicidades, Iñaki!», le soltó el enigmático invitado a su interlocutor tras tener que estirar la cabeza en un giro de cuello que, más que eso, supuso una hiperextensión cervical. Normal: el uno llega con dificultad a uno setenta y cinco y el otro se quedó a dos centímetros de los dos metros. Los afortunados invitados se dieron cuenta pronto de que allí había química, «buen rollito», que diría un cheli.
—¿Quién es ese de las patillas al que saluda tan efusivamente? —inquirieron cotillamente algunos de los ciento veinte afortunados.
Nadie le ponía cara, tampoco nombre ni apellidos. Hasta que un enterao sacó de dudas al gentío.
—Es Diego Torres, el socio de Iñaki.
—Ah —fue la respuesta estándar una vez saciado ese gusanillo de la curiosidad que tanto picaba al personal.
Torres acudió acompañado de su esposa, Ana María Tejeiro, economista como él y socia en el entramado de empresas que este profesor de ESADE y su tronco compartían.
—Les va muy bien —comentó otro insider que conoce perfectamente tanto al duque de Palma como a su socio en sus proyectos empresariales. Empresariales por decir algo, porque crear empleo, lo que se dice empleo, no crearon mucho. Riqueza, sí, pero para sí mismos. Tanto como 12 kilos limpios en tres años. Vamos que, visto lo visto, y con la perspectiva que dan los cuatro años transcurridos, no tocaba de oído precisamente.
Aunque muy pocos accedieron al sanctasanctórum, al palacete en sí, lo cierto es que sí hubo algo que llamó la atención de la mayor parte de los amigos que compartieron un día tan señalado en la vida de la hija mediana de los reyes de España.
—¡Vaya nivelón! —apuntaron casi unánimemente no pocos de los ciento veinte ADN allí presentes.
Otros fueron algo menos cándidos: «Un casoplón así no se compra pegando pelotazos de balonmano. De los otros puede ser…». Algunos recordaban el scoop que, cuatro años antes, publicaron al alimón Pilar Eyre y Miqui Otero en «La Otra Crónica» del diario