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Juan Pablo Fusi - Franco. Autoritarismo y poder personal

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Juan Pablo Fusi Franco. Autoritarismo y poder personal
  • Libro:
    Franco. Autoritarismo y poder personal
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    1985
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Franco. Autoritarismo y poder personal: resumen, descripción y anotación

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PRÓLOGO: EL «FACTOR» FRANCO

Puede que la historia no sea sólo, como dijera Thomas Carlyle, «la esencia de innumerables biografías». Pero no cabe duda que personalidad y liderazgo individual —sus tipos, estilos, carácter, naturaleza y funciones— han jugado y juegan en la historia papel considerable. Desde luego, personalidad y liderazgo resultaron ser, por ir de inmediato a lo que interesa a estas líneas, principios constitutivos de los regímenes de Hitler, Mussolini y Franco, como revelaría la abundancia de teorías y doctrinas que sobre el führerprinzip, el Duce y el caudillismo elaboraron, respectivamente, los ideólogos del nacionalsocialismo alemán, del fascismo italiano y del franquismo español. Más aún, los factores Franco, Hitler y Mussolini resultan imprescindibles para la comprensión y explicación cabales de franquismo, dictadura alemana y fascismo: las personalidades de los tres dictadores fueron, además de definidoras de los regímenes que dirigieron, reveladoras en muchos sentidos de la naturaleza respectiva de los mismos.

Sobre Hitler, apareció en 1962 una biografía magistral: Hitler. Un estudio sobre la tiranía, de Alan Bullock. Sobre Mussolini, en 1965 se publicó el primero de los numerosos volúmenes que iban a componer la biografía —ciertamente insuperable— de Renzo De Felice. No fueron, por supuesto, las únicas: ambos líderes contaron casi desde el primer momento con bibliografía abundantísima. También Franco disponía antes de la publicación de la primera edición de este libro (1985) de un cierto número de biografías serias —citadas en las notas correspondientes de sus distintos capítulos—, y con posterioridad a esa fecha, aparecerían varias más, a algunas de las cuales haré referencia más adelante.

Entiendo, sin embargo, que —como ya señalaba en la Advertencia previa a la edición de 1985— escribir sobre Franco no es ni fácil ni grato, afirmación que merece alguna explicación (que no elaboré en aquella edición). Esa dificultad se debería, en mi opinión, no a razones metodológicas o de fuentes, sino a las características de la personalidad de Franco y a su significación histórica. Porque, en efecto, Franco como se irá viendo en el libro, tenía el aspecto de una personalidad anodina, era bajo, tenía una voz débil y un rostro inexpresivo. Su característica más acusada como militar y como político fue la prudencia. Era un militar carente de preocupaciones ideológicas e intelectuales, conservador, católico y anticomunista. Sus gustos privados eran los propios de la clase media de funcionarios militares de la que procedía. No fumaba ni bebía, veía películas mediocres y fue escrupulosamente monógamo. Llegó al poder, por otra parte, tras vencer en una guerra civil particularmente enconada y violenta, que produjo, además de la destrucción a gran escala de parte del país, unos 300.000 muertos, un acontecimiento, pues, difícilmente conmemorable, un fracaso colectivo, una alucinación, si se quiere usar la expresión de Azaña, el líder de la II República, que dejó heridas que tardarían varias generaciones en cerrar.

En suma, el biógrafo de Franco se enfrenta a un personaje poco atractivo y de significación política antiliberal y antidemocrática. Escribir la biografía de Franco obliga por ello a evitar un primer error: hacer literatura de denuncia, buscar la satanización de Franco, desligar su biografía hacia el libelo caricaturesco y mordaz, algo a lo que el físico y las ideas del personaje indudablemente se prestan y que es lo que parecería exigir la conciencia democrática posfranquista. Esa forma de biografiar a Franco no es, desde luego, ilícita. Pero es poco compasiva para el país y la sociedad sobre los que Franco gobernó durante cuarenta años. Por una razón: porque la larga duración del régimen franquista se debió —ya tuve ocasión de señalarlo en la citada Advertencia a la primera edición— a la acomodación de España al franquismo. Acomodación significa adaptación por conveniencia a una determinada situación más que identificación emocional con esta última. Y eso es lo que ocurrió en el caso español: que una sociedad que no se identificaba con la ideología oficial del franquismo se adaptó al mismo no sólo ni principalmente por la naturaleza represiva del régimen —cuya severidad no debe en ningún caso minimizarse— sino porque Franco supo apelar a ciertos valores tradicionales de la sociedad española: a su conciencia católica, a su concepción tradicional de la familia, a su sentido del orden y de la autoridad, a sus sentimientos españolistas, incluso a su valoración negativa de la política (porque es un hecho que el régimen de Franco, a diferencia de otros regímenes totalitarios, buscó más la desmovilización ideológica de la sociedad que su indoctrinación sistemática). El historiador del franquismo debe estar en guardia contra la ilusión, el mito, de que el pueblo español fue activa y mayoritariamente antifranquista. No lo fue. Franco murió en su cama y la transición a la democracia tras su muerte fue una reforma hecha desde el interior de la propia legalidad franquista, conducida, además, por hombres procedentes del franquismo. La tesis no disminuye el valor del antifranquismo. Al contrario, entiendo que, al precisar su verdadera importancia, pone de relieve su grandeza histórica: la oposición a Franco fue una minoría de excepcional valor moral que supo mantener, pese a todas las dificultades imaginables y ante la indiferencia de la mayoría, la memoria democrática del país.

Toda biografía, por otra parte, es igual a la personalidad (del biografiado) más las circunstancias. Franco fue básicamente un militar, pero un militar africanista, formado en la guerra que España libró en Marruecos entre 1910 y 1927. En su biografía fueron, pues, determinantes su vocación militar, su educación en la Academia de Infantería y su carrera castrense, pero lo fueron, igualmente, la tradición militar española y el particular papel que el Ejército, y sobre todo el ejército de África, jugó en la política española desde que Franco se incorporó a él. Franco permaneció en Marruecos casi sin interrupción entre 1912 y 1926: llegó como teniente y terminó, con sólo treinta y tres años, de general. En Marruecos, se labró su carrera. Marruecos le inspiró su primer libro, titulado precisamente Marruecos. Diario de una bandera (1922). Marruecos, finalmente, fue decisivo en el éxito de la sublevación militar de 1935 y en el papel que Franco tendría en el golpe.

Pero, a su vez, la tradición intervencionista del Ejército español legitimó a los ojos de Franco el levantamiento de 1936. Franco se sublevó justificado por una teoría nacional-militar que hacía del Ejército la garantía última de la «salvación» nacional. Era una teoría no explícita pero indudablemente operativa en un país donde el Ejército había sido el verdadero instrumento del cambio político desde principios del siglo XIX, primero, como artífice de la revolución liberal y luego, desde más o menos 1875, como fundamento del orden monárquico y conservador. El africanismo de la generación de Franco añadió perfiles nuevos a la teoría: los militares africanistas encarnaron un espíritu exaltadamente militarista y nacionalista, hostil al parlamentarismo, a los partidos políticos y a los nacionalismos catalán y vasco —a todos los cuales culpaban del fracaso de España como nación— y favorable a políticas de orden y autoridad, que esperaban restablecerían la disciplina social y devolverían a España, por ejemplo, en Marruecos, su viejo y perdido prestigio.

Dicho de otro modo: Franco no era un político, como lo fueron, por seguir con la comparación inicial, Hitler y Mussolini, y hasta probablemente era sincero cuando decía que despreciaba la política. No fue, desde luego, el líder de un partido o movimiento de masas. No llegó al poder ni por los votos del electorado, como Hitler, ni por una combinación de votos, movilización callejera y maniobras políticas, como Mussolini: Franco fue elevado en 1935 a la doble jefatura del Estado y del gobierno por el acuerdo de nueve generales y dos coroneles. No tenía grandes preocupaciones ideológicas. Sabía poco menos que nada de cuestiones económicas. Llegó al poder sin un proyecto político claro, sin otras ideas que las vaguedades que se repetían hasta la saciedad en los medios militares en los que siempre había vivido: salvar la patria, defender la unidad de España, necesidad de gobiernos fuertes y autoritarios y de promover políticas «nacionales», y afirmaciones similares. Con su victoria en la guerra civil el 1 de abril de 1939, logró lo que se había propuesto: destruir la República e instaurar un nuevo orden político en España que, de acuerdo con ese vago ideario militar antes mencionado, debía ser un orden autoritario, conservador y católico, que garantizase la unidad nacional y restableciese los que él creía que eran los valores tradicionales de la sociedad española (aunque, hasta 1945, se alineó sin vacilaciones junto a la Alemania nazi y a la Italia fascista, y su régimen asumió una significación indisimuladamente totalitaria).

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