Juan Pablo Fusi Aizpurúa
(San Sebastián, 1945) es actualmente catedrático emérito de la Universidad Complutense de Madrid. Formado en Oxford, con Raymond Carr, entre 1976 y 1980 fue director del Centro de Estudios Ibéricos del St. Antony’s College de esa universidad, catedrático luego de las universidades de Cantabria, País Vasco y Complutense, y de 1986 a 1990 director de la Biblioteca Nacional (Madrid). Ha sido director académico del Instituto Universitario Ortega y Gasset y de la Fundación Ortega y Gasset desde 2001 a 2006. Ha publicado, entre otros libros, El País Vasco. Pluralismo y nacionalidad (1983); Franco, autoritarismo y poder personal 1985); España 1808-1996. El desafío de la modernidad (con Jordi Palafox); España. La evolución de la identidad nacional (1999); La patria lejana. El nacionalismo en el siglo XX (2003); Identidades proscritas. El no nacionalismo en sociedades nacionalistas (2006); El espejo del tiempo (2009) e Historia del mundo y del arte en Occidente (2014), ambos con Francisco Calvo Serraller; Historia mínima de España (2012); Breve historia del mundo contemporáneo (2013) y El efecto Hitler (2015). Es miembro de Jakiunde (Academia Vasca de Ciencias, Artes y Letras) y desde 2015, de la Real Academia de la Historia.
A través de capítulos breves y autónomos, Breve historia del mundo. De la Edad Media hasta hoy pretende, ante todo, dar razón histórica del mundo occidental (y, ocasionalmente, de regiones no occidentales, pero bajo la influencia de Occidente): el apogeo de la cristiandad, el nacimiento de Europa, el otoño de la Edad Media, el Renacimiento, la Reforma luterana, la hegemonía española, el Barroco, la Francia de Richelieu y de Luis XIV, la Ilustración y la Contrailustración, las revoluciones americana y francesa, el romanticismo y el liberalismo, la revolución industrial, la edad de las masas, las crisis del siglo XX , la modernidad, Estados Unidos, la descolonización, la globalización del mundo. En palabras del filósofo alemán Wilhelm Dilthey, «Sólo la Historia puede decirnos qué es el hombre». De ahí que en Breve historia del mundo aparezcan múltiples perspectivas de análisis: cultura, ideas, vida espiritual, religión, vida material, guerras, política, cambios socioeconómicos, creencias, acontecimientos…
Isaiah Berlin escribió que historia equivale a multiplicidad, pluralismo moral, fragmentación, diversidad; o en otras palabras, que la historia no es sino múltiples posibilidades. Juan Pablo Fusi quiere mostrar en este libro que la historia –como nuestro tiempo– es el resultado del quehacer libre de los individuos, de sus ideas y creencias, de sus decisiones; que la historia, como la vida individual, es responsabilidad moral del hombre. Por consiguiente, que la razón histórica es azarosa, impredecible, contingente. La historia es, pues, complejidad: análisis de situaciones, análisis de problemas. Y esto es justamente lo que plantea en Breve historia del mundo.
Edición al cuidado de María Cifuentes
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
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Edición en formato digital: marzo 2016
© Juan Pablo Fusi Aizpurúa, 2016
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2016
Ilustración de portada: El hombre que corre, de Kasimir Malevic, 1933-1934.
Musee National d’Art Moderne – Centre Pompidou, París.
© Gaspart / Scala, Florencia, 2016
Conversión a formato digital: Maria Garcia
ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-16495-94-8
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El triunfo del cristianismo
En sus estudios sobre El conflicto entre cristianismo y paganismo en el siglo IV (1963), el historiador Arnaldo Momigliano (1908-1987), uno de los grandes clasicistas del siglo XX , recordó que, al adquirir una nueva religión a partir del Edicto de Milán del año 313 del emperador Constantino –libertad religiosa, igualdad de derechos para los cristianos y abolición del culto estatal romano–, el «mundo» (el mundo romano o romanizado) tuvo necesariamente que aprender una nueva historia. El nacimiento de Cristo, y no la fundación de Roma, devino en adelante el acontecimiento capital de la humanidad, la fecha de referencia, por extensión, para la datación de años, siglos y acontecimientos históricos.
Aunque la historia había nacido, como se sabe, con el pensamiento grecorromano –Herodoto, Tucídides, Tito Livio, Tácito, Plutarco– y con el pensamiento judío (la Biblia era, al fin y al cabo, la historia del pueblo judío), la filosofía cristiana creó verdaderamente la conciencia histórica del mundo occidental. Al hacer de la llegada de Cristo el hecho esencial del destino del mundo –san Agustín en La ciudad de Dios, c. 413-426–, y diferenciar entre historia antes y después de Cristo, el cristianismo impuso una visión lineal y no cíclica del mundo, subrayó la irrepetibilidad e irreversibilidad de los hechos históricos y, lo que es más importante, vino a dar razón de la historia del hombre y de su presencia en la Tierra.
Ciertamente, no todos los historiadores valorarían positivamente la aparición del cristianismo. En Decadencia y caída del Imperio romano (1776-1778), un libro prodigioso, Edward Gibbon culpabilizaba al cristianismo de la caída del Imperio y lo asociaba a «barbarie y fanatismo». La expansión del cristianismo, inicialmente por la geografía del entorno de Jerusalén (Edessa y Damasco, Alejandría, Anatolia, Armenia…) fue, además, lenta y problemática. Los francos se convirtieron a fines del siglo V ; los visigodos (Recaredo), en el año 587; los anglosajones, irlandeses y escoceses, en los siglos V a VIII ; los eslavos, a lo largo de los siglos VI - VIII ; los lombardos, en el año 683; los escandinavos, a partir del siglo IX ; y los rusos (principado de Kiev), en 989. La misma historia del cristianismo fue una historia complicada, difícil, a menudo tortuosa y siempre problemática y jalonada en sus primeros siglos por toda clase de disputas teológicas (gnosticismo, arrianismo, nestorianismo, monofisismo, pelagianismo…), por numerosas querellas dogmáticas y múltiples controversias doctrinales (sobre la divinidad de Cristo, el culto a los santos, las imágenes, los ritos, la gracia…). Lo más grave: el Cisma de Oriente y la ruptura irreversible entre católicos y ortodoxos en 1054.
Con todo, la historia del cristianismo tuvo mucho de estupefaciente: de secta minoritaria –y objeto de brutales persecuciones todavía en los siglos III y IV , bajo los emperadores Decio, Valeriano y Diocleciano– a religión oficial del Imperio en el año 391, y a religión después, tras la caída de aquél, del gran Imperio bizantino (Balcanes, Asia Menor, Oriente Medio) y de Europa occidental y central, tal como sancionó la coronación de Carlomagno como emperador de los romanos y cabeza de un Imperio franco-germánico y romano por el papa León III en la Navidad del 800.
El cristianismo, en efecto, cambió el mundo. Su triunfo se debió, sin duda, a muchos y muy distintos factores y razones. La protección de Constantino la conquistó, de hecho, el Imperio romano. El Imperio bizantino (479-1453) –aristocracia imperial, religión cristiana ortodoxa, cultura griega, derecho romano– hizo del cristianismo y su formidable liturgia oriental la religión oficial, y de la Iglesia ortodoxa un poder legitimador del Estado bajo la protección personal del emperador. La creación, ya en el año 756, de los Estados Pontificios –inicialmente, Roma, el exarcado de Rávena y la «marca» de Ancona– fue una donación de Pipino el Breve, el rey de los francos, resultado así de la alianza entre el papa y la dinastía carolingia que culminaría con la fundación del Imperio de Carlomagno en el año 800, alianza decisiva, como es fácil inferir, para la cristiandad occidental.