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Juan Pablo Villalobos - Si Viviéramos en un Lugar Normal

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Juan Pablo Villalobos Si Viviéramos en un Lugar Normal

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SI VIVIÉRAMOS EN UN LUGAR NORMAL

Juan Pablo Villalobos
2012
Para Ana Sofía
ÍNDICE
Profesionales del insulto

—Vas y chingas a tu reputísima madre, cabrón, ¡vete a la chingada!

Ya sé que no es una manera adecuada de empezar, pero mi historia y la historia de mi familia están llenas de insultos. Si de verdad voy a contar las cosas que pasaron, voy a tener que escribir un montón de mentadas de madre. Juro que no hay otra manera de hacerlo, porque la historia ocurrió en el lugar donde nací y en el que crecí, en Lagos de Moreno, en los Altos de Jalisco, una región que para mayor agravio está situada en México. Déjenme decir de una vez cuatro cosas de mi pueblo, para quien nunca haya venido por aquí: hay más vacas que personas, más charros que caballos, más curas que vacas y a la gente le gusta creer en la existencia de fantasmas, milagros, naves espaciales, santos y similares.

—¡Pero qué cabrones!, ¡serán hijos de la chingada!, ¡nos quieren ver la cara de pendejos!

El que gritaba era mi padre, un profesional de los insultos. Practicaba a todas horas, pero su sesión intensiva, para la que parecía haber estado entrenando durante el día, transcurría de nueve a diez, la hora de la cena. Y la hora del noticiero. La rutina nocturna era una mezcla explosiva: quesadillas en la mesa y políticos en la televisión.

—¡Pinches rateros!, ¡corruptos de mierda!

¿Pueden creer que mi padre era profesor de preparatoria?

¿Con esa boquita?

Con esa boquita.

Mi madre vigilaba el estado de la nación desde el comal, dando vuelta a las tortillas y controlando los niveles de cólera de mi papá. Aunque sólo intervenía cuando lo veía al borde del colapso, cuando mi padre decidía atragantarse ante la sucesión de despropósitos dialécticos que presenciaba en el noticiero. Sólo entonces mi mamá se acercaba para propinarle unos certeros madracitos en la espalda, perfeccionados por la práctica cotidiana, hasta que mi padre escupía un pedazo de quesadilla y perdía esa coloración violeta con la que le fascinaba aterrorizarnos. Pura pinche amenaza de muerte incumplida.

—Ya ves, cálmate, te va a dar algo —le recriminaba mi madre, diagnosticándole úlceras gástricas e ictus apopléjicos, como si no fuera suficiente con casi haber muerto asesinado por una letal combinación de maíz industrializado y queso fundido. Luego intentaba quitarnos el susto, tranquilizarnos, ejerciendo la contradicción materna.

—Déjenlo, le sirve para desahogarse.

Nosotros lo dejábamos, asfixiarse y desahogarse, porque en esos momentos nos concentrábamos en una lucha fratricida por las quesadillas, una batalla salvaje por la autoafirmación de la individualidad: intentar no morir de hambre. Encima de la mesa había un manoteo de la chingada, dieciséis manos, con sus ochenta dedos, en lid para agandallar las tortillas. Mis contendientes eran mis seis hermanos y mi papá, todos ellos tecnócratas altamente calificados en las estrategias de sobrevivencia en una familia numerosa.

La batalla se encarnizaba cuando mi madre anunciaba que las quesadillas se estaban acabando.

—¡Me toca!

—¡Es mía!

—¡Tú ya te comiste ochenta!

—No es cierto.

—¡Cállate el hocico!

—Yo sólo llevo tres.

—¡Silencio!, ¡no me dejan oír! —nos interrumpía mi padre, quien prefería los insultos televisados a los que transcurrían en vivo.

Mi madre apagaba la lumbre, abandonaba el comal y nos entregaba una quesadilla a cada uno; ésa era su visión de la equidad: ignorar los desajustes del pasado y repartir los recursos a partes iguales.

El escenario de las batallas cotidianas era nuestra casa, que era como una caja de zapatos con una tapa-techo de lámina de asbesto. Vivíamos allí desde que mis padres se casaron, bueno, vivían ellos, el resto fuimos llegando expulsados desde el útero materno, uno tras otro, uno tras otro, y al final, por si no fuera suficiente, en pareja. La familia creció, pero la casa no lo hizo en consecuencia, por lo que tuvimos que encoger los colchones, arrinconarlos, compartirlos, para encontrar cabida. A pesar del flujo de los años, parecía que la casa estaba todavía en construcción, por la falta de acabados. La fachada y las bardas perimetrales mostraban sin pudor el ladrillo del que estaban hechas, y que debería permanecer oculto tras una capa de cemento y pintura, si respetáramos las convenciones sociales. El piso había sido preparado para instalarle encima bloques de cerámica, pero el procedimiento nunca se había completado. Idéntica situación ocurría con la inexistencia de los azulejos en los lugares que se les había reservado en el baño y en la cocina. Era como si a nuestra casa le gustara andar encuerada, o al menos ligera de ropa. Para no distraernos, no entremos a detallar la precariedad de las instalaciones eléctricas, de gas y de agua, baste decir que había cables y tubos por todos lados y que algunos días era necesario sacar el agua del aljibe con la ayuda de una cubeta amarrada a una cuerda.

Todo esto ocurrió hace más de veinticinco años, en la década de los ochenta, época en la que yo pasé de la infancia a la adolescencia y de la adolescencia a la juventud, alegremente condicionado por lo que algunos llaman visión pueblerina del mundo, o sistema filosófico municipal. En aquel entonces yo pensaba, entre otras cosas, que todas las personas y las cosas que aparecían en la televisión no tenían nada que ver con nosotros y con nuestro pueblo, que las escenas de la pantalla pasaban en otro nivel de la realidad, en una realidad emocionante que nunca tocaba ni tocaría nuestra aburrida existencia. Hasta que una noche tuvimos una experiencia espantosa a la hora de las quesadillas: nuestro pueblo era el protagonista del noticiero. Se hizo un silencio tan grande que junto con el relato del reportero era posible escuchar el roce de los dedos al sostener las tortillas en su camino hacia la boca. Aun con la sorpresa no íbamos a parar de comer; si creen que es inverosímil ingerir quesadillas en medio del estupor generalizado es porque no crecieron en una familia numerosa.

La pantalla mostraba dos imágenes congeladas en alternancia, mientras el reportero insistía en que la presidencia municipal estaba ocupada por los rebeldes: la calle principal del centro bloqueada con montones de basura, que el presentador del noticiero llamaba barricadas, y una llanta ardiendo, con su inseparable y arribista compañera de humo. Entonces miré a través de la ventana de la cocina de nuestra casa, situada en lo alto del cerro de la Chingada, y confirmé la versión del informativo. Alcanzaba a ver cuatro, cinco nubes negras, siniestras y apestosas, ensuciando la visión de la parroquia iluminada. Mención aparte merece la parroquia, una chingaderototota de cantera rosada que podía verse desde cualquier parte del pueblo, y que era la sede de un ejército de curas que nos obligaban a seguir su credo de infelicidad y arrogancia.

La noticia clarificaba las conversaciones susurrantes entre mis padres, las insistentes llamadas telefónicas de los colegas de mi papá —habla el profesor fulano, pásame a tu papá, habla el profesor zutano, pásame a tu papá. Si hubiera puesto atención no habría necesitado ver el noticiero para enterarme de lo que estaba ocurriendo, si no fuera porque vivía en la etapa suprema del egoísmo que es la adolescencia. Por fin mi padre interrumpió el linchamiento nacional de nuestros rebeldes locales con una gesticulación encabronadísima que arrojaba pedacitos de nixtamal al aire.

—¿Qué quieren que hagan si les roban las pinches elecciones?, ¿no quieren perder?, ¡pues no organicen las putas elecciones y dejamos de hacernos pendejos!

Ese mismo día, un poco más tarde, una camioneta con megafonía pasó lentamente frente a nuestra casa, exigiéndonos a gritos un acto de civismo incomprensible, que consistía en renunciar a la calle y quedarse encerrado en casa. Hasta nuevo aviso. Si habían mandado el aviso hasta el cerro de la Chingada, donde había apenas unas cuantas casas, separadas unas de otras por amplias extensiones espinosas de huizaches, era porque la cosa estaba de la chingada.

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