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Juan Antonio Ríos Carratalá - Una arrolladora simpatía

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Juan Antonio Ríos Carratalá Una arrolladora simpatía

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IV. A Londres con paradas intermedias

No debería resultar fácil conseguir un traslado al extranjero como diplomático siendo un sospechoso de colaborar con los sublevados. Al menos, así lo indica la lógica aplicada a unos tiempos de guerra. Ya hemos indicado una posible estrategia de Edgar Neville para evitar esa sospecha, incluso dando la impresión de lo contrario. Pudo haber otras. La realidad, no obstante, presenta algunas fisuras sorprendentes en la citada lógica, que deja a menudo de ser tal en un período en el que todo queda trastocado. Edgar Neville y algunos de sus colegas las aprovecharon en un clima de connivencia, pasividad y hasta negligencia de quienes, con flema republicana, estaban al frente de un Ministerio de Estado repleto de simpatizantes de los sublevados.

La República emprendió una reforma de la carrera diplomática. El origen de muchos de sus integrantes, vinculados a la nobleza, permitía albergar serias dudas acerca de su fidelidad al nuevo régimen. Antes de que se confirmasen los peores augurios, jubiló a significados miembros de la misma y aceptó la excedencia voluntaria de otros. Tras la abortada sublevación del general Sanjurjo en 1932, también declaró excedentes forzosos a quienes mostraron su deslealtad. Al mismo tiempo, realizó una reforma de las pruebas de acceso para evitar la escandalosa endogamia y elevar el nivel académico de los aspirantes. Fue un empeño inútil: no era sólo una cuestión que precisara de órdenes ministeriales o decretos. También había que contar con personas y mentalidades que requerían más tiempo para cambiar. La crisis de julio de 1936 lo pondría de relieve con nefastas consecuencias para la República. Las han explicado los historiadores. Deberían, no obstante, prestar más atención a casos particulares y hasta anecdóticos que revelan un clima de caos donde todo era posible. Así lo recordaría a menudo Edgar Neville cuando, entre colegas, contaba las divertidas historias de la guerra.

La lectura de los expedientes personales de los diplomáticos evidencia el descontrol inicial en un Ministerio de Estado con numerosos funcionarios dispuestos a boicotear a las autoridades republicanas. De otra manera no se entenderían situaciones curiosas como la protagonizada por Valentín Vía Vantalló, secretario de embajada de segunda clase destinado en la sección de Política y conjurado con Edgar Neville para pasarse al bando de los sublevados.

Tras ser allanado su domicilio por miembros de la FAI, decidió quedarse durante varias noches en las dependencias del Ministerio junto con otros colegas, concretamente en el piso superior. Ya en 1932 había sido separado de la carrera diplomática por sus actividades conspiratorias, que también llevó a cabo en Cataluña durante los dos años siguientes. El 17 de abril de 1935 quedó anulado el decreto por el que algunos diplomáticos habían sido «jubilados», como irónicamente cuenta un Vía Vantalló que así recuperó su destino en el Ministerio hasta el inicio de la guerra. Mientras permanecía oculto en el Palacio de Santa Cruz junto a varios compañeros, gracias a sus contactos con la legación boliviana consiguió que su encargado de negocios se presentara para sacarle de allí y conducirle refugiado a la embajada. Supongo que ante la comprensiva mirada de quienes pensaban que con esa iniciativa tal vez hubiera salvado la vida.

No obstante, quedaba sin resolver un problema: el sueldo. Vía Vantalló lo necesitaría para mantener a su familia, que todavía estaba en Madrid. Había una solución, ya que nunca presentó la dimisión ante las autoridades republicanas: cada primero de mes salía de la embajada boliviana y se personaba en el Ministerio, concretamente en la sección de Contabilidad. Lo repitió hasta octubre de 1936. Tras firmar el correspondiente recibí, los colegas de dicha sección le abonaban la cantidad que le correspondía, «regresando inmediatamente a la Legación sin prestar en cambio servicio alguno», según explica en su informe ante la, supongo, atónita comisión de depuración. Es cierto que, a partir de noviembre, y ya con la llegada del ministro Julio Álvarez del Vayo, se le hizo saber la conveniencia de no seguir presentándose cada primero de mes. Decidió quedarse en la Embajada de Bolivia hasta mayo de 1937. Evacuado por esas fechas a Francia, se dirige inmediatamente a los sublevados para manifestarles «Que desea servir al verdadero Estado de España y al gobierno libertador en cuanto estime oportuno».

Estas prisas no se traducían en una inmediata respuesta positiva, al menos en los casos de quienes habían estado en contacto con los republicanos tras el 18 de julio de 1936. Al igual que Edgar Neville y otros muchos, Vía Vantalló tuvo que hacer méritos para que la comisión de depuración olvidara aquellos meses en los que, sin dimitir, cobró. Aunque fuera sin prestar «servicio alguno». A sus cuarenta y cuatro años se incorporó como teniente al ejército y, finalmente, fue readmitido en la carrera diplomática. Eso sí, tras alegar en su informe que había protagonizado acciones de «reconocido riesgo». Era el castigo que debía sumarse al arrepentimiento de quien, no lo olvidemos, ya en 1932 conspiraba contra la República. El de Edgar Neville, en buena lógica, debería ser más severo. Y lo fue.

Los destinos en el extranjero, una vez iniciada la guerra, eran codiciados por diversas y hasta obvias razones. Los diplomáticos podían conseguirlos, incluso aquellos que nunca manifestaron entusiasmo en su defensa de la legalidad republicana. Debían jugar sus bazas: amistades, compromisos personales, favores, supuestas militancias políticas y sindicales… Ya procurarían dejarlas al margen de lo conocido por la comisión encargada de una depuración que, en el caso de la carrera diplomática, actuó con un rigor burocrático digno de mejor empeño. No fue una excepción, para desgracia de numerosos españoles que en otros sectores profesionales más conflictivos para la dictadura perdieron su trabajo y, a menudo, su futuro.

El caso concreto de Edgar Neville resultó complicado. Se le conocía como republicano, pero también como aristócrata que iba por libre. Nunca había conspirado. Tampoco había pisado con frecuencia las dependencias del Ministerio o las legaciones en el extranjero. Algunos comentarios hacían pensar que manejaba información relacionada con la compra de armamento durante las primeras semanas de la guerra, mientras al parecer realizaba actividades quintacolumnistas. Era un diplomático con un perfil contradictorio e iba destinado en un momento clave a Londres, la sede del Comité de No Intervención. También de un gobierno como el británico que, por su orientación conservadora, se mostró hostil a la República. Y allí iba a encontrarse con varios colegas que habían organizado una oficiosa y eficaz representación de los sublevados. Nada de esto parece haber sido tenido en cuenta por quienes, sin consultar a un Pablo de Azcárate que estaba a punto de hacerse cargo de la embajada, decidieron destinar a Londres a Edgar Neville y al joven Ángel Sanz Briz.

Por otra parte, el embajador español en el Reino Unido presentó su dimisión pocas semanas después del 18 de julio. Pronto se sumó la de la práctica totalidad del personal adscrito a la legación londinense. En connivencia con los sublevados, habían seguido con discreción y éxito un doble juego que paralizó las iniciativas republicanas y permitió la consolidación de la representación diplomática de los nacionales en Londres. El gobierno de Madrid, ante esta situación extrema, tuvo que sustituir al monárquico Julio López Oliván por otro embajador. Debía ser alguien de la máxima garantía y que, por su prestigio internacional y alejamiento de cualquier partidismo, pudiera realizar una labor eficaz en tan adversas y decisivas condiciones. El nombrado fue Pablo de Azcárate, catedrático de Derecho formado en la Institución Libre de Enseñanza y alto funcionario de la Sociedad de Naciones.

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