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Juan Carlos Rentero - Billy Wilder

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Juan Carlos Rentero Billy Wilder

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INTRODUCCIÓN

«Son las películas las que

han empequeñecido».

Gloria Swanson en

El crepúsculo de los dioses.

Billy Wilder manifestó, tras asistir personalmente al rodaje de Bola de fuego (Ball of fire, 1941, Howard Hawks), de la que era coguionista, que la mejor «puesta en escena» es aquella que no se nota. Se trata de lo que ha venido denominándose el estilo transparente. O sea, no articular ningún elemento cinematográfico con el fin de que el espectador se sienta desplazado por el virtuosismo de lo que se plasma en la pantalla, haciendo acopio de una limitación técnica, pretendiendo en todo momento que la cámara no se perciba. Estaríamos, para entendernos, en las antípodas del barroquismo de Orson Welles, del espectacular juego de planos de Alfred Hitchcock o en la polémica que se suscitó en los años sesenta entre Eric Rohmer y Pier Paolo Pasolini sobre el cine de poesía y el cine de prosa. Se contraponía un estilo que daba prioridad a la imagen (Pasolini) sobre el texto (Rohmer), o dicho de otra forma, la base argumental. Hoy en día puede resultar grotesco afirmar que el cine de Pasolini es un cine poético. Entre otras cosas, puede suceder que el cine de Pasolini haya resultado obsoleto. Y deberíamos convenir que el cine que envejece es sólo el cine malo. Las mejores películas de la historia del cine son aquellas que se mantienen vivas en el recuerdo para siempre, que poseen una estructura narrativa compleja y riquísima, de manera que cada vez que son interrogadas (vistas) nos aportan más vías de entendimiento, nuevas sensaciones y hasta diferentes puntos de comprensión. Son películas, en la mayoría de los casos, inabarcables, profundas, hermosas, que rozan lo sublime y, en ocasiones, lo desbordan. Son films que han hecho justicia al milagro de las veinticuatro imágenes por segundo. Con ellos, el cine parece dignificarse y entrar por méritos propios como una manifestación artística más.

El estilo ha provocado, en determinados momentos, disquisiciones entre conceptos tan aleatorios como la sencillez y la superficialidad, cuando conviene seriamente separarlos, con el fin de no caer en la tentación de otorgar rango de categoría a ciertas películas que pretenden defender una concepción del cine amparada durante años con la zafiedad y la impotencia. La superficialidad es la limitación de la inteligencia. La incapacidad para narrar, mostrar, unos comportamientos humanos, unos sentimientos o una actitud ante la vida. Ahí se esconde —con toda una gama de técnica irreprochable— casi toda la filosofía del cine más reciente, el que se ha venido realizando desde principios de los años setenta. En efecto, muertos o semirretirados —en ocasiones no por propia voluntad— la mayoría de los grandes maestros, la llamada «generación clásica», el cine moderno —llamémosle mejor actual, porque la modernidad puede resultar una apreciación admirativa hacia un cine que me resulta, salvo excepciones, que las hay, aunque en escaso número, despreciable— ha buscado nuevas formas de expresión. Lo más interesante es una voluntad innata de encontrar vías paralelas y de llegar lo más lejos posible en la concepción de los temas y en la forma de abordarlos. El resultado ha sido desigual, pero decididamente negativo. Se ha dado un importante avance técnico, que no ha hecho más que esconder un deficiente o nulo sentido de dar personalidad propia a las historias. Los ejemplos de lo que digo son tantos como películas se realizan actualmente, pero vamos a ceñirnos en lo concreto, lo que nos conduce a un análisis del cine americano —el europeo cada día parece más muerto, aunque por razones bien distintas, de las que no son ajenas la censura industrial— y, dentro del mismo, cojamos como modelo más representativo a un hombre como Francis Coppola. Dos de sus películas son paradigmáticas. Apocalypse now (1979) tiene un ritmo en proyección sencillamente genial. Uno puede vivir intensamente la tragedia de la guerra y sentir la selva vietnamita como algo real, tangible. La primera parte de la película es brillante, directa, creíble. Luego, Coppola pretende llegar más lejos. El film abandona la grandiosidad para zambullirse en la degradación humana. Y Coppola es víctima de su arrogancia, de su ambición. Parece claro que se le han agotado las ideas —o quizá nunca las tuvoporque resulta obvio que no sabe rematar la película. Para mostrar el horror, Coppola necesita sacar a Marión Brando durante casi una hora hablando sin cesar… del horror. Lo que no se puede expresar cinematográficamente, Coppola lo expone con su protagonista, pero utilizando el diálogo, un diálogo farragoso para el público, donde el ritmo de la película cae por su propio peso, terminando por conseguir el desinterés del espectador más predispuesto. El caso de Cotton Club (1984) es todavía más grave. Mucha acción, mucho baile de «claqué», muchas historias paralelas, mucha violencia soterrada, mucha escenografía, pero detrás de todo ello no queda nada, sólo el vacío. Esta película no resiste un análisis crítico mínimamente consistente, serio, riguroso. Cotton Club es como un libro con pastas doradas y páginas en blanco. La representación más fehaciente de lo que venimos denominando la superficialidad.

En el polo opuesto está la sencillez. La idea básica sería que existen una serie de películas que se pueden seguir con absoluto placer sin tener que plantearse más disquisiciones que el disfrute, pero con la salvedad de que, en caso de profundizar, se encuentre una obra llena de atractivos, madura, seria y que plantee tantas problemáticas al espectador como una película intelectual. Hay directores en el mundo —convendría decir mejor había— que han sido capaces de alcanzar por medio de la diversión y el espectáculo films tan hermosos y entrañablemente revulsivos como los más famosos melodramas de la historia del cine. Lo que sucede, frecuentemente, es que existe una cierta retracción «a priori» hacia un determinado género de películas que parecen ser destinadas al consumo, ya que a primera vista no ofrecen un nivel de segunda lectura. Esto podría introducirnos en algo tan espinoso como mantener que todo aquello que es popular no debe ser valorable artísticamente. Chaplin fue un personaje universal, y se le consideró desde siempre como un genio. Porque una cosa es el arte popular y otra bien distinta sería el arte populista. Como afirmaba acertadamente Robin Wood, «no debemos despreciar el cine de Howard Hawks simplemente porque disfrutamos con él». Parece que todo lo que nos entretiene tiene un valor cultural mucho menor que aquello que nos obliga a un esfuerzo intelectual de comprensión. Michelangelo Antonioni declaró en cierta ocasión: «Hago películas aburridas para expresar el aburrimiento». A la pregunta de: «¿Cómo ve usted su relación con el público?», Billy Wilder contestó categóricamente: «No hay más que una ley, yo no conozco otra: prohibido aburrir. Interesar a los espectadores, atraer su atención. Hacer un film es presentarse ante la pantalla y decir: “He inventado un juego nuevo; éstas son las reglas; vamos a jugar juntos”. Nunca se sabe si algo va a funcionar o no. Por una razón u otra se puede perder al público durante una parte de la película». Esta rotundidad en los conceptos del cine y del público obliga a pensar que toda obra de arte, todo producto cuyo consumidor último sea un espectador en potencia, tiene que guardar un interés innato. Al menos cuando hablamos de un vehículo de expresión, de una forma de comunicación de masas. Cuando un escritor o un pintor están dando cuerpo a su creación, pueden olvidarse por completo de que lo que ellos hagan puede interesar a alguien. Me temo que eso no pasa con el cine. Todo lo que hacemos está expresándonos a nosotros mismos. Pero muchas veces no tiene por qué interesar más que al que lo ha creado. Para hacer una película es fundamental no traicionarse a sí mismo —en realidad, cuando haces cualquier cosa—, pero sería un error cerrarse en banda y prescindir de lo que uno aspira que vean lo que tú has creado.

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