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Juan Carlos Zapata - El suicidio del poder en Venezuela

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Juan Carlos Zapata El suicidio del poder en Venezuela
  • Libro:
    El suicidio del poder en Venezuela
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    ePubLibre
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    2012
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El suicidio del poder en Venezuela: resumen, descripción y anotación

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ANEXO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Entrevistas con el autor

«Habla Juan Carlos Zapata»

Por Nelson Rivera

Papel Literario. El Nacional, 9 de diciembre de 2012.

—¿Cuáles podrían ser las fuentes profundas de las conductas autodestructivas del poder venezolano?

—La cultura del rentismo determina algunos patrones. La acumulación súbita es una aspiración de casi todos, no solo de empresarios, también de políticos, militares, del funcionario, de la gente de a pie, del buhonero. No hay grupos económicos que presenten un historial de un siglo. Los partidos también son de reciente data. Los modelos se relevan en lapsos cortos. ¿Cómo construir? Es más fácil destruir. El rentismo es la mina. Hay que exprimirla porque se agota. Rómulo Betancourt observó el petróleo como un recurso finito, palanca del desarrollo. Cuando Chávez repite que hay petróleo para dos siglos, se afirma el rentismo y sus consecuencias. Como que el producto de la mina ya no es solo el petróleo. También el patrimonio de los actores. Así, el nuevo poder se ha establecido como un depredador social, y ese código ha permeado hacia abajo: se justifica robar, quitarle a los ricos, quedarse con el apartamento del otro, con los impuestos que pagan los otros. El rentismo muta en clientelismo. Y justifica el ventajismo electoral. Es una fórmula del poder. De permanencia en el poder. Octavio Paz lo bautizó hace medio siglo como «el autoritarismo electoral». Es un anacronismo.

—¿Hay en Venezuela una cultura de lo público que tiende a castigar, a penalizar el éxito de los demás?

—Hay empresarios que opinan que la fortuna de su colega no proviene del trabajo sino de la relación con el Estado, con el político; ahora con el militar. Como no hay proyecto de país, como no se piensa el país, el plan es destruir al otro para que no acumule lo que cada quien considera propio. El éxito no se premia. La reacción es subestimar el logro del otro: porque robó, porque tuvo suerte, porque es hijo de papá y mamá. Por ello, Eugenio Mendoza es un caso aparte. Y los Mendoza de Polar, una rareza.

—Su libro, entre otras cosas, es una crónica del deterioro. ¿Cuáles son los ámbitos donde el deterioro es más grave o riesgoso?

—Estamos en el peor de los mundos. Los controles y la discrecionalidad en el manejo de los recursos públicos han disparado la corrupción. Hay más petrodólares. Más rentismo. Más activismo con los bonos. Más importaciones. En el Estado se mueven operadores y seudos empresarios. Y con estos, los dirigentes del Gobierno, y hasta dirigentes de la oposición. Nunca como antes, la sociedad de cómplices es un concepto que calza. De modo que el deterioro imbrica a las viejas y nuevas élites. Ya ni siquiera esto es la corrupción clásica: es un saqueo.

—¿Un cierto descaro, una cierta vulgaridad, un cierto exhibicionismo, son inherentes al modo de ejercer el poder en Venezuela?

—El poder es de una sola vía, no se comparte. Construido sobre el discurso. El discurso no puede desaparecer. Para ese poder, discurso e imagen se refuerzan. En esta Era, discurso, imagen, medios y dinero. Si a eso se agregan el mesianismo, el juego de la manipulación, el miedo y el chantaje, entonces no basta con ordenar sino que te vean ejerciendo el poder. El tuyo. Autoritario. Jamás compartido. Insultante. Chocante. Al punto, como dice Martin Amis en Koba El Temible: es un poder que invade los sueños de la gente.

—¿Diría usted que las alianzas por odio a una figura han tenido un peso más determinante en la cultura política venezolana que las alianzas constructivas?

—En el viejo oeste, tres bandidos atacan, disparan, y adentro, los pasajeros y los guardias creen que se trata de un ejército. Tres dirigentes políticos pueden destruir un partido. Una OPA hostil, cargada de revancha y odio, de un banquero contra otro, al sistema financiero. Y una casta de militares cargados de odio y resentimiento imponerle un proyecto a un país, pese a que la mitad diga no. Odio y envidia. El odio es clave a la hora de montar un modelo de tierra arrasada. Sin embargo, hay ejemplos de desprendimiento. Cuando este se da, la sociedad se dinamiza. López Contreras, Medina, Gallegos, Betancourt, Leoni y el primer Caldera, actuaron con grandeza. La no reelección de Betancourt es un acto heroico que aceleró el sentido democrático. ¿Y después? CAP, Caldera, Chávez, se reeligieron. No es casual que el deterioro sea consustancial a estos apetitos del poder.

—¿Hay una tendencia en los líderes políticos venezolanos a victimizarse?

—Siempre se dijo: para ser presidente hay que purgar cárcel. Pero nunca como ahora. Chávez y la enfermedad. Es el recurso más abusivo de manipulación de las masas. ¿Hasta dónde puede llegar un líder? La victimización extrema es una estafa a la sociedad; especialmente a sus seguidores. En las pugnas internas, los sujetos discriminados o perseguidos tenían licencia para exagerar: Henry Ramos Allup víctima de los Celli en Carabobo. Caldera acusando a los delfines y viceversa. Luis Herrera, Pérez, Lusinchi, cada uno en su momento lo hizo. Los que se quejaban de Alfaro. Y Chávez lo sigue haciendo: y le da resultados. No pasa una cadena sin que eche el cuento de cómo en una u otra ocasión se les acosaba en la Fuerza Armada o fuera de esta. Los políticos quieren construir una épica. Añoro el día en que el presidente sea un hombre reposado, que apenas se sienta, en un marco de respeto de las instituciones, reglas claras para la inversión, un pacto social, y un proyecto de desarrollo nacional.

—¿Podría explicar a los lectores del Papel Literario por qué escogió a Vargas Llosa como la referencia ciudadana, literaria y política para contrastar con los sucesos políticos venezolanos?

—Vargas Llosa es el intelectual de talla internacional más conectado con Venezuela. No hay otro. Ni García Márquez. Lo de Vargas Llosa es una relación de amor y agradecimiento. Con el Premio Rómulo Gallegos no solo se le reconoció como novelista sino que el monto fue el principio de su independencia económica para pensar y escribir en libertad. Da la casualidad que Gabo y Vargas Llosa son dos Premio Nobel de estrecha vinculación con Caracas y Venezuela. A Gabo lo trabajé en un libro en el que me afinqué sobre la anécdota. Con Vargas Llosa no funcionó igual. Son más importantes los códigos de la política y el poder. Lo releí. Y me di cuenta, por ejemplo, de que en Conversación en la Catedral está todo lo que él era y lo que iba a ser después. Y esta, que es una obra que mira en lo interno del Perú y la dictadura de Odría, es como si la hubiera escrito para el caso actual de Venezuela. Además, la confrontación Chávez-Vargas Llosa es ya de antología. Los escritos de Vargas Llosa sobre Venezuela se me antojan casi proféticos. Yo tomo el título de un artículo suyo de 1999: El suicidio de una nación. En eso andamos.

El suicidio del poder es un libro difícil de clasificar. Está lleno de información, pero también es un texto memorioso y de interpretación política. Además, incluye géneros literarios como el monólogo interior. ¿Es un ensayo? ¿Es un ejercicio de postperiodismo?

—Vuelvo a mi experiencia con Vargas Llosa. Para abordarlo tuve que entrar en él. Y al momento de escribir, ya estaba impregnado de lo que es la experiencia del boom, que ahora celebra medio siglo. El resultado ha sido un libro múltiple. Predominan dos voces: la de él, como apoyo en los códigos y la estructura; y la mía, como investigador. Al terminar el libro, me di cuenta de algo que no estaba en mi proyecto original. Finalizas la lectura y la pregunta automática es: ¿esto es ficción o realidad? ¿Esto ocurrió en Venezuela? ¿Todo esto está pasando en este país? Entonces, aplicas el axioma: la realidad supera la ficción. ¿O acaso es pura distorsión de la realidad? Digamos como Josep María Castellet, pero en vez de la España franquista, la Venezuela de estos últimos años: «A la decadencia española de siglos se añadían cerca de cuarenta años de mediocridad, corrupción, censura, poder militar, violencia política, estupidez de la Iglesia, todas las imposiciones subculturales de los pretendidos intelectuales del régimen».

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