Juan Carlos Onetti - Miscelánea
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- Libro:Miscelánea
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- Año:2013
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Miscelánea: resumen, descripción y anotación
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Miscelánea incluye diversos textos no publicados en los restantes tomos de esta colección de Obras Completas de Juan Carlos Onetti que presenta la editorial Galaxia Gutenberg. Entre ellos figuran varios autorretratos: «Mi imagen y yo», «Infancia», «Por culpa de Fantomas», «Onetti por Onetti» y otros. Cuatro prólogos escritos para libros de otros autores. Dos poemas. Varios reportajes.
Juan Carlos Onetti
ePub r1.0
Titivillus 03.04.16
Juan Carlos Onetti, 2013
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
En algún papel leí, hace años, que el infierno estaba minuciosamente conformado por los ojos ocupados en mirarnos. La frase, entonces, no era de Borges ni de Sábato ni de Sartre ni mía.
Nunca pensé que las palabras equivalentes al recuerdo mencionado tuvieran importancia filosófica. Tuvieran importancia. Pero, respetando las leyes del juego que privaban en el tiempo de aquella lectura, se trataba de una linda tentación y por eso la recuerdo y empleo.
También yo, cuando el sol enrojece y se hunde, sobre todo en la mala estación, creo oír de los muertos las frases familiares. Pero ahora, en esta circunstancia pasajera, el infierno es el ojo de la cámara y el regocijo cruel, juvenil, de X y Z.
Mi imagen y yo, y qué tengo que ver con las cuatro imágenes, trampeadas o tramposas que ustedes me muestran como excitante adecuado para segregar cuarenta líneas.
Escribo de trampas y acaso mienta. Ustedes prefirieron una forma del arte más rotunda, inmóvil e indiscutible que la mía. Una trampa probable: ustedes pueden comentar mis libros, yo no puedo comentar sus fotos. Otra: me amputaron la frente con guillotina y estoy condenado a ignorar si lo hicieron por razones artísticas que actúan en un menester cuyas leyes desconozco; si lo hicieron piadosamente para disimular mi presunta calvicie; o también, si la supresión craneana les fue impuesta por la censura con el propósito de que todas las personas sean iguales, o confundibles ante Dios, las leyes, la Constitución y el Estatuto. Tal vez algún día quieran aclarar mis dudas. Entretanto, prosigo.
Mi imagen y yo, no lo olvido, es el título de la composición que debo escribir para figurar en la selección de cabezas o jetas tan inmortales como latinoamericanas que ustedes quieren reunir en libro para éxtasis o desencanto de lectores. Allá ustedes.
En cuanto a mí, hace muchos años que aprendí el arte de afeitarme al tacto, para evitar la opinión del espejo, para acudir al trabajo sin el peso de otra depresión.
Es que mi imagen —ustedes me lo muestran— avanza, desde hace tiempo, separada de mí.
Mientras yo permanezco adolescente, calmo, interesado en lo que importa, bondadoso y humilde por indiferencia y por la asombrosa seguridad de que no hay respuestas, ella, mi cara, ha envejecido, se ha puesto amarga y tal vez esté contando o invente historias que no son mías sino de ella.
Claro está que no reniego de mi cara; y los lazos sanguíneos y legales que nos unen me obligarán siempre a salir en su defensa, con justicia o no.
Es lástima que los números jeroglifiqueados con lápiz al dorso de las cinco fotos impidan identificarlas con certeza. Podría escribir una leyenda para cada una, en un intento de salvar la cara, o por lo menos las caras.
Hay veinte fotografiados restantes y Dios quiso que los conozca personalmente a todos. ¿Qué les dirán, con qué cuarenta líneas filosóficas y errantes tratarán de zafarse algunos de ellos? (¿Y por qué el porcentaje femenino es tan reducido y familiar?).
Perdido entre veintiuno, tal vez me salve. Muchos conservan firmezas de calaveras notables y bien construidas; otros tienen treinta años menos. En última instancia —y ya que ustedes iniciaron la broma de los «monstruos»— ¿cómo haría usted para pasear un monstruo por la calle Florida sin que nadie reparara en él?
En lugar de veinte exhiban cien en la segunda edición; muchos quedaremos más contentos y menos temerosos.
Exceptúo aquellos de los incluidos, que esconden, puedo jurarlo, un armario en el desván clausurado de sus casas y dentro del armario un retrato al óleo pintado por Basilio Hallward.
Enero de 1970
Sí, fue una infancia feliz. Pero tal vez no exista ningún período de la vida tan profundamente personal, tan íntimo, tan mentiroso en el recuerdo como éste. Hay decenas de libros autobiográficos sobre el tema: la experiencia me ha enseñado a saltearlos. Ningún niño puede contarnos su paulatino y sorpresivo, desconcertante, maravilloso, repulsivo descubrimiento de su mundo particular. (Dispongo de más adjetivos, espero que no sean necesarios).
Y los adultos que lo han intentado —salvo cuando engañan con talento literario— padece siempre de un exceso de perspectiva. El niño inapresable se diluye; lo reconstruyen con piezas difuntas, inconvincentes y chirriantes. En primer plano, inevitable, está siempre el rostro ajetreado del mayor, hombre o mujer.
Decir la infancia implica sin remedio un fracaso equivalente a contar los sueños. Como decía un amigo, no habrá jamás comprensión verdadera entre Oriente y Occidente.
Yo fui un niño conversador, lector, y organizador de guerrillas a pedradas entre mi barrio y otros. La reiteración del «or, or» pertenece a usted y a Poe. Recuerdo que mis padres estaban enamorados. Él era un caballero esclavista y ella una dama del sur de Brasil.
Y lo demás es secreto. Se trata de un santuario (W.F.) sagrado (T.E.M.).
Amigos: jamás en mi vida he dado una conferencia; no sabía si dirigirme a ustedes como señoras y señores u otra de las formas habituales. Pero prefiero decirles lo que siento y la palabra amigos no es una palabra cualquiera. La uso con todo mi sentir porque los he encontrado aquí, en las más diversas esferas.
En el caso particular del Instituto de Cultura Hispánica, tropecé con verdaderos amigos en Juan Ignacio Tena, el gran poeta Luis Rosales y la extraordinaria pareja formada por Félix Grande y su mujer Paquita Aguirre. También debo mencionar muy especialmente al médico psiquiatra Francisco (Paco) Albertos, que ha hecho posible, con su sabiduría y su medicación, que yo pueda hablarles.
Y ahora les digo a ustedes: queridos amigos. Advirtiéndoles que si nunca he dado una conferencia, ésta tampoco lo será.
Se me ha atribuido un gusto particular por la lectura de novelas de misterio, y ahora, para mí (que nunca he hablado ante ningún público, que no tengo una cultura que transmitir, ni conozco recetas para escribir novelas), el gran misterio es saber por qué se ha insistido en que yo dé una conferencia. La respuesta a ese porqué habrá de figurar, supongo, en los archivos secretos del Instituto de Cultura Hispánica.
Voy a intentar, a pesar de lo que acabo de explicarles, que esta charla tenga una cierta coherencia. Primero que nada debo decirles que yo, ante todo, soy un lector. No de mi propia obra, que jamás releo, sino simplemente un lector, y que tengo la convicción de que el noventa por ciento de la gente que ahora me escucha sabe mucho más de literatura que yo. Soy lo que podríamos llamar un lector selectivo, esto quiere decir que sólo leo lo que me gusta y nada más. Quizá este vicio por la lectura provenga de la infancia. Recuerdo que cuando era niño me escondía en uno de esos armarios que ya no se ven más por el mundo, esos armarios enormes que cubrían toda una pared y que casi siempre estaban llenos de trastos. Bueno, pues yo me escondía adentro con un gato y un libro. Dejaba la puerta entreabierta para poder ver y allí permanecía durante horas. Mis padres me buscaban por todas partes y terminaban por creer que me había ido a la calle. Y esta pasión por la lectura fue incrementada por el descubrimiento de un pariente lejano, y también lejano por la distancia. Había llegado a mis oídos que este hombre tenía la colección completa de las aventuras de Fantomas. Entonces yo me tenía que hacer cinco kilómetros a pie para conseguir que me prestara un tomo en cada visita. Me parece verlo todavía: me recibía tirado en la cama. Con una boina puesta, porque era totalmente calvo; tenía una gran barriga y sobre ella balanceaba una palmatoria con una vela y con las manos extendidas sostenía un libro. Entonces yo llegaba a mi casa, devoraba el libro y volvía a hacer los cinco kilómetros para saber lo que seguía. Naturalmente esta constancia tuvo un premio: al fin resultaba que en el último tomo había un parrafito que decía: «Estas aventuras continúan en las aventuras de la hija de Fantomas». Mi pariente no tenía ni un solo tomo de estas aventuras. Todavía sigo buscando las aventuras de la hija de Fantomas.
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