I
LA REPÚBLICA EN JAÉN DURANTE SUS DOS PARLAMENTOS ROJOS Y EL PARLAMENTO SEMIBLANCO
C onsiderando al autor de estas líneas como esencial y necesario para el estudio sereno e imparcial del momento español tratado en este libro que es necesario relatar, volvamos un poquito la cabeza, antes de empezar la historia de una serie de sucesos, que no son otra cosa que la gran cosecha de desastres y desolaciones, unida a una minuciosa serie de interminables y profundas labores rojas. Haré un ligerísimo examen de unas cuantas y enormes verdades que destilan un inconfundible aroma de dolor, ya que están amasadas en sangre, ruinas y lágrimas, de las que puedo decir soy testigo de la mayor solvencia, ya que el destino ha querido que estuviera en los puestos más destacados y al borde de las trincheras más adelantadas, con no más armamento que la razón y el verdadero amor a la clase verdaderamente trabajadora de la sociedad, con el fin de dislocar y desconectar esas máquinas trituradoras de todo lo productivo, recto y ecuánime que había en España, que no era otra cosa que el fin del mecanismo de las ruedecillas marxistas, según claramente se ha demostrado en estos dieciocho meses que llevamos de Guerra Civil.
En la preparación de estos primeros tiempos a los que aludo, destaca, como destaca el lucero brillante en la oscuridad de la noche, la labor de los que yo denomino «españoles irracionales», que no son otros que aquellos que, olvidándose de que estamos y vivimos entre hombres, con todos los defectos a ellos inherentes, se agarran como lapas a la crítica de formas de gobierno plenas y sazonadas de orden y, ¡oh, paradoja!, se embarcan en la nave que ha de conducir a otra forma de gobierno, llevando a bordo un haz inmundo de seres que tienen un conocidísimo origen de cloaca. Aquellos hombres, que tanta falta nos hacían cuando queríamos que vieran lo que veíamos nosotros, hacen que hoy, al verlos volver al redil del que marcharon autodenominándose «de los nuestros» y que ¡hoy sí!, piensan como nosotros, nos tengamos que morder el corazón y acordarnos de aquel que está arriba, que nos manda perdonar y amar al prójimo como a nosotros mismos.
Ya está la República en la pizarra. ¡Veamos cómo opera!
Sería inexacto si no afirmara que tuve una gran sorpresa con la manera de producirse durante los primeros días de abril de 1931. Pero ¿era yo solo el sorprendido? De ninguna manera. Para concentrar en una frase mi pensamiento de asombro, recordaré lo qué escuché con ocasión del intento del asalto y quema al ABC, y una vez bastante entrada la nueva forma de gobierno. Vivía a la sazón en una bocacalle de la Castellana, Marqués de Riscal, 14, y una noche las turbas llegaron por aquellos alrededores trayendo el camino directo desde la Puerta del Sol. Ni qué decir que el catálogo de gritos, voces, denuestos y demás barbaridades que tanto añoraban los que deseaban que se acabara la monarquía en España, era completísimo. Cuando el grueso de la manifestación llegó a la altura en el que el paseo de la Castellana cruza por las calles de Lista y Riscal, se oyeron tres fortísimos disparos, con un tono de explosión tan especial que creí seriamente que se trataba de tres zambombazos de traca. Los maleantes que formaban el grueso, siempre tan valientes, se pusieron a conjugar individualmente el presente de indicativo del verbo correr, y como unos corrían más y otros menos, estos últimos terminaron sus doscientos metros lisos encaramados a las ventanas, precisamente de mi casa, y tuvieron la siguiente conversación en tono más bien de susto:
—¡Oye, tú! ¿Has visto? —decía uno.
—¿Pero esta es la República? (acentuando mucho la U).
—Pues sí, esta es la República. ¡Disparan igual que en tiempos de la Monarquía!
¿Tenía o no razón el extrañado? A estos extremos pueden contestar con la firmeza de los hechos intocables dos fechas: la primera, el 10 de mayo; la otra, un período que comienza el 18 de julio. Pues no, ¡no disparan igual la Monarquía y la República! La República tiene gasolina protegida y munición exenta para los asesinos e incendiarios, armamento a discreción del que se hizo luego el uso que todos conocemos y esperábamos.
Mi familia paterna es oriunda de Andújar, ciudad de la más rancia nobleza, en la que tenían sus casas solariegas, hasta que en ella dominaron gran número de usureros, una serie de familias nobilísimas que descendían de aquella clase de españoles que en las guerras tenían a gala el acudir, y acudir inmediatamente, a defender a la Patria cuando esta lo necesitaba, y que también habían sabido hacer llegar, de generación en generación, esa modalidad guerrera que hoy se ha generalizado enormemente, para el bien de los españoles de verdad, de corazón y de honor, y que está asombrando al mundo entero: morir, si hacía falta, al frente de sus soldados. De ahí que nuestros parientes de Andújar, grandes de España unos, con títulos nobiliarios sin tanta grandeza otros, Caballeros de las Órdenes Militares y Maestrantes, fueran numerosísimos, ya que la verdadera grandeza arranca de hechos de armas en los que aquellos andaluces eran tan nobles. Los nobles de Andújar ganaron los títulos con sus vidas, con su sangre y las de sus hijos, ofreciendo cuánto tenían por su Dios, por su Patria y por su Rey; ejemplo que siguió puntualmente mi hermano Rafael de Valenzuela y Urzáiz cuando, en el año 1923, moría al frente del Tercio de África, dando su vida por España. Hoy, mi hermano duerme a los pies de la Virgen del Pilar, en Zaragoza, honor aún más alto que el conseguido con el título de Marqués de Valenzuela de Tahuarda, que Alfonso XIII, monarca que tropezó en su reinado con los políticos más desaprensivos que ha producido España, concedió a su hijo Rafael de Valenzuela Alcibar, que a su vez pelea en el Tercio como capitán del mismo y es hoy uno de los pocos supervivientes de los Tenientes del Tercio que cruzaron el mar cuando empezó el Movimiento.
Por razones de matrimonio, estaba viviendo, al producirse el Movimiento, en Villacarrillo, ciudad ilustre del llamado Condado de Jaén, que de antigua se la conocía como «La Ciudad de los Usías», destacando entre la nobleza del pueblo las familias de Rubiales, Benabides, Poblaciones y Regil, ya que otras familias nobles que hay en Villacarrillo son oriundas de otras provincias. Los viejos recuerdan la época en que los Maestrantes de Granada, con sus capas coloradas, circulaban corrientemente por las calles del pueblo, ya que pertenecían a esa Maestranza muchos nobles de Villacarrillo, que llevaban fama de ser valerosos hasta la demasía.
En Andújar y Villacarrillo existía, y de muy antiguo, una gran labor social que no era otra cosa que una labor de señores. Todos los criados y obreros que trabajaran en la casa del señor podían tener muy seguro que nunca les iba a faltar un techo donde cobijarse o un pedazo de pan que llevarse a la boca. Allí se mostraba el señor en forma de pensiones, auxilios, padrinazgos de hijos, etc., y esto era porque existía una legislación en los corazones de aquellos grandes señores que era muy superior y anterior a la que, más tarde, se insertaba en La Gaceta, Largo Caballero, etc. Aquel amor de clase fue tristemente sustituido por el llamado odio de clases, que borró por completo la relación que siempre existió entre el señor y sus trabajadores.
Por eso yo leía entre carcajadas la propaganda roja que presenta Moscú, como la Meca de la cultura y de la ilustración, ya que ve, según dice ella, continuamente cómo los obreros toman los títulos de médicos, abogados, ingenieros… pero ¿no se habrán dado cuenta de que aquí estamos cansados de ver médicos, abogados e ingenieros a los hijos de los administradores?, y, además, estos tienen estudios.
Es preciso reconocer que hoy se llama señor a todo el que tiene unos duros y viste de americana y cuello duro. Y como dentro de este es donde encaja el usurero como guante de seda, alterna con lo mejor del pueblo, pero siempre obra muy requetemal con todo lo que le rodea, empezando por el obrero que trabaja en las fincas que compraron por dos reales a los nobles arruinados. También hay que reconocer que esta clase lleva sesenta años prosperando, ¡y mucho!, en Andalucía.