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Javier Reverte - La aventura de viajar

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Javier Reverte La aventura de viajar
  • Libro:
    La aventura de viajar
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2006
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JAVIER REVERTE Escritor y periodista español nacido en Madrid en 1944 Su - photo 1

JAVIER REVERTE, Escritor y periodista español nacido en Madrid en 1944. Su nombre completo es Javier Martínez Reverte. Cursó estudios de Filosofía y Periodismo. Fue corresponsal en Londres, París y Lisboa, entre otros destinos. Dentro del mundo periodístico ha ejercido diversas funciones tales como ser subdirector del diario Pueblo. También ha sido guionista de radio y de televisión.

Su producción literaria abarca novelas, poemarios y libros de viajes. Es en este género en el que ha cosechado más popularidad: su Trilogía de África (compuesta por El sueño de África, Vagabundo en África y Los caminos perdidos de África) le reportó gran consideración por parte del público. Otros libros de viajes han tratado sobre Centroamérica, el Amazonas, Grecia, Turquía y Egipto.

Aparte de algunos poemarios como Metrópoli y El volcán herido, y ensayos como Dios, el diablo y la aventura, ha tenido éxito con novelas como Todos los sueños del mundo o La noche detenida.

En 2010 resultó ganador del Premio Fernando Lara de novela por Barrio Cero.

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Olores, visiones, sabores y canciones


Esos días azules, ese sol de la infancia…

Último verso escrito

por Antonio Machado


E L SABOR caldorro del agua de una cantimplora y la frescura del agua en las fuentes serranas, el olor a pinos en verano, el gusto de un bocadillo frío de tortilla de patatas, mi visión del mar un día de la infancia y el sonido del cencerro de los bueyes de una yunta constituyen las primeras sensaciones que identifico con el viaje.

Hasta los once años yo no me había alejado más allá de ochenta kilómetros de Madrid, mi ciudad natal, y ello tan sólo durante las excursiones que se organizaban en el colegio y en los veraneos. No todos los centros escolares, por supuesto, planeaban jornadas campestres para los alumnos; únicamente lo hacían los de cierto postín, en su mayoría religiosos. Ni tampoco todas las familias podían pagar unas vacaciones de verano a sus hijos. Pero mi padre hacía un esfuerzo que hoy imagino enorme, trabajando en varias empresas periodísticas, para conseguir el dinero suficiente con el que pagar unas vacaciones estivales a sus seis hijos.

Como yo no era un buen estudiante, cada uno o dos cursos mis padres se veían obligados a cambiarme de centro de enseñanza ante mis repetidos fracasos escolares y mi exagerada «mala conducta». Así que unos cursos podía disfrutar de las excursiones y otros no. Mi infancia y mi temprana adolescencia estuvieron marcadas por una suerte de éxodo colegial. Creo que no conservo amigos de la niñez porque, al no durar más que uno o dos temporadas en cada centro, carecía de tiempo para crear la amistad y mantenerla en los años siguientes.

El colegio era la peor de las torturas que sufrí en mi niñez y, quizás, en toda mi vida. Había otras, desde luego, como el frío atroz de los inviernos. Pero también había cosas emocionantes, como el paisaje devastado, inquietante para los niños, de aquel Madrid de la posguerra al que, entre brumas, recuerdo como un campo de ruinas en los barrios cercanos a la Ciudad Universitaria. Yo nací en esa zona y viví allí mis primeros años, cerca de donde se produjeron los cruentos combates de la Batalla de Madrid, aquel Madrid del «¡No pasarán!» del invierno de 1936. Recuerdo los edificios heridos por las bombas, las casamatas, pequeños fortines y nidos de ametralladora en los desmontes, cuevas donde se refugiaban paupérrimas familias de gitanos, bolsas de chabolismo y calles de tierra alisada, que se cubrían de barro en el invierno y de polvo en el verano: ese era el paisaje. Un buen número de hogares no contaban con calefacción y se combatía el frío con estufas de carbón o de leña. Para los niños, aquel Madrid cutre de la posguerra era un universo emocionante, pues nos dejaba ver las trazas de terribles batallas. Y la tristeza de la escasez y el frío los solventábamos con las sesiones en los cines «de sesión continua», los tebeos y los imaginativos juegos de la calle. También, en alto grado, gracias a las excursiones del colegio, un acontecimiento que siempre resultaba extraordinario.

A todos los niños, desde siempre, les han gustado los hechos excepcionales, las sorpresas. Muchos poseen un alma aventurera que suele estar en el primer plano de su personalidad. Lo que suele suceder es que, mientras van creciendo, la sociedad adulta se ocupa de ir desvaneciendo esa sed de aventura, borrándola entre las tinieblas del corazón del niño hasta hacerle creer que ha muerto. Es mentira, porque el niño siempre vive agazapado detrás de la capa exterior que la sociedad le ha obligado a modelar. Y lo probable es que vuelva a asomar en los minutos que preceden a la muerte. Recuerdo ahora que, cuando mis padres murieron, en los instantes anteriores a su fin, sus gestos me parecieron infantiles, me trajeron a la memoria las viejas fotos del álbum familiar que retrataban sus sonrisas más ilusionadas y más jóvenes.

Por mi parte, nunca he dejado que se desvanezca el niño que fui y lo trato de mantener contra viento y marea. Lo que quiero decir es que nací con un alma deseosa de aventura y no he aceptado casi nunca disfrazarla de otra cosa.

Quizás las excursiones eran el acontecimiento más excepcional de aquellos días, superior a todos los otros.

Sucedían hacia la primavera y se anunciaban con poco tiempo de antelación. Tal vez los directores de los colegios decidían organizar una jornada campestre cuando, a mitad de curso, se sentían algo fatigados de su trabajo docente, pese a que el quehacer de un buen número de ellos, en aquellos días, no consistiera en enseñar nada, sino tan sólo en reprimir el vehemente instinto de libertad de los alumnos. El caso es que, al proclamarse la excursión para una determinada fecha, los niños brincábamos de gozo.

Un hecho fundamental, creo yo, para comprender el alcance de la ilusión que nos creaban las excursiones era que se producían en días de diario, esto es: ahorrándonos a los chicos una jornada normal de clases.

Significaban, pues, un día menos de tortura, un día menos de tener que escuchar cosas incomprensibles, mientras tu mente navegaba por otros universos; un día sin capones en la cabeza, sin bofetones en la cara, sin golpes con la regla de cálculo en la palma de tu mano ni castigos que cumplir en casa, como escribir trescientas veces en un cuaderno, con letra cuidada, «no volveré a distraerme en clase» y llevárselo al día siguiente al profesor. Los días de excursión, además, no tenían nada que ver con las visitas a los museos, que eran mucho más frecuentes.

Estas visitas, que llamaban «culturales», se producían siempre en domingo y te arrebataban un día de libertad antes que darte conocimiento alguno. Yo recuerdo los largos, anchos y helados pasillos de los museos en invierno, con un profesor delante de la tropa que iba dictando lecciones ininteligibles sobre asuntos carentes de interés para la mayoría de los chicos. Debías seguirle en silencio y muerto de frío, bajo la amenaza de nuevos castigos, sintiendo que tu anhelado domingo se esfumaba entre tus dedos, que no podías irte a jugar al fútbol al descampado con tus amigos del barrio, y que al día siguiente tendrías que madrugar de nuevo para acudir a la cárcel del colegio. Los peores museos eran para mí, por este orden, el Geológico y el Arqueológico.

Ahora, a mis sesenta años, me sentiría capaz de apasionarme con las piedras, pero a la edad de ocho o nueve dudo bastante de que nadie tenga interés por ellas, salvo para tirarle una a la cabeza a un chaval de la pandilla rival. En cuanto a la arqueología, las momias me producían cierta inquietud, lo mismo que las solemnes estatuas de la Antigüedad preclásica. Y las estelas y pedazos de vasijas rotas no han producido el menor calor en mi ánimo en ninguna época de mi vida.

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