Javier Marías - Miramientos
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- Libro:Miramientos
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2017
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Miramientos: resumen, descripción y anotación
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El origen de este librito se encuentra sin duda en la última parte de otro mío, Vidas escritas (Ediciones Siruela, Madrid, 1992; Círculo de Lectores, Barcelona, 1996), un apéndice o colofón que titulé «Artistas perfectos» y en el que comentaba muy brevemente treinta y siete retratos de escritores, todos ellos extranjeros y ya muertos. Apenas si dedicaba cinco o seis líneas a cada uno, y, como explicaba en el Prólogo de aquel volumen, la exclusión de autores españoles, tanto en los retratos como en las vidas que los precedían, fue debida a más de un motivo, pero el principal era que «… son ya tan numerosas y variadas las ocasiones en que se me ha negado la españolidad por parte de algunos críticos y colegas indígenas (tanto en lo que se refiere a la lengua como a la literatura como casi a la ciudadanía) que a la postre, me doy cuenta, he llegado a sentir cierta inhibición a la hora de hablar de los escritores de mi país, entre los que sin embargo están algunos de mis preferidos (March, Bernal Díaz, Cervantes, Quevedo, Torres Villarroel, Larra, Valle-Inclán, Aleixandre, por no citar a los vivos) y entre los que me temo que pese a todo me voy contando. Pero es como si me hubieran convencido de que no tengo derecho a ello, y uno actúa según sus convencimientos».
No es que las cosas hayan cambiado en este aspecto desde entonces, antes al contrario: en los cinco años y medio transcurridos, las ocasiones en que se me ha negado la españolidad han aumentado furiosamente, y ya no son sólo colegas y críticos, sino medios de comunicación en pleno e instituciones oficiales. Hasta el punto de que cada vez que he salido al extranjero y me he visto presentado o tratado como escritor de España he tenido la sensación de asistir a un malentendido, y a punto he estado de alzar la mano para deshacerlo en el acto. Lo que me lo impidió fue darme cuenta a tiempo de que tampoco tenía a mano otro país al que adherirme. No sólo me siento cada día más apátrida, sino también más huérfano y descarriado: hasta mi principal editorial española hasta la fecha, la avinagrada Anagrama, me ha combatido y repudiado cuando aún soy autor suyo —mis libros como rehenes—, un caso único en los anales, no sé si de la cicatería o del extravío. Eso sí, en lo que respecta a mi convencimiento antes citado, he pasado al otro extremo, y ahora, desde mi condición definitivamente extraterritorial, creo tener tanto derecho a hablar de los escritores de mi país de origen como de los de cualquier otro sitio. Todos me son igual de propios y ajenos.
Mentiría por omisión, sin embargo, si no añadiera que este nuevo convencimiento ha sido inducido, por no decir forzoso. Hace casi tres años, un antiguo y escurridizo amigo, Luis Revenga, me pidió que le escribiera una sección fija para una revista que planeaba, Cuadernos Cervantes. Como su intención última era darme mucho quehacer —ya no recuerdo su propuesta inicial, pero sí que me habría obligado a lecturas y relecturas sin cuento—, pensé que la mejor manera de esquivarla sería mirar imágenes en vez de tragarme textos, y le sugerí la presente serie bajo el título de Contrafiguras, que no mantengo en este libro y sustituyo por Miramientos. Refunfuñó un poco, porque ya digo que lo que en verdad pretendía era esclavizarme, como consiguió con algún otro amigo como Manolo Rodríguez Rivero; pero acabó aceptando, y no sólo eso: se comprometió a proporcionarme él las fotografías de mis elegidos, ya que por las características de su revista —dedicada a la lengua española y a su enseñanza, al parecer un gran éxito en los campus universitarios más remotos—, todos los retratados habían de ser escritores que se hubieran expresado en castellano. Estos Cuadernos Cervantes, campus aparte y dicho sea de paso, deben de ser la revista menos leída de los centenares que hay en España, ya que nadie me ha comentado nunca que hubiera visto ninguna de estas piezas aquí ofrecidas y que por lo tanto se pueden considerar casi inéditas (menos en los campus). Aunque mi serie ya ha concluido, ruego a los lectores de este Prólogo que compren esa revista a partir de ahora, porque yo creo que si no se hunde, y no es el caso.
Así pues, la única condición que me impuse para la elección de los retratados fue que no entrara gente cuyo aspecto me resultara antipático o desagradable (no me tientan las invectivas, y ya nos caen demasiadas), ni de la que tuviera tan mala opinión personal o literaria que pudiera influirme a la hora de describir y comentar su rostro. Cabe suponer que esto redujo drásticamente la lista de candidatos, recuerden que debía ocuparme sólo de sujetos españoles e hispanoamericanos; pero también es cierto que podían haber figurado muchos más escritores, personajes tan gratos como Baroja o Machado o Mutis o Rulfo. Al poco, sin embargo, vino otra limitación: Revenga rara vez aportó las fotos prometidas (no hubo forma de que me consiguiera nada nítido de Rosalía de Castro, por ejemplo), de modo que quedé a expensas de mis propias biblioteca y postaloteca, por crear un neologismo bien feo. Y aunque me tocaba escribir una pieza sólo cada dos meses, mi imprevisión se encargaba de que me alcanzara la fecha sin el menor preparativo, y de ahí que en una sola ocasión incumpliera la condición que me había impuesto y maltratase al fotografiado, con el que tuve miramiento sólo en una acepción de la palabra: ruego que me disculpen los chilenos en general y los devotos de Neruda, pero aquella vez no tenía otras imágenes de las que echar mano, y por desgracia veo en las suyas lo que digo que veo.
En ningún caso se habla de otra cosa que de eso, de los rostros y las actitudes: ni de las vidas ni de las obras, y en aquellas oportunidades en que por amistad o identificación yo sabía bastante del carácter del retratado o conocía su biografía, procuré olvidarlos —quizá sin éxito— y centrarme sólo en lo que veía. No hace falta decir que es todo arbitrario, discutible y seguramente equivocado. Las observaciones aquí reproducidas deben entenderse sólo como el resultado de una mirada no ya enteramente subjetiva —como es de cajón— y aun maniática si se quiere, sino que precisamente ha desdeñado y rehuido todo intento de objetividad, o su simulacro.
Se verá que, a medida que la serie avanzaba, los textos se hicieron algo más largos y aumentó el número de fotografías, hasta sumar un total de cuarenta y cuatro para quince personajes. Revenga me fue concediendo más espacio, a ver si así lograba deslomarme, y es posible que también yo empezara a entretenerme —en todos los sentidos del verbo— según perdía el miedo a hablar de mis predecesores y contemporáneos (en lo que se refiere a la lengua empleada, eso es todo, no se crea que me desdigo a última hora de mi condición de húngaro).
No tengo muchas disculpas para la inclusión del decimoquinto retratado: sólo que la tentación fue muy fuerte y decidí caer en ella para no cansarme. Se comprenderá que de ese individuo no me faltara material, de ahí que haya tantas imágenes como del que más, Horacio Quiroga. Vaya en mi posible descargo que hice cuanto estuvo en mi mano, al escribir esa pieza final, para no apartarme del miramiento que había aplicado a los demás escritores mejores. Si lo conseguí aceptablemente ya es otra cuestión.
Los quince retratos incluidos en este volumen, de ocho españoles, tres argentinos, un cubano británico, un chileno, un uruguayo y el húngaro, se fueron publicando en los números 1,2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 12, 13, 14, 15 y 16 de la susodicha y fantasmal revista Cuadernos Cervantes, entre marzo de 1995 y septiembre de 1997, con sólo el nombre de cada escritor como título. Sin la decidida voluntad de atarearme de Luis Revenga, su director, este librito no habría sido posible. Lo cual, a estas alturas, no sé si hay que ponerlo en su haber o en su debe, ni si merece la gratitud o el reproche colérico de los lectores.
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