Javier Tusell - Carrero : la eminencia gris del régimen de Franco

En principio resulta tan evidente el interés que puede despertar en el lector una biografía de Luis Carrero Blanco que ni siquiera necesita justificarse su redacción. Un hombre que estuvo durante tantos años al lado del general Franco, desempeñando un papel que a nadie se le ha podido ocurrir que fuera banal, debe ser un objeto prioritario de biografía política.

Sin embargo, hay otra imagen, que su persona evoca de forma inmediata, que hace pensar, también desde el primer momento, en una dificultad inicial para escribirla. Carrero Blanco fue a lo largo de su vida un protagonista político situado, por voluntad propia y de forma casi obsesiva, en una segunda fila. Eso ha podido producir acerca de él una impresión que, desde luego —hay que decirlo ya mismo—, el presente libro contribuirá a cambiar: la de que era un simple ejecutor de decisiones que tomaba otro, un hombre carente de iniciativa y sin significación específica, poco más que un fiel ejecutor de la voluntad de otro.

Afortunadamente hay otro rasgo de su personalidad que le convierte en bastante más accesible de lo que podría pensarse en un principio. Pemán escribió de Franco que de él no se podía saber lo que pensaba sino por lo que se le escapaba (que, por cierto, no solía ser mucho). Carrero respondía a otro tipo humano muy distinto. Discreto, era también un hombre de despacho, en absoluto un hombre de discurso y todavía menos ese género de político conspirador y maniobrero que tan frecuente ha sido en la vida pública española.

Para el historiador eso tiene una enorme ventaja, por la sencilla razón de que, a lo largo de su vida, fue dejando el rastro de sus opiniones, sus consejos a Franco y sus programas políticos por escrito, en unos textos elaborados de forma escrupulosamente medida.

Como tantos otros personajes políticos del inmediato pasado, Carrero Blanco ha sido objeto de interpretaciones inteligentes de algún historiador o de quienes convivieron con él en la tarea política. Pero ha habido también una literatura magnificadora de minucias, inventora de detalles inverosímiles o simplemente superficial que más bien ha desorientado que contribuido a situar mejor al personaje y, por lo tanto, facilitar el mejor conocimiento de una época.

Faltaba, pues, una biografía política de Luis Carrero Blanco como la que aquí se intenta: un libro que parte de fuentes originales y que debe tener en cuenta también la totalidad de la bibliografía existente para perfilar, de una forma comprensiva, el papel que tuvo un personaje en la vida pública de su tiempo.

Javier Tusell

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Titivillus 30.01.15

Título original: Carrero : la eminencia gris del régimen de Franco

Javier Tusell, 1993

Colaboración: Genoveva García Queipo de Llano

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

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En la villa cántabra de Santoña un monumento que, siendo de relativa envergadura, resulta de no tanta trascendencia, recuerda el nacimiento allí en 1903 de quien ha sido el personaje más conocido de su historia, el almirante Luis Carrero Blanco, asesinado en 1973 cuando ocupaba la Presidencia del Gobierno español. El destino del monumento y el del personaje histórico revelan un curioso paralelismo. El monumento se gestó cuando el impacto de la muerte del almirante todavía era muy grande y su figura política parecía decisiva, pero vino luego el vértigo de una vida política algunas de cuyas consecuencias consistieron en el desvanecimiento de los perfiles del recordado.

Quienes ascendieron al poder tras el asesinato de Carrero no fueron enemigos mortales del almirante, pero sí adversarios políticos suyos durante el propio régimen del general Franco, e incluso trataron de definirse en un sentido político netamente antagónico respecto de él. En el equipo que ejercía el poder bajo su Presidencia había personas de distinta calidad y significación, aparte de una cierta heterogeneidad, siempre habitual en los gobiernos del general Franco. El asesinato de la calle Claudio Coello fue tan inesperado como estuvo preñado de consecuencias políticas. Aquel equipo se desvaneció en el aire, y quien había estado a su frente se convirtió tan sólo en un medio de definición política negativa para sus sucesores y adversarios. Pero sobre este olvido de la significación real del personaje muy pronto se superpuso otro. El tránsito hacia la Monarquía democrática acentuó el alejamiento respecto de la figura del almirante; porque, si éste fue fundamental para el restablecimiento de aquélla, fue también la antítesis misma del calificativo que le acabamos de adjudicar. El resultado fue que aquel monumento de Santoña nunca se inauguró oficialmente. De forma paralela puede decirse que la imagen de Carrero acabó desdibujándose. Respecto de él parece haber quedado tan sólo un interrogante en la conciencia pública, el de si la transición hacia la democracia hubiera sido posible en el caso de que no hubiera desaparecido de forma tan trágica. Pero lo primero que es preciso señalar sobre este juicio es que deforma de manera radical la realidad histórica del personaje. Lo decisivo de su persona desde el punto de vista histórico no es, por supuesto, cómo murió, sino la influencia que tuvo durante muchísimo tiempo y en qué sentido se ejerció. Es muy probable que, además, el efecto de su desaparición haya sido mucho más complicado y matizable que esa reducción a tan sólo la alternativa de si la transición hubiera sido más o menos fácil con su presencia entre los vivos.

Como tantos otros personajes políticos del inmediato pasado, Carrero Blanco ha sido objeto de interpretaciones inteligentes de algún historiador o de quienes convivieron con él en la tarea política. Hay que recordar, sin duda, de manera especial a Laureano López Rodó, que, en sus memorias, siempre tan documentadas, ha revelado muchos aspectos de su papel en la vida política española de tantas décadas. Se podrían citar algunos otros hombres públicos del momento que han sabido proporcionarnos de él un perfil que parece acertado, aunque no suficiente. Pero ha habido también una literatura magnificadora de minucias, inventora de detalles inverosímiles o simplemente superficial que más bien ha desorientado que contribuido a situar mejor al personaje y, por lo tanto, facilitar el mejor conocimiento de una época.

Faltaba, pues, una biografía política de Luis Carrero Blanco como la que aquí se intenta. Entiendo por tal lo que es habitual entre los profesionales de la Historia, es decir, un libro que parte de fuentes originales y que debe tener en cuenta también la totalidad de la bibliografía existente para perfilar, de una forma comprensiva, el papel que tuvo un personaje en la vida pública de su tiempo. La óptica de la biografía política no es la de la intimidad de un personaje, sino la del grado en que influyó en los acontecimientos más decisivos de su tiempo. Por supuesto, la Historia no es una maraña confusa de acciones individuales. No hay frase más falsa que aquella de Emerson que asegura que la Historia no existe, sino que lo único verdadero es la biografía. Pero en un momento en que la biografía ha alcanzado ya el suficiente prestigio como para empezar a ser criticada, conviene recordar también lo que escribió Tocqueville en La democracia en América. En las mismas sociedades democráticas los rasgos particulares de ciertos individuos retrasan o precipitan el curso natural de los acontecimientos, pero esto es, además, especialmente cierto en aquéllas que no lo son. Descubrir esas influencias individuales es a menudo difícil; por eso, una tendencia del historiador ha sido siempre negarlas o disminuir su importancia remitiéndose a factores de carácter general. Nada es más fácil que resumir la historia del régimen de Franco acudiendo a explicaciones aparentemente estructurales que tengan como resultado el olvido de lo individual. Eso suele abreviar la tarea del historiador e incluso llega a satisfacer al lector, a veces en tanto o mayor grado que pueda hacerlo resumir la historia del franquismo en la biografía de Franco. La biografía de los personajes de primerísima fila completa y complementa esta visión de las causas generales. A fin de cuentas (de nuevo vuelvo a Tocqueville), el exceso de confianza en ese tipo de explicación que tiene en cuenta tan sólo las causas generales no sólo proporciona maravillosos consuelos explicativos a los hombres públicos mediocres, sino también a los historiadores que coinciden con ellos en esa condición nada positiva de sus capacidades. No son, en realidad, más profundos, aunque pretendan aparentarlo, sino exactamente lo contrario. El biógrafo se enfrenta, por ejemplo, con lo inaprensible que siempre resulta un individuo y con la indispensable labor de imaginación que resulta necesaria al preguntarse cómo habrían sido los hechos humanos si los biografiados no hubieran tenido protagonismo alguno. La buena biografía no sólo revela un personaje sino también un tiempo, una sociedad y una vida pública. Por supuesto, así sucede de forma singular en regímenes no democráticos.