Isaac Asimov - La edad del futuro II
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- Libro:La edad del futuro II
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1987
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La edad del futuro II: resumen, descripción y anotación
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ISAAC ASIMOV (2 de enero de 1920 - 6 de abril de 1992). Fue un escritor y bioquímico estadounidense nacido en Rusia, aunque su familia se trasladó a Estados Unidos cuando él tenía tres años. Es uno de los autores más famosos de obras de ciencia ficción y divulgación científica.
Fue un escritor muy prolífico (llegó a firmar más de 500 volúmenes y unas 9000 cartas o postales) y multitemático: obras de ciencia ficción, de divulgación científica, de historia, de misterio… Baste decir que sus trabajos han sido publicados en nueve de las diez categorías del Sistema Dewey de clasificación de bibliotecas.
Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó como químico Astillero de la Marina norteamericana en Filadelfia. A pesar de ser bioquímico de profesión —era profesor adjunto de Bioquímica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston—. Isaac Asimov se ha dedicado plenamente a escribir, contando en su haber con más de 200 obras, que van desde la divulgación científica a la ciencia ficción. Entre sus libros más conocidos figuran: «Las amenazas de nuestro mundo», «La búsqueda de los elementos», «El código genético», «Fotosíntesis», «Los gases nobles», «Introducción a la Ciencia», «El sol brilla luminoso», «Viaje alucinante» y «Vida y tiempo».
Título original: The Edge of Tomorrow
Isaac Asimov, 1987
Traducción: Adolfo Martín
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
A veces, realizar una cuidadosa medición puede ser de importancia suprema; más importante de lo que pueden advertir los científicos que intentan realizar inicialmente la medición. Por ejemplo, nadie tenía, al principio, la más mínima idea de la fundamental magnitud que es la velocidad de la luz. Y, a veces, la medición, cuando se logra realizar (con razonable perfección al menos), se obtiene de forma inesperada, y a partir de una fuente inesperada, como en el caso que se describe en el siguiente artículo.
Como pueden ustedes imaginar, recibo frecuentemente esbozos de extrañas teorías inventadas por algunos de mis lectores. La mayoría de ellas se refieren a grandes conceptos, como las leyes básicas que subyacen al espacio y el tiempo. La mayoría de ellas son ilegibles (o están por encima de mi capacidad, si lo prefieren). Muchas son elaboradas por entusiastas adolescentes, algunas por ingenieros jubilados. Estos teóricos parecen pensar que yo poseo alguna capacidad especial para sopesar ideas profundas y sutiles, combinada con la imaginación precisa para no amedrentarse ante lo audazmente creativo.
Todo es inútil, naturalmente. Yo no soy ningún juez de nuevas y grandes teorías. Lo único que puedo hacer es devolver el material (que a veces ocupa muchas páginas y me obliga a efectuar gastos de franqueo) y tratar de explicar, humildemente, que no puedo ayudarles.
Pero de vez en cuando —muy de vez en cuando— recibo una carta que me resulta divertida. Hace varios años me llegó una de ellas. Ocupaba catorce páginas de prosa imprecativa y crecientemente incoherente, que consistía de manera básica en una diatriba contra Albert Einstein, una diatriba que comprendía dos apartados.
Albert Einstein había obtenido fama mundial (decía mi corresponsal) merced a la presentación de una gran y sutil teoría de la relatividad que había robado a algún pobre y laborioso científico. La víctima de Einstein murió después en la oscuridad y el olvido, sin recibir jamás el reconocimiento que merecía por este monumental descubrimiento.
Albert Einstein había obtenido fama mundial (decía también mi corresponsal) por haber inventado una teoría de la relatividad completamente falsa y ridícula, que había sido impuesta al mundo por una conspiración de científicos.
Mi corresponsal defendía alternativamente ambas afirmaciones con igual vehemencia, y, como es evidente, no se daba cuenta de que eran incompatibles. Como es lógico, no le contesté.
Pero ¿qué es lo que hace que algunas personas reaccionen tan violentamente contra la teoría de la relatividad? La mayoría de quienes argumentan contra ella (de ordinario mucho más racionalmente que mi infortunado corresponsal) saben muy poco acerca de la teoría. Casi lo único que saben (y todo lo que casi cualquiera que no sea físico sabe) es que, según la teoría, nada puede ir a más velocidad que la luz, y eso les irrita.
No voy a entrar en la cuestión de por qué los científicos creen que nada que posea masa puede ir a más velocidad que la luz. Me gustaría, sin embargo, hablar acerca del límite real de velocidad, la velocidad de la luz, qué es realmente y cómo fue determinado.
Olaus Roemer, astrónomo danés, fue el primero en proponer una cifra razonable para la velocidad de la luz, mediante un estudio de los eclipses de los satélites originados por el propio Júpiter.
En 1676 estimó que la luz tardaba 22 minutos en atravesar la anchura máxima de la órbita de la Tierra alrededor del Sol. Se pensaba entonces que la anchura total de la órbita de la Tierra era de unas 174 000 000 de millas, por lo que los cálculos de Roemer suponían una velocidad de la luz de 132 000 millas por segundo.
No está mal. La cifra es aproximadamente un 30 por ciento demasiado baja, pero esta desviación no es muy grande, y como primer esfuerzo resulta del todo respetable. Por lo menos, Roemer determinó correctamente la primera cifra del valor. La velocidad de la luz se encuentra, en efecto, entre las 100 000 y las 200 000 millas por segundo.
La siguiente medición de la velocidad de la luz tuvo lugar, de forma accidental, medio siglo después.
El astrónomo inglés James Bradley estaba tratando de determinar el paralaje (es decir, pequeños desplazamientos de posición) de las estrellas más próximas con relación a las más lejanas. Este desplazamiento sería consecuencia del cambio de posición de la Tierra al moverse alrededor del Sol.
Idealmente, cada estrella del firmamento debe moverse en una elipse en el transcurso de un año, dependiendo la forma y el tamaño de esa elipse de la distancia del Sol a que se encuentra la estrella y de su posición con respecto al plano de la órbita de la Tierra.
Cuanto más lejos esté la estrella, más pequeña será la elipse, y por lo que a todas las estrellas menos las más cercanas se refiere, la elipse sería demasiado pequeña para poder medirla. Podría, por tanto, considerarse inmóviles a esas estrellas más lejanas, y el emplazamiento con respecto a ellas de las estrellas más cercanas sería el paralaje que Bradley estaba buscando.
Bradley detectó efectivamente desplazamientos de las estrellas, pero no eran lo que habría sido de esperar si el responsable de ellos fuese el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Los desplazamientos no podían ser causados por el paralaje, sino que tenían que ser causados por alguna otra cosa. En 1728, paseando en barco por el Támesis, observó que la grímpola que ondeaba en lo alto del mástil cambiaba de dirección según el movimiento relativo del barco y el viento, y no solamente según la dirección del viento.
Eso le hizo reflexionar. Supongamos que se encuentra uno de pie e inmóvil bajo la lluvia, cayendo todas las gotas de agua perpendicularmente porque no hay viento. Si uno tiene paraguas, lo sostiene recto sobre la cabeza y no se moja. Pero si está andando, tropezará con algunas gotas de agua que acaban de pasar ante el paraguas, en el caso de que continúe sosteniendo éste recto sobre la cabeza. Debe uno inclinar ligeramente el paraguas en la dirección en que está caminando, si quiere mantenerse seco.
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