Juan José Saer - El entenado
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… más allá están los Andrófagos, un pueblo aparte, y después viene el desierto total…
H ERÓDOTO , IV , 18.
Un anciano de 60 años escribe la experiencia fundamental de su vida: ya de regreso a Europa y luego de 10 años de convivencia con los indios colastiné, narra ese momento decisivo que todo hombre tiene y que lo moldea en forma definitiva: «ese gran único ayer de la vida».
Desde la nada —sin nombre, sin padre, pura orfandad e intemperie— y con altamar como privilegiado horizonte a principios del siglo XVI , un adolescente se suma a una de las tantas expediciones españolas con rumbo al Río de la Plata. La llegada a estas costas de delirio y pesadilla habitadas por indios con rituales de un arcaico apetito, lo enfrenta a esta percepción de la realidad que ocupará por el resto de su vida el centro de su memoria.
La mejor prosa de Saer es una ardua interrogación sobre lo real, la historia, la memoria y el lenguaje.
Juan José Saer
ePub r1.4
Ninguno03.12.13
Título original: El entenado
Juan José Saer, 1982
Diseño de portada: Peter Tjebbes
Editor digital: Ninguno
Corrección de erratas: ultrarregistro (r1.4)
ePub base r1.0
JUAN JOSÉ SAER. Nació en Santa Fe, Argentina, en 1937, y falleció en París, en 2005. En 1968 se radicó en París y fue profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Rennes (Francia).
Su vasta obra narrativa abarca cinco libros de cuentos —En la zona, Palo y hueso, Unidad de lugar, La mayor y Lugar— y once novelas: Responso, La vuelta completa, Cicatrices, El limonero real, Nadie nada nunca, El entenado, Glosa, La ocasión (Premio Nadal), Lo imborrable, La pesquisa, Las nubes. En 1991 publicó el ensayo El río sin orillas, con gran repercusión en la crítica, y en 1977, el libro de ensayos literarios El concepto de ficción. Su producción poética está recogida en El arte de narrar. En 1999 publicó el ensayo La narración-objeto.
Ha sido traducido al francés, inglés, alemán, italiano, holandés, portugués, sueco y griego.
El cansancio me llevó a la orilla. Me dormí en la canoa. En el alba, una voz me despertó. Tiene barba, decía, cautelosa, pero no lejos de mis oídos. Cuando abrí los ojos, dos barbudos, que aferraban armas de fuego, inclinados hacia mí, me observaban, sorprendidos. Cascos relucientes coronaban sus cabezas; parecían cansados y un poco simples. Como yo dormía con la cabeza hacia tierra y ellos estaban inclinados hacia mí desde la orilla, al principio tuve un sobresalto, porque vi sus caras al revés y creí —salía de un sueño—, que eran una especie particular de aborígenes, a los que la naturaleza les había dado, por capricho, cabezas invertidas, pero al incorporarme, brusco, asustando un poco a los dos hombres que se irguieron amenazándome con sus armas, pude comprobar que las cabezas estaban en el lugar adecuado y que las caras que me contemplaban no sin espanto se parecían mucho a tantas otras que había visto, durante mi infancia, en los puertos. Para apaciguarlos, empecé a contarles mi historia, pero a medida que hablaba veía crecer el asombro en sus expresiones hasta que, después de un momento, me di cuenta de que estaba hablándoles en el idioma de los indios. Traté de hablar en mi lengua materna, pero comprobé que me la había olvidado. Con gran esfuerzo, logré al fin proferir algunas palabras aisladas, formulándolas, por costumbre, con la sintaxis peculiar de los indios, lo cual, si bien no aclaró las explicaciones, les dio, a los dos hombres, junto con mi aspecto físico, la prueba de que, como ellos, también yo era un extraño en ese lugar de pesadilla.
Me ordenaron que los siguiera. Río abajo, en la orilla, había un campamento y, un poco más lejos, una nave inmóvil en medio del río. Todo tenía, en el alba avanzada, ese color singular que anuncia días de exclusión y delirio. Las barbas de los hombres, como máscaras rígidas, envolvían expresiones pálidas y un poco ansiosas. Por la dificultad mutua en el trato, me doy cuenta de que diez años entre los indios me habían desacostumbrado a esos hombres. Cuando llegamos al campamento, los hombres me sustrajeron a la curiosidad de los subalternos que trabajan en la orilla, y me llevaron en presencia de un oficial que empezó a interrogarme sin que yo, a pesar de mis esfuerzos bien intencionados, lograra entender gran cosa. Sus palabras, que él profería con lentitud para facilitar mi comprensión, eran puro ruido, y los pocos sonidos aislados que me permitían representarme alguna imagen precisa eran como fragmentos más o menos reconocibles de un objeto que me había sido familiar en otras épocas, pero que ahora parecía haber sido despedazado por un cataclismo. Y, contrariamente, a cada silencio que el oficial hacía para dejarme intercalar la respuesta, las pocas palabras en nuestro idioma común que yo era capaz de formular, venían como envueltas entre los racimos o las redes de las que había aprendido entre los indios y que parecían, como las plantas que crecían en la región, más fuertes, más rápidas, más fáciles y más numerosas. Al final, terminamos comunicándonos por señas: sí, había indios a menos de una jornada, río arriba; contra la corriente, tal vez llevaría más tiempo llegar; se llamaban colastiné; no, no tenían ni oro ni piedras preciosas, pero lanzas y arcos y flechas, en cambio, sí; sí, sí, comían carne humana. El oficial sacudía la cabeza, un poco impaciente. Aunque, como lo supe más tarde, era la primera vez que pisaba esa tierra, consideraba cada una de mis respuestas rudimentarias como la confirmación de sus propias sospechas y pareceres, y tomaba cada una de las características de los indios, por inocente que fuese, como una afrenta personal. Tuve la impresión de que hasta yo le parecía sospechoso, como si mi larga permanencia en esa tierra me hubiese contaminado de alguna fuerza negativa. Por poco me manda al calabozo, pero a último momento condescendió a ponerme en manos de un cura. Ese oficial era lo que en estas naciones se suele llamar una bellísima persona: tenía el pelo y la barba negros, lacios y bien recortados, un cuerpo atlético y proporcionado, la piel bronceada y saludable a causa de su largo comercio con el mar y con la intemperie y aun en ese amanecer insólito, en esas costas barrosas que acechaban, con atención disimulada, cocodrilos, arañas y naturales, parecía vestido como para asistir a un baile en la corte, con camisas almidonadas, metales relucientes, rígido, lustroso y elegante. Cuando se juzgó lo bastante informado pareció olvidarse de mi presencia y empezó a dar órdenes que sus subalternos ejecutaban con rapidez y devoción —en los pocos días en que tuve ocasión de observarlo pude comprobar que los marineros y los soldados lo veneraban y sus bromas, siempre lacónicas y envaradas, contribuían a aliviar no poco los trabajos brutales de todos los que estaban bajo su mando, como si él fuese consciente de los privilegios que ese mando suponía y sintiese compasión y hasta cierto amor por sus hombres, pero apenas lo tuve enfrente sentí por él una especie de repulsión que en los días siguientes no hizo más que aumentar. Los hombres volvieron, rápidos, al barco anclado en medio del río, llevándome con ellos, y durante un par de horas prepararon, con despliegue de armas y de gritos, una expedición. Hasta el anochecer, el barco navegó río arriba y volvió a inmovilizarse lejos de las orillas. Yo pasé la noche en un rincón de cubierta, asistido por el cura que, después de darme de comer, entre largos momentos de silencio, me interrogaba con dulzura pero sin resultado: el cansancio, o esos acontecimientos inciertos y distantes que transcurrían, para, al parecer, mis sentidos, no encontraban, en el fondo de mi ser, un lenguaje que los expresara. A la mañana siguiente, el oficial me volvió a interrogar, señalándome las orillas y, con ademanes, le expliqué que el caserío no estaba lejos y, como estábamos cerca de la borda, comprobé que durante la noche otra nave había anclado cerca de la nuestra. De la segunda, varias embarcaciones cargadas de hombres armados se aproximaban a la nuestra, en la que también la tripulación se preparaba. Hasta último momento, el oficial parecía dispuesto a llevarme con él en su expedición, pero esa especie de desconfianza hacia mi persona, que le venía tal vez de haber adivinado, aun sin darse cuenta, la repulsión que me inspiraba, lo indujo no únicamente a dejarme a bordo, sino a mandarme con el cura a la bodega, como si temiese de mí traición o maleficio. Debo decir que en los primeros tiempos la curiosidad que despertaban mi aventura y mi persona venía mezclada de sospecha y de rechazo, como si mi contacto con esa zona salvaje me hubiese dado una enfermedad contagiosa, y, por el hecho de haber sido sustraído durante tanto tiempo a la zona a la que esos hombres pertenecían, yo hubiese vuelto a ellos contaminado por lo exterior.
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