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Juan José Saer - El río sin orillas

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Juan José Saer El río sin orillas
  • Libro:
    El río sin orillas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1991
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La escritura de Juan José Saer ha sido reconocida por la crítica especializada - photo 1

La escritura de Juan José Saer ha sido reconocida por la crítica especializada como una de las más valiosas y renovadoras en el ámbito de la lengua española contemporánea. Para Saer, narrar, antes que nada, es delimitar un espacio y una voz. Con este libro vuelve al lugar donde sitúa su mundo narrativo: el litoral. En El río sin orillas, la historia y la cultura, el pasado y el presente se funden en la ajustada y vigorosa escritura de Saer, que organiza los hechos con un orden propio, que no es el del reportaje ni el del tratado ni el de la autobiografía, sino el que parece más cercano a sus afectos e inclinaciones artísticas: un híbrido sin género definido del que existe una rica tradición en la literatura argentina. El «personaje» central del libro es el Río de la Plata y sus «provincias linderas», y podemos agregar que en él no hay un solo hecho voluntariamente ficticio. Todo lo que se cuenta «entresacado de libros, de referencias orales y de experiencias personales» ha efectivamente acontecido, según las pobres reglas de que disponemos para determinar el suceder verídico de un acontecimiento. La mejor prosa de Saer es una ardua interrogación sobre lo real, la historia, la memoria y el lenguaje.

Juan José Saer El río sin orillas Tratado imaginario ePub r12 Titivillus - photo 2

Juan José Saer

El río sin orillas

Tratado imaginario

ePub r1.2

Titivillus 05.02.16

Juan José Saer, 1991

Editor digital: Titivillus

Corrección de erratas: bruno_bxp, el_buitre

ePub base r1.2

En el recuerdo de JOSÉ SAER Damasco 1905 - Santa Fe 1966 y de MARÍA ANOCH - photo 3

En el recuerdo de

JOSÉ SAER

(Damasco 1905 - Santa Fe 1966)

y de

MARÍA ANOCH

(Damasco 1908 - Santa Fe 1990)

JUAN JOSÉ SAER Serodino Santa Fe Argentina 28 de junio de 1937 - París - photo 4

JUAN JOSÉ SAER (Serodino, Santa Fe, Argentina, 28 de junio de 1937 - París, Francia, 11 de junio de 2005) fue un escritor argentino, considerado uno de los más importantes de la literatura contemporánea de su país y de la literatura en español. Su relevancia quedó reflejada en el hecho de que tres novelas suyas El entenado, La grande y Glosa figuren en la lista confeccionada en 2007 por 81 escritores y críticos latinoamericanos y españoles con los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25 años. Sus obras han sido traducidas al francés, inglés, alemán, italiano, portugués, holandés, sueco, griego y japonés.

Ignorado durante gran parte de su vida creadora, con un programa narrativo riguroso y solitario que lo hizo escribir de espaldas a fenómenos editoriales como el boom latinoamericano (al que desdeñó), la obra de Saer ha obtenido, a partir de los años ochenta sobre todo, el reconocimiento de la crítica especializada, tanto en Argentina como en Europa.

Junto con Juan Carlos Onetti, Saer es el escritor rioplatense que más evidencia la influencia de William Faulkner, especialmente en la recurrencia de un espacio ficcional (el condado de Yoknapatawpha en el caso de Faulkner; la ciudad de Santa Fe y la región del Litoral en el caso de Saer) y de un grupo de personajes (Carlos Tomatis, Ángel Leto, Washington Noriega, el Matemático, etc.). Asimismo, Saer toma del norteamericano la prosa trabajada, de oraciones largas, y el trabajo con los puntos de vista, combinándolo con detalladas descripciones de los espacios y la acción narrativa.

Notas

[1] En la estética de lo «real maravilloso» se ha perpetuado esa ilusión.

[2] Para el lector idiota —que puede ser también rioplatense—, hay que decir que las boleadoras, o bolas, eran un instrumento arrojadizo (que también podía usarse como maza), consistente en una, dos o tres bolas de piedra o, más tarde, de metal forradas de cuero, y atadas a la extremidad de una cuerda de un poco más de medio metro, hecha de cuero o de tendones o nervios animales, por medio de la cual los indios hacían girar las bolas por encima de la cabeza y la lanzaban a las patas traseras de la presa que perseguían. Las boleadoras de una sola bola eran llamadas bolas perdidas, porque, una vez lanzadas, no se recuperaban. Al uso arrojadizo de la boleadora se añadía el uso contundente, deteniendo con el primero la huida de la presa y dándole el golpe de gracia en la cabeza mediante el segundo. Al tan mentado puma de la Patagonia, cuya ferocidad es una leyenda, los tehuelches lo ultimaban de un golpe de boleadoras en la cabeza. El inconveniente del uso arrojadizo era que, cuando erraban el tiro, cosa que ocurría más a menudo de lo que los nacionalistas están dispuestos a aceptar, era dificultoso encontrar el arma entre los pajonales de la pampa, sobre todo porque en el tiempo que llevaba buscarla e incluso pararse a recogerla, la presa se escapaba con facilidad. En general los indios, sin detenerse, dejaban caer un objeto brillante o coloreado junto a las boleadoras con el fin de poder recuperarlas más tarde, y proseguían la caza. En estas regiones, el mazazo en la cabeza parece ser uno de los métodos más seguros de exterminio, porque Staden, en el siglo XVI, prisionero de los tupis en el sur del Brasil, cuenta que era así como se sacrificaba a los prisioneros destinados a una comida antropofágica, y no se operaba de otra manera con el ganado vacuno en los mataderos.

[3] José Luis Busaniche.

[4] Agustín Zapata Gaetán: «El caballo en la vida de Santa Fe».

[5] A 40 kilómetros de Serodino.

[6] El 21 de enero de 1793 tuvo lugar la decapitación de Luis XVI. Podríamos considerar una posible relación causal entre la ejecución del monarca y la tormenta eléctrica en el Río de la Plata, semejante a los disturbios meteorológicos que desencadenó la crucifixión de Cristo. Desde un punto de vista simbólico, es obvio que el deicidio y regicidio, en ciertas sociedades, perturban a tal punto el orden social, que esa perturbación alcanza también al orden natural. Pero algún pensador nacionalista (estos dos términos no siempre son contradictorios) podría observar que, en tanto que los trastornos meteorológicos causados por el deicidio ocurrieron en el lugar mismo del crimen, perjudicando a sus responsables, los 39 rayos del regicidio cayeron a 14 000 kilómetros de la Place de la Concorde, y que las 19 víctimas carbonizadas no habían ni siquiera deseado, o en todo caso ni instigado, la decapitación ni participado en ella, lo cual vendría a inaugurar, junto con la era burguesa, una distribución poco equitativa de la ira divina: los crímenes se cometen en la metrópoli, en tanto que las represalias, según una curiosa división del trabajo, se ejercen en el área colonial.

[7]Les écoles présocratiques, edición de Jean-Paul Dumont (París, 1991).

Y entrando en él, cuando se está hacia la mitad de su curso, se pierde de vista la playa, y no se ve otra cosa que cielo y agua a guisa de un vastísimo mar.

PADRE CAYETANO CATTANEO, 1729

Mon voyage dépeint vous sera d’un plaisir extrême. Je dirai: J’étais là; telle chose m’advint : vous y croirez être vous même.

LA FONTAINE

INVIERNO

La lectura de Tácito o de Suetonio nos horroriza, pero también nos consuela: si en Roma se cometían esos crímenes, ¿qué se puede esperar de las provincias remotas donde imperan, no el linaje de los Césares, sino la impunidad y la barbarie? Y aunque la noticia de las más grandes iniquidades no justifica ni absuelve las pequeñas, el consuelo nos viene de saber que esos rasgos sangrientos que creíamos propios de nuestra sociedad, propio de lo que ciertos tecnócratas han llamado el subdesarrollo, no son otra cosa que la herencia recibida de la civilización. Muchos argentinos lamentan la tradición de violencia que caracteriza a nuestra historia; pero, sin querer justificarla, sino por el contrario, tratando de mostrar algunos de sus detalles más significativos, no puedo menos que comprobar que, comparada con la historia de las grandes naciones «civilizadas» durante el siglo XX, nuestra brutalidad es, cuantitativamente al menos, deleznable. Ni para un solo suplicio, ni siquiera para la intención no materializada de infligirlo, pueden hallarse justificativos; pero como estamos, como diría Sófocles, en la triste situación de no saber a quién llorar primero, no quisiera que, horrorizándose por nuestra barbarie, algún lector europeo se complazca en su propia civilización, aunque es probable que la modicidad de nuestras masacres, a pesar de su constancia innegable, sea una prueba suplementaria de nuestra indigencia. Si nuestras guerras civiles no dejaron el saldo de 500 mil muertos como la Guerra de Secesión, era porque carecíamos del suficiente número de habitantes; si nunca tiramos ninguna bomba atómica sobre Hiroshima o Nagasaki, la razón no está en nuestro humanismo sino en nuestro déficit tecnológico; y si no desencadenamos, por brumosos motivos raciales y geopolíticos, la Segunda Guerra Mundial, es porque carecíamos de los medios militares para lograrlo, y porque nos convenía mucho más vender nuestros excedentes de trigo y de carne congelada a los beligerantes. (Por otra parte, nuestro ejército estaba tan infiltrado de elementos nazis, que se decía que si los alemanes ganaban la guerra, la Argentina sería anexada por teléfono).

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