Mutus Liber (Libro mudo de la Alquimia), libro “mudo” puesto que originalmente no contenía ni un solo texto aclaratorio, sino solamente una serie de 13 grabados (dos más añadidos posteriormente), sin inscripción alguna fuera del frontispicio. Publicado en Francia en 1677 por el editor Pierre Savouret, el autor queda oculto bajo el pseudo-nombre de Altus, cuya identidad, durante largo tiempo desconocida y especulada, se ha atribuido a Isaac Baulot, un boticario y estudioso en medicina de la ciudad francesa de La Rochelle.
Los quince emblemas parecen ilustrar paso a paso todas las etapas sucesivas de la Gran Obra hermética. Desde el punto de vista actual del historiador del arte, es importante este hecho pues demuestra cómo el Mutus Liber claramente concreta el resultado de una tendencia antes latente en la Alquimia, es decir, el considerar sus imágenes como idioma suficiente en sí mismo. A pesar de que ya existían otros libros de emblemas de contenido alquímico desde mediados del siglo XVI, el Libro Mudo es distinto —como todo libro de emblemas de cualquier índole— puesto que mantiene una taciturnidad casi completa; como un aviso a los alquimistas a guardar silencio, o simplemente mostrar dichos conocimientos mediante códigos emblemáticos.
Isaac Baulot
Mutus Liber
ePub r1.0
RLull 07.05.16
Título original: Mutus Liber, in quo tamen tota Philosophia Hermetica Figuris hierogliphicis depingitur, ter optimo, maximo Deo misericordi consecratus, solisque Filiis Artis dedicatus, Authore cuius nomen est Altus
Isaac Baulot, 1677
Traducción: Manuel Algora Corbí
Ilustraciones: Isaac Baulot
Editor digital: RLull
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Esta primera plancha es también la página de título, de la que el sujeto principal es el personaje profundamente dormido, que renueva, en ese último cuarto del siglo XVII, el sueño profético del patriarca Jacob, en tiempos del Génesis. Beatífico, nuestro héroe sonríe en su visión interior, a imitación del hijo de Isaac, la cabeza apoyada sobre la piedra que le sirve de almohada y de la que el dativo latino Rupellae (en la Rochelle), situado justo debajo del nudo que retiene las dos fuertes ramas de rosal, recuerda oportunamente que no se trata ahí de una piedra ordinaria.
Es preciso, ¡ay!, convenir de esto que, en el estado de vigilia, pese a toda apariencia, el hombre duerme de ordinario tan profundamente, que las estridencias de todas las trompetas de los ángeles del cielo no bastarían para despertarle a la visión exacta de las cosas de la tierra. Desde otro punto de vista, en el dominio operativo, no es menos cierto que el sujeto del Arte, nuestro mineral elegido, está sumido también en la modorra muy cercana a la muerte, y debe sufrir un violento choque de ondas, del cual suministran perfectamente la expresión simbólica el grito, el clamor, el sonido agudo de los instrumentos de metal.
Es evidente que Pierre Dujols tiene razón cuando advierte que esta imagen no se encuentra en su lugar. Varias, entre las siguientes, deberían precederla, hasta la octava, con la que se relaciona directamente y a la que precede por tanto en su alegoría de la fase intermedia, donde Neptuno protege al sol y a la luna en su infancia, con vistas a aproximarlos para la unión generatriz del mercurio filosófico. Es ineluctable ley natural que la generación se realiza por completo en el seno de las aguas, en un lugar totalmente cerrado y obscuro.
En obstetricia, ¿no se dice simplemente las aguas para designar los líquidos en los que el feto humano está en inmersión? Michael Maier no vacila en mostrarnos, sobre su emblema XXXIV, la copulación de sol y de la luna de los sabios en el agua pura de una caverna, añadiendo, con respecto al bebé filosofal, que es concebido en los baños —in balneis concipitur.
El tercer grabado proporciona el detalle y el complemento del que acabamos de ver. Esta vez es circular y presenta sus campos concéntricos sobre la inmensidad bullente de las ondas —por Manget uniformemente convertidas en nubes— entre el sol y la luna, bajo la poderosa égida de Júpiter, instalado sobre su Águila cuya cabeza moñuda parece ser la del Fénix. El soberano de los dioses se sienta en lo más alto, en el seno del Empíreo que el médico de Ginebra identificó con las sombras cimerias, en él a mitad de página, al nivel de los dos astros que alumbran la tierra cada uno a su turno.
Sobre los dos grandes luminares del cielo, sobre sus virtudes inapreciables, concurrentes a la existencia sana sobre la tierra, Alexander Sethon, llamado el Cosmopolita, vitupera la inconcebible debilidad de los hombres que, en su mayor parte, pasan de la inatención adquirida por el hábito, al olvido lentamente instalado en la sujeción:
En esta santa y muy verdadera ciencia, se encuentra en las tinieblas nocturnas aquél para quien no luce el sol; está en la obscuridad espesa aquél para quien, de noche, no aparece la luna.
La cuarta estampa desvela, positivamente, uno de los más grandes arcanos de la obra física.
El influjo cósmico, en abanico inmenso de franjas rectas, alternativamente rayadas y salpicadas, cae, desde el centro del cielo, de un punto que se sitúa entre el sol y la luna.
No hay autor que haya indicado tan sinceramente el agente principal del movimiento y de las transformaciones, tanto en la superficie como en el centro de la tierra. Es precisamente la intervención de este agente cósmico, quien diferencia a la alquimia de la química, orgullosamente empírica y paralela. El secreto se muestra hasta el punto importante, que Magophon hizo sin duda un esfuerzo muy grande contra sí mismo para disimularlo cuando acabó de escribir estas pocas líneas, sin embargo muy significativas: