Isaiah Berlin - El erizo y la zorra
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- Libro:El erizo y la zorra
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1953
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El erizo y la zorra: resumen, descripción y anotación
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El 1 de noviembre de 1865, en plena tarea de redactar La guerra y la paz, Tolstoi anotó en su diario: «Estoy leyendo a Maistre» y, el 7 de septiembre 1866, le escribió al editor Barténev, que se desempeñaba como una suerte de asistente general suyo, pidiéndole que le mandara el «Archivo Maistre», es decir, sus cartas y notas. Hay muchas razones para que Tolstoi conociera a ese autor, ahora bastante poco leído. El conde Joseph de Maistre era un saboyano monárquico, que se hizo un nombre escribiendo panfletos contrarrevolucionarios durante los últimos años del siglo XVIII. Aunque en general se lo considera un escritor católico ortodoxo reaccionario, pilar de la Restauración borbónica, defensor del statu quo prerrevolucionario —y sobre todo de la autoridad papal— era bastante más que eso. Sostenía con denuedo puntos de vista insólitos y misantrópicos a propósito de la naturaleza de individuos y sociedades. Escribió con áspera e irónica violencia acerca de la incurable condición salvaje y perversa del hombre, la inevitabilidad de las matanzas perpetuas, el origen divino de las guerras y el papel abrumador que juega en los asuntos humanos la pasión por la autoinmolación que, más que la sociabilidad normal o los acuerdos artificiales, crea por igual ejércitos y sociedades civiles. Enfatiza la necesidad de la autoridad absoluta y el castigo y la represión continua si se pretende que sobrevivan la civilización y el orden. Tanto por el contenido como por el tono de sus escritos está más cerca de Nietzsche, D'Annunzio y los heraldos del fascismo moderno que de los respetables monárquicos de su tiempo. En su momento conmovió lo mismo a los legitimistas que a los partidarios de Napoleón. Su amo, el rey de Saboya —entonces exiliado, víctima de Napoleón y muy pronto obligado a trasladarse a Cerdeña—, lo envió como representante semioficial a la corte de San Petersburgo. Maistre, dueño de considerable encanto social y de un agudo sentido de! ambiente, causó gran impresión en la sociedad de la capital rusa por su condición de cortesano culto, además de ingenioso y hábil observador político. Se quedó en San Petersburgo desde 1803 hasta 1817. Sus cartas y despachos diplomáticos —proféticos, con frecuencia asombrosamente penetrantes y siempre redactados con exquisito esmero—, así como su correspondencia privada y diversas notas desperdigadas a propósito de Rusia y sus habitantes, que envió a su gobierno, amigos y consejeros entre la nobleza rusa, constituyen una fuente de información única y valiosa sobre la vida y las opiniones de los círculos dominantes en el Imperio Ruso, durante y después del periodo napoleónico.
Murió en 1821. Es autor de varios ensayos teológico-políticos, pero sus obras, en especial las muy celebradas Soirées de Saint-Pétersbourg —que, en forma de diálogos platónicos, se refieren a la naturaleza y las leyes del gobierno humano, además de a otros problemas políticos y filosóficos—, así como su Correspondance diplomatique y sus cartas, sólo fueron editadas definitiva e íntegramente por su hijo Rodolphe y otros en la década de 1850 y principios de la siguiente. Como es natural su manifiesto odio por Austria, su antibonapartismo y la creciente importancia adquirida por el reino de Piamonte antes y después de la guerra de Crimea incrementaron en esas fechas el interés por su personalidad y su pensamiento. Empezaron a aparecer libros sobre él que, en buena medida, avivaron la discusión en los círculos históricos y literarios rusos. Tolstoi tenía las Soirées, la correspondencia diplomática y las cartas. Además se encontraron ejemplares de sus obras en la biblioteca de Iasnaia Poliana. De cualquier modo está muy claro que Tolstoi usó todo ese material con generosidad en La guerra y la paz. Parte de la atmósfera de esas memorias se trasluce en el retrato de ilustres émigrés, en el salón de Anna Pavlovna Scherer, con el cual empieza La guerra y la paz. Hay además ecos de otras referencias a lo que era por esas fechas la distinguida sociedad de San Petersburgo. Tales ecos y paralelismos han sido registrados con meticulosidad por los estudiosos de Tolstoi y no dejan ningún margen de duda en cuanto a la cantidad de material que el escritor ruso tomó de otros.
Entre esos paralelismos hay similitudes de más envergadura. Maistre cuenta que la legendaria victoria de los Horacios sobre los Curiácios —como todas las victorias en general— se debió al intangible factor moral; Tolstoi dice lo mismo de la tremenda importancia de esa incógnita variable para determinar el desenlace de las batallas: el intangible «espíritu» de las tropas y sus comandantes. El énfasis sobre lo imponderable e incalculable es parte integral del irracionalismo general de Maistre. Con más claridad y rotundidad que nadie antes de él, Maistre sostiene que el intelecto humano no es sino un instrumento endeble cuando se enfrenta al poder de las fuerzas naturales; que la explicación racional de la conducta humana casi nunca explica nada. Mantiene que sólo lo irracional es capaz de persistir y prevalecer, precisamente porque ignora la explicación y no puede, en consecuencia, estar minado por las actividades críticas del razonamiento. Y ofrece ejemplos de instituciones tan irracionales como la monarquía hereditaria y el matrimonio, que han sobrevivido a lo largo de generaciones, mientras instituciones tan racionales como la monarquía electiva o las relaciones personales «libres» se desmoronan de pronto, sin razón aparente alguna, cada vez que se ha intentado establecerlas. Maistre concebía la vida como una batalla feroz en todos los niveles, entre plantas y animales no menos que entre individuos y naciones. Una batalla en la cual es imposible ganar lo que se espera, originada en algún afán, primordial, misterioso y sanguinario de anhelada auto inmolación, impuesto por Dios. Ese instinto es mucho más poderoso que los débiles esfuerzos de hombres racionales, que tratan de lograr paz y felicidad —que, en todo caso, no es el deseo más profundo del corazón humano sino sólo su caricatura—, planificando la vida de la sociedad sin tener en cuenta la violencia de las fuerzas que, antes o después, echan inevitablemente abajo las enclenques estructuras como si fueran otros tantos castillos de naipes. Para Maistre el campo de batalla era la representación de la vida en todos sus aspectos y se burlaba de los generales que creían controlar de verdad los movimientos de sus tropas y dirigir el curso de la batalla. Sostenía que, en pleno fragor de la batalla, nadie puede siquiera intentar decir lo que está sucediendo:
En el mundo se habla mucho de batallas sin saber qué es eso; se tiende demasiado a concebirlas como puntos, cuando en verdad cubren dos o tres leguas. Se os pregunta con toda seriedad «¿cómo no sabe lo que ha sucedido en tal combate si ha estado usted allí», cuando con harta frecuencia se podría decir precisamente lo contrario. ¿Sabe el que está a la derecha lo que ocurre a la izquierda? ¿Sabe siquiera lo que sucede a dos pasos de él? Fácilmente me imagino una de esas escenas espantosas: en un vasto terreno cubierto de todos los pertrechos para la carnicería y que parece sacudirse al paso de los hombres y los caballos, en medio del fuego y de los torbellinos de humo, aturdido, traspuesto por el estruendo de las armas de fuego y los instrumentos militares, por las voces de mando que aúllan o se apagan, rodeado de muertos, de moribundos y de cadáveres mutilados, dominado sucesivamente por el miedo, la esperanza, la cólera, por cinco o seis distintas embriagueces, ¿en qué se convierte el hombre?, ¿qué es lo que ve?, ¿ qué sabe al cabo de unas horas?, ¿qué poder tiene sobre sí mismo y sobre los demás? En la multitud de guerreros que han combatido todo el día no haya menudo uno sólo, ni siquiera el general, que sepa dónde está el vencedor. Podría citaros batallas modernas, batallas famosas cuya memoria jamás se extinguirá, batallas que han cambiado la faz de las cosas en Europa, y que sólo fueron batallas perdidas porque así lo creyó tal o cual hombre; de manera que, suponiendo iguales todas las circunstancias y sin una sola gota más de sangre derramada, otro general habría hecho cantar el
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