Isaiah Berlin - Pensadores rusos
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- Libro:Pensadores rusos
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1978
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Pensadores rusos: resumen, descripción y anotación
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Pensadores rusos — leer online gratis el libro completo
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Como ilustración de la atmósfera política que reinaba en Rusia en los decenios de 1870 y 1880, sobre todo en relación con la creciente oleada de terrorismo político, puede tener interés el siguiente relato de una conversación de Dostoievski con su editor A. S. Suvorin. Tanto Suvorin como Dostoievski eran leales partidarios de la autocracia, y los liberales los consideraban, no sin razón, como irredimibles reaccionarios. La publicación de Suvorin, Tiempos Nuevos ( Novoe vremya ), era la revista mejor editada y más poderosa de la extrema derecha que se publicaba en Rusia a fines del siglo XIX y principios del XX. La posición política de Suvorin da un sentido particular a esta entrada en su diario.
El día del atentado en Mlodetsk contra Loris Melikov, estuve con F. M. Dostoievsky.
Vivía en un apartamiento minúsculo y destartalado. Lo encontré ante una mesita de la sala, enrollando cigarrillos; su rostro era como el de alguien que acaba de salir de un baño ruso, de un compartimiento en que hubiese estado metido en el vapor… Probablemente no logré disimular mi sorpresa, porque me echó una mirada y, después de saludarme, dijo:
—Acabo de sufrir un ataque. Me alegro mucho de verlo.
Y siguió enrollando sus cigarrillos.
Ni él ni yo sabíamos nada del atentado, pero nuestra conversación pronto se centró en los crímenes políticos en general, y en una [reciente] explosión en el Palacio de Invierno en particular. Al hablar de eso, Dostoievski comentó la extraña actitud del público ante aquellos crímenes. La sociedad parecía simpatizar con sus autores o, mejor dicho, no saber cómo tomarlos.
—Imagine —me dijo—, que usted y yo nos hallamos ante la tienda de Datsiaro, contemplando los cuadros. Cerca de nosotros hay otro hombre, mirándolos también. Parece aguardar a alguien, y no deja de dar vueltas. De pronto, otro individuo se le acerca de prisa y le dice:
—El Palacio de Invierno hará explosión muy pronto. Acabo de poner la bomba.
Nosotros lo oímos. Tiene usted que imaginar que los oímos, que esos hombres están tan alterados que no se fijan en quienes los rodean ni hasta dónde llegan sus voces. ¿Qué debemos hacer? ¿Ir al Palacio de Invierno y advertir de la explosión, ir a la policía, o hacer que el gendarme de la esquina detenga a aquellos hombres? ¿Haría usted eso?
—No, no lo haría.
—Yo tampoco, ¿por qué no? Después de todo es horrible, es un crimen. Debiéramos evitarlo. Esto es lo que estaba pensando cuando usted llegó, mientras enrollaba mis cigarrillos. He repasado todas las razones que podían hacerme obrar así. Hay razones sólidas, de peso. Luego, consideré las razones que me habrían impedido hacerlo. Son absolutamente triviales: simple miedo de que me tomaran por un delator. Me imagino cómo llegaría, las miradas que me echarían, cómo sería interrogado, quizás careado con alguien más; me ofrecerían una recompensa o, quizás, sospecharían que era cómplice. Los periódicos dirían: «Dostoievski identificó a los criminales». ¿Es eso asunto mío? Eso les toca a los policías. Eso es lo que hacen, y por eso les pagan. Los liberales no me lo perdonarían nunca. Me atormentarían, me llevarían a la desesperación. ¿Es esto normal? Todo es anormal en nuestra sociedad; así es como ocurren estas cosas y, cuando ocurren, nadie sabe qué hacer… no solo en las situaciones más difíciles sino aun en las más sencillas. Debiera yo escribir algo acerca de esto. Podría decir mucho que sería bueno y a la vez malo para la sociedad y para el gobierno; pero no puedo hacerlo. Acerca de las cosas más importantes, no se nos permite hablar.
Habló extensamente sobre el tema, con sentimiento e inspiración. Añadió que escribiría una novela, cuyo héroe sería Aliocha Karamozov. Le haría pasar por un monasterio y luego le haría revolucionario, cometería un asesinato político, y sería ejecutado. Buscaría la verdad y, en el curso de su búsqueda, muy naturalmente se volvería revolucionario….
La extraña combinación del cerebro
de un químico inglés con el alma de
un budista hindú.
E. M. DE VOGÜÉ.
I
Entre los fragmentos del poeta griego Arquíloco hay un verso que dice: «El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una gran cosa». Los estudiosos han diferido acerca de la interpretación de estas oscuras palabras, que acaso no signifiquen más que el zorro, con toda su astucia, es derrotado por la defensa única del erizo. Pero también puede darse a las palabras un sentido figurado, en que establecen una de las diferencias más profundas que dividen a los escritores y pensadores y, posiblemente, a los seres humanos en general. Y es que existe una enorme brecha entre aquellos que, por un lado, lo relacionan todo a una sola visión central, un sistema más o menos coherente o expresado, de acuerdo con el cual comprenden, piensan y sienten; un solo principio organizador, en función del cual cobra significado todo lo que ellos son y dicen; y, por la otra parte, aquellos que persiguen muchos fines, a menudo no relacionados y aun contradictorios, conectados, si acaso, de algún modo de facto, por alguna causa psicológica o fisiológica, no vinculados por algún principio moral o estético; estos últimos llevan vidas, efectúan acciones y sostienen ideas que son centrífugas, no centrípetas; sus pensamientos son esparcidos o difusos, pasan de un nivel a otro y captan la esencia de una gran variedad de experiencias y de objetos por lo que son en sí mismos, sin intentar, consciente o inconscientemente, hacerles embonar o excluirlos de alguna visión interna unitaria, invariable, omnipresente, a veces contradictoria e incompleta, a veces fanática. El primer tipo de personalidad intelectual y artística es el de los erizos, el segundo el de los zorros, y sin insistir en una clasificación rígida podemos decir, sin gran temor de contradicción, que en este sentido Dante pertenece a la primera categoría, y Shakespeare a la segunda; Platón, Lucrecio, Pascal, Hegel, Dostoievski, Nietzsche, Ibsen y Proust son erizos, en varios grados; Herodoto, Aristóteles, Montaigne, Erasmo, Moliere, Goethe, Pushkin, Balzac y Joyce son zorros.
Desde luego, como todas las clasificaciones hipersencillas de esta clase, si se exagera la dicotomía se vuelve artificial, académica y, finalmente, absurda. Pero si no es una ayuda a la crítica seria, tampoco se la debe rechazar como simplemente superficial o frívola; cual todas las distinciones que envuelven cierto grado de verdad, ofrece una atalaya desde la cual observar y comparar, y un punto de partida a la investigación verdadera. Así, no tenemos duda respecto a la violencia del contraste entre Pushkin y Dostoievski; y el célebre discurso de Dostoievski acerca de Pushkin, con toda su elocuencia y profundidad de pensamiento, raras veces habrá sido considerado por un lector perspicaz como un rayo de luz sobre el genio de Pushkin sino, antes bien, sobre el genio del propio Dostoievski, precisamente porque, de modo un tanto perverso, representa a Pushkin —un archizorro, el más grande del siglo XIX— como si fuera similar a Dostoievski, quien es indudablemente un erizo, y así transforma (de hecho deforma) a Pushkin en un dedicado profeta, portador de un solo mensaje universal, que en realidad era el centro del universo del propio Dostoievski, pero sumamente alejado de las muchas y variadas provincias del proteico genio de Pushkin. En rigor, no sería absurdo decir que toda la literatura rusa queda entre estas dos gigantescas figuras: en un polo Pushkin, en el otro Dostoievski, y que las características de otros escritores rusos hasta cierto punto pueden ser determinadas (por los que encuentren útil o agradable plantear ese tipo de problemas) en relación con estos grandes polos opuestos. Preguntar de Gogol, Turgueniev, Chéjov o Block en qué relación se encuentran con Pushkin y con Dostoievski conducirá —o por lo menos ya ha conducido— a una crítica fructífera y reveladora. Pero cuando llegamos al conde Lev Nikolaevich Tolstoi y planteamos la cuestión con respecto a él, si preguntamos si pertenece a la primera o a la segunda categoría, si es un monista o un pluralista, si su visión es de uno o de muchos, si es de una sola sustancia o es un compuesto de elementos heterogéneos, no encontramos una respuesta clara o inmediata. Por alguna razón, la pregunta no parece apropiada; parece engendrar más oscuridad de la que disipa. Y sin embargo, no es falta de información la que nos hace detenernos: Tolstoi nos ha contado más acerca de sí mismo y de sus opiniones y actitudes que ningún otro escritor ruso, casi más que ningún otro escritor europeo; y su arte no puede ser llamado oscuro en ningún sentido normal; su universo no contiene rincones sombríos, sus relatos están iluminados por la luz del día; los ha explicado y se ha explicado a sí mismo, se ha extendido acerca de ellos y de los métodos con que los ha construido, más detalladamente y con mayor fuerza, lucidez y penetración que ningún otro escritor. ¿Es un erizo o un zorro? ¿Qué debemos decir? ¿Por qué es la respuesta tan difícil de encontrar? ¿Se parece a Shakespeare o a Pushkin más que a Dante o a Dostoievski? ¿O es totalmente distinto de unos y otros, y por tanto la pregunta, por absurda, no tiene respuesta? ¿Cuál es el obstáculo misterioso con que tropieza nuestra investigación?
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