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Isaiah Berlin - Vico y Herder

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Isaiah Berlin Vico y Herder
  • Libro:
    Vico y Herder
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1960
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Vico y Herder: resumen, descripción y anotación

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Herder y la Ilustración

Vivimos en un mundo que nosotros mismos hemos creado.

I

La fama de Herder se debe a que es el padre de las ideas, estrechamente relacionadas entre sí, de nacionalismo, historicismo y Volksgeist, y a que es uno de los representantes de la revuelta romántica contra el clasicismo, el racionalismo y la fe en la omnipotencia del método científico; en definitiva, a que es el mejor adversario de los philosophes franceses y sus discípulos alemanes. Mientras estos —o, al menos, los más conocidos de ellos: D'Alambert, Helvétius, Holbach y, con ciertas reservas, Voltaire y Diderot, Wolff y Reimarus— creían que la realidad estaba ordenada en términos de leyes universales, eternas, objetivas e inalterables que podrían ser descubiertas por la investigación racional, Herder mantuvo que cada actividad, situación, período histórico o civilización poseía un carácter único; por tanto, el intento de reducir tales fenómenos a combinaciones de elementos uniformes, y describirlos o analizarlos en función de modelos universales, tendería a borrar esas diferencias significativas que constituyen el carácter específico del objeto sometido a estudio, sea de la naturaleza o de la historia. Frente a las ideas de leyes universales, principios absolutos, verdades últimas, modelos eternos y patrones en ética o estética, física o matemáticas, opuso una radical distinción entre el método propio de la investigación de la naturaleza física y el método que exige el cambio y desarrollo del espíritu humano.

Fue reconocido por haber infundido nueva vida a la idea de modelos sociales y de desarrollo social, por la importancia trascendental que tiene el haber considerado tanto los factores cualitativos como los cuantitativos —lo inaprensible y lo imponderable que niegan o ignoran los conceptos de la ciencia natural—. Preocupado por los misterios del proceso creativo, sea individual o de grupo, emprendió —por decirlo de alguna manera— un ataque general al racionalismo, con su tendencia a generalizar, a abstraer, a asimilar lo diferente, a unificar lo diverso y, fundamentalmente, con su declarado propósito de crear un corpus sistemático de conocimiento que, en principio, sería capaz de dar respuestas a todas las cuestiones inteligibles: la idea de una ciencia unificada de todo lo que existe. Durante el transcurso de esta propaganda contra el racionalismo, contra el método científico y contra la autoridad universal de las leyes inteligibles, obtuvo reconocimiento por haber estimulado el desarrollo del particularismo, del nacionalismo y de la literatura, del irracionalismo religioso y político, y, sobre todo, por haber tenido un gran papel en la transformación del pensamiento y la acción humanos de la siguiente generación.

Este punto de vista, que puede ser encontrado en las mejores monografías sobre el pensamiento de Herder, es, en general, verdadero; pero se trata de una visión simplista del asunto. Sus ideas tuvieron un efecto profundo y revolucionario en el pensamiento y en la práctica posterior. Ha sido reconocido por algunos como el defensor de la fe frente a la razón, de la imaginación histórica y poética frente a la aplicación mecanicista de reglas, de las intuiciones frente a la lógica, de la vida frente a la muerte; otros, lo han incluido en el grupo de pensadores confusos, retrógrados e irracionalistas, que habían malinterpretado lo que aprendieron de la Ilustración, y habían alimentado el sueño del chovinismo y oscurantismo alemán; incluso otros han creído encontrar cierta relación entre él y Comte, o Darwin, Wagner, o sociólogos modernos.

No persigo con este estudio pronunciarme expresamente acerca de esas cuestiones, aunque me inclino a pensar que con frecuencia ha sido seriamente desestimada su familiaridad con las ciencias naturales de la época y su fidelidad a ellas. Estaba fascinado e influenciado, no menos que Goethe, por los hallazgos de las ciencias; y como él, pensaba que las inferencias generales falsas solían ser echadas abajo por las propias ciencias. Herder fue toda su vida un agudo e implacable crítico de los Enciclopedistas, pero aceptó, de hecho aclamó, las teorías científicas en las que se sustentaban sus doctrinas sociales y éticas: simplemente pensaba que no podían seguirse aquellas conclusiones de las leyes de la física o de la biología recientemente establecidas, ya que se contradecían plenamente con lo que cualquier observador sensible, desde los comienzos de la autoconciencia social, sabía que era verdad respecto de la experiencia y de la actividad humanas.

Comenzaremos reconociendo las deudas más obvias de Herder con respecto a otros filósofos; la batalla entre la literatura historicista y el neoclasicismo de París y sus seguidores alemanes estaba muy avivada en la juventud de Herder. Ello podría, quizás, ser suficiente para explicar el sorprendente parecido entre las ideas de Vico y las de Herder, y nos permitiría dejar a un lado la larga y arriesgada búsqueda de una relación más directa. En cualquier caso, la idea de patrones culturales ya estaba lejos de resultar novedosa por esa época, tal y como con el irónico título de su primera filosofía de la historia, Otra filosofía de la historia, Herder había querido subrayar. Una visión en ese sentido ya había sido ofrecida de hecho, si bien en términos generales, por su mayor enemigo, Voltaire, en el famoso Essai sur les moeurs, y en otros lugares.

Así también, la idea de que la diversidad de civilizaciones está en gran parte determinada por diferencias en los factores físicos y geográficos —conocidos bajo el rótulo general de «climas»— se había convertido en un tópico a partir de Montesquieu. Y, con anterioridad a Montesquieu, se pueden encontrar argumentaciones de ese tipo en Bodin, Saint-Evremont y el abad Dubos y sus continuadores.

Por lo que atañe a los peligros de la arrogancia cultural —la tendencia a juzgar las sociedades antiguas en términos de valores modernos—, se trata de una cuestión que se había convertido en un asunto central para Lessing, contemporáneo de Herder, si bien más viejo que él (aunque pudo perfectamente estar influenciado por él). Nadie había escrito tan mordazmente como Voltaire contra el hábito europeo de menospreciar las civilizaciones remotas al considerarlas inferiores; civilizaciones como la China, que había ensalzado con el fin de poner de relieve la actitud de ridícula vanidad, exclusivismo y fanatismo de los «bárbaros» judeo-cristianos que no habían sido capaces de reconocer valor alguno que no fueran los propios. El hecho de que Herder eligiera al mismo Voltaire como centro de sus ataques y le acusara de haber mantenido un claro punto de vista dix-huitième y parisino, no modifica el hecho de que fuera el patriarca de los primeros movimientos de la oposición radical al europocentrismo. Voltaire había alabado al antiguo Egipto y Winckelmann a los griegos; Boulainvilliers había hablado de la superioridad de las naciones nórdicas, y también en esta misma línea había presentado Mallet su historia de Dinamarca; Beat Ludwig von Muralt en sus Letters on the English and the French había trazado, ya en 1775, un contraste entre el espíritu independiente de los suizos e ingleses —en particular de los escritores ingleses— y el convencional amaneramiento de los franceses; Hurd Millar, y más tarde Justus Möser, alabaron los logros de la Europa medieval por los mismos años en que Voltaire y la Enciclopédie marginaban despectivamente a la Edad Oscura. Fueron, ciertamente, una minoría; y si bien los elogios de Justus Möser a la libertad con que vivían los sajones antes de que fueran brutalmente civilizados por Carlomagno, pudieron de alguna manera deberse al influjo de Herder, en cualquier caso no fueron hechos por él.

Se hizo un nuevo hincapié en las diferencias culturales y en las protestas contra la autoridad de las leyes y de las pautas generales y eternas. La notoria carencia de sentido histórico que llevó a que Racine y Corneille representaran los personajes clásicos o exóticos con ropas y modelos propios de los cortesanos de Luis XIV, fue comentado con adversidad por Dubos, y satirizado de forma más radical por Saint-Evremont. En el extremo de esta actitud, los pietistas alemanes Arnold y Zinzendorf, entre otros, cargaron enormemente el acento sobre la tesis de que cada religión tenía su propia visión singular y única; y Arnold, apoyándose en esta creencia, lanzó un atrevido y apasionado alegato en favor de la tolerancia de las desviaciones respecto de la ortodoxia luterana, e incluso de las herejías y de la ausencia de creencias.

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