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Jean Améry - Levantar la mano sobre uno mismo

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Jean Améry Levantar la mano sobre uno mismo
  • Libro:
    Levantar la mano sobre uno mismo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1976
  • Índice:
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Luz

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I. EL MOMENTO PREVIO AL SALTO

E s como si, para llegar a la luz, uno empujase con fuerza una puerta de madera muy pesada cuyas bisagras chirriasen y que ofreciese una fuerte resistencia a la presión. Uno emplea toda su fuerza, atraviesa el umbral, espera la luz tras la penumbra gris en la que estaba, y sin embargo tan sólo halla una oscuridad impenetrable que lo rodea. Trastornado y con temor, uno palpa alrededor suyo. Percibe que hay objetos aquí y allá, pero no puede identificarlos. Muy lentamente, el ojo acaba por acostumbrarse a la oscuridad. Aparecen contornos inciertos, las manos aprenden. Ahora uno se sabe en aquel espacio que, en su hermoso libro El Dios cruel, A. Álvarez ha llamado el «mundo cerrado del suicidio». ¿Del suicidio? No me gusta la palabra, y en su momento expondré el porqué. Prefiero hablar de muerte voluntaria, incluso siendo consciente de que a veces, a menudo, el acto se consuma bajo un estado de presión angustiosa. Pero como forma de muerte, incluso sometida a tales presiones, la muerte voluntaria constituye un acto libre: no me corroe ningún carcinoma, no me abate ningún infarto, ninguna crisis de uremia me quita el aliento, soy Yo quien levanta la mano sobre mí mismo, quien muere tras la ingestión de barbitúricos, «de la mano a la boca». Tan sólo por una cuestión de principios debemos fijar inicialmente la terminología; al hilo del discurso, uno se abandonará probablemente a la indolencia del lenguaje coloquial y hablará en ocasiones también de «autoasesinato», y seguro que hablará de suicidio. Sui cadere, darse muerte uno mismo. Es curioso cómo las formas latinizadas absorben siempre la realidad de las cosas. Se ofrecen, son cómodas; así pues, las utilizaré para simplificar cuando la realidad que tenga a la vista sea lo suficientemente manifiesta. La muerte voluntaria se convierte, pues, en suicidio; la persona que se extingue a sí misma, en suicidante, suicidario será aquel que lleva en sí el proyecto de muerte voluntaria, tanto si se lo plantea seriamente como si tan sólo está jugando con la idea.

Pero aún no hemos llegado tan lejos. Sólo acabamos de abrir con gran esfuerzo la puerta, acabamos de instalarnos a medias en una oscuridad que nunca podrá ser iluminada por completo, el porqué de ello ya se expondrá. ¿Pero, es que no se han instalado ya en todas partes antorchas luminosas? ¿Acaso no está ahí la psicología para ayudamos? ¿La sociología para orientarnos? ¿No existe ya desde hace tiempo una rama de la investigación que se llama suicidología a la que, por cierto, hay que agradecer importantes trabajos científicos? Por supuesto que sí. Y no me son desconocidos; he estudiado a fondo algunos de esos trabajos. He aprendido algunas cosas de aquellos aplicados compendios: cómo, dónde, por qué se eliminan a sí mismos seres humanos, qué edades son las más amenazadas, en qué países son más numerosas las muertes voluntarias, y en cuáles menos. Por cierto, las estadísticas se contradicen a menudo, lo que brinda a los suicidólogos una gran ocasión para disputas eruditas. Algo más que también aprendí: conceptos. Suicidio, cortocircuitos. Muy preciso. O bien: crisis de narcisismo. Tampoco está mal. O bien: acto de venganza. «Je me tue parce que vous ne m’avez pas aimé… Je laisserai sur vous una tache indélébile», así lo formuló el poeta Drieu la Rochelle, que finalmente se quitó la vida, pero no por una amada que no le hacía caso, sino por miedo a la venganza de la Resistencia.

Qué sencillo es todo, no hay más que seguir atentamente la bibliografía especializada para saber… ¿Qué? Nada. Allí donde el suicidio se observa como un hecho objetivo, como si se tratase de galaxias o partículas elementales, el observador se aleja tanto más de la muerte voluntaria cuantos más datos y hechos recoge. Sus categorías, al servicio de la ciencia, quizás incluso terapeúticamente útiles —sólo que… ¿qué quiere decir aquí terapia?—, son vehículos de aceleración lineal que lo arrancan del círculo mágico de la atracción por el «mundo cerrado» hasta que la distancia es ya sólo mesurable en años luz.

El suicidólogo francés Pierre Moron cita en su instructivo librito Le suicide el trabajo de un colega en el que se expone: «En un estudio sobre el comportamiento suicidario, que per definitionem sólo empieza con el propio gesto, hay que excluir la idea del suicidio, simple representación mental del acto. Considerándola, sin embargo, como virtualidad de acto, se pueden encontrar en dicha idea los mismos impulsos instintivos y afectivos que en el propio acto: el propósito de darse la muerte». A esto lo llamo yo pensar con agudeza, a este hombre no se le puede escapar nada. Representémonos ahora a Otto Weininger, a sus veintitrés años: mira fijamente delante de sí y en su mente agitada hasta el deseo de darse la muerte sólo se le aparece una y otra vez la mujer que desprecia, sin que pueda dominar el apasionado deseo que siente por ella; no ve más que al judío, el más bajo e infame de todos los seres, el judío que es él mismo. Quizás tenía la impresión de estar en una habitación angosta cuyas paredes se fuesen estrechando. Su cabeza aumentaba progresivamente, como el globo que uno hincha, y al mismo tiempo se volvía más delgada. La cabeza acaba golpeando contra las cuatro paredes que se acercan inexorablemente. Todo contacto duele y resuena como un golpe de timbal. Finalmente, el cráneo de Weininger, proyectado en todas direcciones, bate un redoble enloquecido contra las paredes, hasta que… Hasta que se hace pedazos o «atraviesa el muro», como dicen los que están fuera de la habitación y le observan. A él esto ya no le afecta. Y aún menos le hubiera podido afectar lo que dice el versado ciudadano francés. Weininger no sabía nada de un «comportamiento suicidario». Él solamente oía y veía —diría yo, especulando, lo reconozco, pero con toda la fuerza de un corazón apasionado— en sucesión ininterrumpida: «mujer, judío, yo, acabemos ya con todo». ¿Estamos empezando ya a aclararnos en la oscuridad en la que habíamos penetrado? Creo que sí, puesto que ya hemos renunciado a diseccionar el llamado «comportamiento suicidario» como lo hace el médico forense con un trozo de tejido muerto, ya estamos en el camino que no aleja, sino que acerca a la persona que se autoaniquila. Nos lo agradecerá sin alegría, si el azar ha permitido que sobreviva. Y si no nos lo agradece, eso no significa obligatoriamente que estemos equivocados, más bien puede haber sucedido que el amigo X, que sobrevivió, se hubiera abandonado a sí mismo, hubiera sido llamado de retorno y se hubiera sometido, avergonzado, a la lógica de la vida de cuyo armazón ya había escapado.

Un cultivado y sano sentido común, que por cierto nunca alcanza a ver más allá de sí mismo, nos hará inmediatamente la siguiente objeción: ¿Weininger? ¿Por qué ponerle justamente a él como ejemplo? ¿No se da excesiva importancia en este caso, quizás, a la arrogancia intelectual? Hay formas psicológicamente muy diversas de «comportamiento suicidario», determinadas por causas múltiples, difíciles de desentrañar, y a las que sólo el experto en auto-agresión, en conflicto edípico, en social isolation, en neurosis narcisista, disposición epiléptica, teatralismo histérico…, tiene derecho a tratar; es decir, aquel que está provisto de un instrumental psicosociológico. ¿Por qué evocar ya de entrada a un mito en la historia de las ideas, por qué presentar de manera simplista y metafórica a Weininger, el judío que se odia a sí mismo, y su acción? Lo sé. Rindamos los honores merecidos, la ciencia me inspira tanto respeto que nunca me atrevería… Respeto, sí, pero también un poco de desprecio. Sigamos. Hay tantas formas, maneras, ideas diversas sobre la muerte voluntaria que uno no cree que pueda decir otra cosa que: se parecen tan sólo en el hecho de que el suicidario buscaba la muerte voluntaria.

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