JEAN ROLIN
Crac
Traducción de Manuel Arranz
Libros del Asteroide
Sinopsis
En 1909, con veintiún años, T. E. Lawrence emprendió una marcha de casi mil ochocientos kilómetros por Oriente Medio para visitar las cerca de treinta y cinco fortalezas de los cruzados, tema de su tesis doctoral en Oxford. En 2017, más de un siglo después, Jean Rolin rehace su ruta y viaja al castillo de Beaufort, en el sur del Líbano, al Crac de los Caballeros, en Siria, a la fortaleza de Kerak, en Jordania…
Este recorrido es el pretexto perfecto para que uno de los reporteros franceses más importantes de la actualidad reflexione sobre cómo el tiempo ha modificado la zona ?escenario recurrente de conflictos armados? y nos enfrente a los caprichos de la historia. Con una curiosidad insaciable y un sentido del humor a prueba de bombas, Rolin consigue una minuciosa observación de un territorio extraordinario y convulso y, a la vez, un fabuloso relato literario.
Traductor: Arranz, Manuel
©2019, Rolin, Jean
©2019, Libros del Asteroide
ISBN: 9788417977078
Generado con: QualityEbook v0.87
Traducción de Manuel Arranz
Lawrence y yo tenemos, al menos, una cosa en común: separados por poco más de medio siglo de distancia, ambos pasamos parte de nuestra infancia en Dinard. Descubrí esta coincidencia mientras leía las cartas de Lawrence traducidas por Étiemble y publicadas por Gallimard en 1948, y lo que más me llamó la atención, además del hecho de que hubiéramos vivido en la misma ciudad —cuyas dimensiones no son como para que muchas personas puedan decir lo mismo—, fue constatar, después de un rápido cálculo, que entre la estancia dinardesa de Lawrence y la mía no había transcurrido más tiempo, quizá incluso algo menos, que entre aquel periodo de mi infancia y el momento presente. Y como en Dinard se produjeron menos cambios, o cambios menos visibles, entre finales del siglo XIX y mediados del siglo siguiente que entre aquella época y la nuestra, es probable que entre la ciudad actual y la de mi infancia haya más diferencias que entre esta última y la ciudad que conoció Lawrence. Lo que equivale a decir que Lawrence y yo conocimos casi la misma ciudad y, por si fuera poco, exactamente a la misma edad. La familia de Ned —el apodo de Thomas Edward Lawrence— se estableció allí en 1891, huyendo del oprobio que había caído sobre ella en Gran Bretaña como consecuencia de la conducta reprobable del padre, que algunos años atrás había abandonado a su legítima esposa y desaparecido con la institutriz de sus hijas. En esa época, los balnearios de la costa Esmeralda estaban en su mejor momento, en particular entre el público del otro lado del Canal de la Mancha. Incluso disponían de una pequeña iglesia anglicana, sobre cuyos bancos yo me senté a menudo, fuera de las horas de oficios; y las instalaciones auspiciadas por el conde Rochaïd Dahdah, un millonario libanés, le confirieron lo esencial de lo que todavía hoy constituye su encanto pasado de moda.
E incluso si no fue antes de 1900 —mientras la familia ilegítima, desafiando el oprobio y atravesando la Mancha en sentido contrario, se había instalado hacía cuatro años en Oxford, con el fin de procurar a los cinco hijos las condiciones de una educación compatible con los prejuicios de clase de sus padres—, incluso si no fue antes de 1900 cuando el camino de ronda que bordea la punta del Moulinet fue abierto al público, hay razones para pensar que el joven Ned, desafiando su inaccesibilidad, se aventurara por este camino y trepara de alguna manera (seguramente ayudándose con pies y manos, como hará más tarde para escalar las murallas del Crac) por entre los peñascos en que está suspendido, hasta abarcar en su totalidad el panorama que se extiende desde el cabo Fréhel a las murallas de Saint-Malo, que yo iba a descubrir medio siglo más tarde, prácticamente idéntico; un panorama de una belleza sin igual en el mundo (y de una tristeza también sin igual, pero esto por razones privadas de las que Ned no podía tener idea).
Aunque sin duda no será en Dinard, sino algunos años más tarde, en Karkemish, a orillas del Éufrates, en compañía de sus colegas arqueólogos y de Dahoum, su joven ayudante sirio, cuando Lawrence conocerá los momentos más felices de su existencia —o más bien, los raros momentos felices de esta—, eso no le impedirá volver en varias ocasiones durante la primera década del siglo XX, mientras recorre Francia en bicicleta para documentarse sobre la arquitectura militar de la Edad Media. En una carta a su madre escrita en Dinard con fecha viernes 24 de agosto de 1906, Ned evoca la excursión que acaba de hacer al castillo de Fougères, con un calor como jamás había sentido antes (pero que retrospectivamente, en las arenas del Néguev o del desierto sirio, le habría parecido sin duda ligero, suponiendo que hubiera conservado el recuerdo). A pesar de que en las cartas a su madre —la cual se mostraba muy propensa, durante su infancia, a utilizar el látigo— se abandone, en ocasiones, a aburridas descripciones de los edificios que acaba de visitar —la descripción en varias páginas del castillo de La Hunaudaye (durante mi infancia un lugar habitual de excursiones familiares) es un modelo en el género—, en la del 24 de agosto se permite algunas consideraciones más banales, no solamente sobre el tiempo que hace, sino también sobre su alimentación principalmente frugívora —«soberbio festín de moras, eran enormes [...], y abundantes, ya que los bretones no las comen»—, y sobre los trastornos de su digestión: «Me hice polvo el estómago comiendo demasiadas ciruelas el miércoles, los efectos los noto hoy». Curiosamente, a pesar de que esta excursión sea muy anterior al desarrollo de la ganadería intensiva porcina y avícola, y la consiguiente contaminación de los acuíferos, Lawrence se queja de la dificultad para conseguir «algo decente para beber», añadiendo que «no se puede encontrar leche en ninguna parte, y agua de Seltz solo de cuando en cuando». Aunque sería una suerte, me parece a mí, que en aquellas fechas se pudiese encontrar agua de Seltz en Bretaña, incluso de cuando en cuando. Es cierto que su predilección por estos dos brebajes es tal que, cinco años más tarde, en Karkemish, aquejado de una crisis aguda de disentería, tan agotado que «apenas puedo levantar la mano para escribir esto», anota en su diario que, cuando se encontraba mal, había soñado con leche y con agua de Seltz. «Sublime», añade. Luego leemos: «Sobre las seis, me alimenté de aroroute —debe de tratarse de arrurruz, una planta tropical de la que se extrae una fécula con propiedades astringentes— y de leche».
En una carta dirigida a su madre dos días después de la anterior, Lawrence menciona el nombre de sus anfitriones en Dinard, los Chaignon, una pareja con la que sus padres habían hecho amistad en su exilio bretón. «Creo que soy tan fuerte como el señor Chaignon», escribe en su carta del 26 de agosto, «le pondré a prueba uno de estos días». «Las gentes de aquí», continúa, «dicen que soy mucho más delgado que Bob —uno de sus hermanos—, y que tengo mejor acento». Sin embargo, la grasa de Bob, a su juicio, «vale más que mis músculos, excepto para la señora Chaignon, que ha quedado impresionada al ver mis bíceps cuando me bañaba. Dice que soy un Hércules».
Un año después, en agosto de 1907, Lawrence está de nuevo de paso por Dinard, y no ha perdido nada de sus bíceps. Después de buscar alojamiento en «cinco hoteles que estaban todos llenos», escribe a su madre en una carta enviada desde Mont-Saint-Michel, «como ya eran las ocho de la tarde, fui a casa de los Chaignon [...]. Todos a una me recibieron con gritos de bienvenida». (Quizá debido a la hospitalidad de los Chaignon, por una parte, y por otra a su propio dominio de la lengua francesa, Lawrence se confesará menos francófobo de lo que convenía a un oficial británico de su época, excepto en sus juicios sobre la política de Francia en Oriente Medio durante la primera guerra mundial y los años siguientes, política que, sin duda, merece ser juzgada con severidad, pero ni más ni menos que la de Inglaterra en el mismo contexto.)