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Ignacio Mata Maeso - Mauthausen

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Ignacio Mata Maeso Mauthausen

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A un paso del holocausto. La derrota y los campos franceses

A un paso del holocausto.

La derrota y los campos franceses

Nuestro exilio fue en febrero, en el crudo y terrible invierno del 39, cuando pasamos la frontera francesa por los Pirineos, buscando nuestra salvación ante el acoso de los ejércitos franquistas y de sus aliados italianos y alemanes.

Da escalofrío y congoja recordar el paso a Francia, accediendo a su territorio medio millón de exiliados, niños, mujeres y ancianos y el ejército republicano en buen orden. Este éxodo masivo planteó un tremendo problema a las democracias, entre ellas, claro está, la francesa, que negó su ayuda al pueblo español: el primero en Europa en defender la libertad en la epopeya contra el fascismo que desembocó en la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, ellos mismos, los franceses, muy pronto habrían de sufrir los desmanes y la ocupación de los ejércitos fascistas.

Cuando recorríamos aquellos parajes helados de los Pirineos, hambrientos y sin fuerzas, derrotados, pensábamos muchos que atrás dejábamos momentáneamente nuestra vida, pero que pronto la recuperaríamos, casi intacta. Mientras andábamos, a ratos, entre imágenes de la guerra ya perdida, soñábamos con volver a casa, con nuestras familias y amigos, a nuestros pueblos y ciudades, que, aunque destrozados por el fuego de las bombas, mantendrían el aroma y la luz de nuestra niñez, aún presentes en nuestros recuerdos.

Ahora que lo pienso, no puedo evitar estremecerme ante tanta ingenuidad. Muchos no volvieron, y otros tantos, entre los que me encuentro, lo hicimos ya ancianos, con el dolor y la muerte a nuestras espaldas, como un enorme y pesado fardel.

La piadosa solución que encontró Francia a la avalancha de exiliados que se agolpaba en su frontera, incapaz de encontrar una fórmula digna, fue internarla en duros y áridos campos de refugiados. Pero antes de recibir este inmerecido recibimiento había que llegar a Francia, a pie, avanzando por sinuosos caminos durante tres largos días.

Seríamos entre ochocientos y mil soldados procedentes de las trincheras de Huesca, uniformados y con nuestro fusil al hombro, huyendo en formación. En paralelo a nosotros, por la carretera, muchas veces bajo nuestra atónita mirada, desfilaban hacia el exilio miles de personas, familias enteras cargando con lo poco que habían podido salvar de sus pertenencias, indefensos ante la aviación franquista, que los ametrallaba sin piedad en vuelos rasantes. Auténticas escabechinas de las que no se libraban ancianos, mujeres y niños. Los muertos y heridos de aquellos asesinatos en masa que llegamos a presenciar en una ocasión sin poder hacer absolutamente nada encontraban sepultura en esas carreteras, tras un breve duelo de sus parientes, que pronto habían de reanudar su camino.

A las seis de la mañana del 10 de febrero de 1939, llegamos a nuestro destino, La Tour de Carol. Más de once días pasamos en esta pequeña localidad francesa, donde ya se hacinaban miles de personas, muchas de ellas civiles, trasladadas enseguida a otra zona del mismo campo de refugiados; pero sobre todo militares, los cuales fuimos ubicados detrás de la estación, en una siembra.

La Tour de Carol era un campo de transición. Para comer nos proporcionaban conservas, un puñado de arroz y algo de pan. Con esta ración habíamos de pasar todo el día, temblando de frío, tumbados en aquel erial, bajo improvisadas tiendas de campaña que fabricábamos entre dos o tres soldados, utilizando una de nuestras mantas como tejado.

De vez en cuando, diariamente, los gendarmes nos hacían formar. El objetivo era preguntarnos si pensábamos quedarnos en Francia o volver a España. Aquellos que respondían a esa pregunta afirmativamente, mostrando su intención de regresar, eran apartados del grupo para ser entregados a los franquistas, que los estaban esperando, con afán de venganza, al otro lado de la frontera.

Fueron pocos los que decidieron retornar a España, y los que lo hicieron dejaron en segundo plano sus ideales, primando en su determinación cuestiones familiares. Recuerdo especialmente el caso de Camacho, un paisano de mi pueblo que una mañana, cuando los gendarmes, que hablaban algo de español, gritaron «¡El que quiera ir con Franco que dé un paso adelante!», se desmarcó de la formación ante mi sorpresa. Su voluntad fue respetada por todos y jamás la entendimos como una traición. No puedo saber qué pasó por su cabeza en aquel momento, aunque imagino que le resultó insoportable la idea de abandonar a su mujer y a su hija, de las que hablaba a todas horas.

En cuanto a mí, jamás pensé en volver, ni por un momento. Era una cuestión de convicciones. Y no me guiaba, desde luego, el temor al castigo, del que fui consciente a través de la correspondencia que más tarde recibí; por la que supe que mi hermana Luisa había sido visitada insistentemente por la Guardia Civil y por las monjas, los cuales la interrogaban sobre mi paradero y los motivos de mi exilio. En aquellas visitas le decían que no tuviera miedo, que mi única sanción sería cumplir dos años más de servicio militar. Sin embargo, mentían. Por el espionaje y por las cartas que nos enviaban de España, todas ellas escritas en clave, sabíamos de las torturas y los crímenes. Pero, como digo, el miedo no pesó en mi decisión. Cuando perdimos la guerra prometí no regresar. Jamás viviría bajo el Régimen contra el que había luchado durante tres años. Y nunca me arrepentí.

Cuando los gendarmes constataron que nadie más quería retornar a España, fuimos trasladados en tren al campo de Mazères, a unos kilómetros al norte de La Tour de Carol.

Mazères era una fábrica de ladrillos y tejas que los franceses habían convertido en un campo de refugiados. Estábamos vigilados con gran laxitud por un grupo de gendarmes y soldados senegaleses, que sólo se preocupaban de mantener el orden. En cualquier momento podíamos abandonar el recinto y, si alguno así lo decidía, nadie oponía resistencia alguna a que tomara el camino de vuelta a España. Las condiciones eran duras, no voy a negarlo, pero jamás pasamos hambre ni sufrimos torturas, como he leído en algún sitio.

Nos ubicaron en una nave muy grande, utilizada en tiempos pasados como fábrica, donde dormíamos en el suelo. La organización del campo corría prácticamente de nuestra cuenta, siempre bajo las órdenes de los oficiales, que mantuvieron en todo momento una cierta disciplina militar. Comíamos tres veces al día, sin grandes exquisiteces, pero de forma abundante, e incluso nos proporcionaban cigarrillos. Los retretes se hallaban en el exterior, al fondo de un amplio barrizal que teníamos que atravesar bajo la lluvia para aliviar la diarrea que se había extendido entre la mayoría en forma de epidemia. En estas condiciones, duras pero no crueles, ociosos y colmados de incertidumbres, pasamos varios meses, hasta que un día nos comunicaron que seríamos trasladados a un nuevo destino: Le Vernet d’Ariège.

Antes de nuestra llegada a este campo de refugiados, situado también en el sur de Francia, las autoridades francesas tuvieron que ampliarlo, procediendo a construir diez nuevas barracas en las que fuimos alojados.

Le Vernet mejoró notablemente nuestra calidad de vida. Utilizado durante la Primera Guerra Mundial para acoger a los prisioneros alemanes, fue en este lugar donde verdaderamente comenzamos a recuperar la moral y las fuerzas extraviadas durante el conflicto. Ya no dormíamos en el suelo, sino en literas, bajo el techo de sólidas y amplias barracas en las que vivimos durante más de tres meses. En cada uno de los barracones, muy similares a los de Mauthausen, cabían unas trescientas personas. Los baños ya no estaban en el exterior, sino dentro, sirviendo de eje entre las dos grandes naves en que se dividían aquellos edificios.

Aunque continuábamos siendo vigilados por soldados senegaleses y la vida seguía siendo muy dura, dejamos de sentirnos como prisioneros de guerra. Éramos civiles a los que se nos estaba buscando un destino en Francia. La mejora de las condiciones nos hizo pensar que tal vez el final feliz que todos esperábamos estaba ya próximo.

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