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Mark Twight - Besa o mata

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Mark Twight Besa o mata
  • Libro:
    Besa o mata
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2001
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Besa o mata: resumen, descripción y anotación

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MARK TWIGHT Yosemite National Park California 2 - Noviembre - 1961 Es un - photo 1

MARK TWIGHT (Yosemite National Park, California, 2 - Noviembre - 1961). Es un americano escalador, escritor y fundador del gimnasio Gym Jones. Alcanzó su relevancia como montañero y alpinista a finales de la década de 80 y principios de los 90 con una serie de difíciles y peligrosas escaladas alpinas en diferentes lugares del mundo. Por su radical y ligero estilo de alpinismo ha sido reconocido como una figura de referencia en las escaladas directas.

La cara norte de los Grands Charmoz 2 de noviembre de 1984 Chamonix Francia - photo 2

La cara norte de los Grands Charmoz, 2 de noviembre de 1984, Chamonix, Francia

SOLO EN LOS CHARMOZ

T u carta preguntaba dónde he estado. Las típicas esperas a que mejore el tiempo en Chamonix, supongo. Son frustrantes, pero las gentes de aquí ni se enteran de ello. Se pueden permitir ver cómo pasan las buenas condiciones. Yo tengo el tiempo limitado, así que las cosas no suponen lo mismo para mí. Antes tenía la idea de pasar aquí el invierno. No sé qué es lo que me ha hecho cambiar de opinión, pero algo se ha estirado más de la cuenta y se ha roto. Una voz que he estado ignorando ha empezado por fin a gritar: «Sal de aquí, Mark, es hora de irse a casa».

Las cosas estaban crudas, pero iban bien. El Tranco está bajo, con lo que mis dólares dan para mucho y sabía que me las podría apañar hasta encontrar trabajo. Cuando llegué aquí desde Grindelwald pillé tres semanas de buen tiempo y aún mejores condiciones de hielo. Cuando el tiempo volvió a ser el normal del otoño, estaba feliz. Tenía las manos tan hinchadas de darme con los nudillos contra el hielo que necesitaba un descanso. Pasé varios días buscando trabajo sin ninguna gana y fui a Ginebra a recoger un giro de mi padre. Luego, el tiempo volvió a mejorar.

Era mi cumpleaños, así que decidí celebrarlo con la cara norte de los Grands Charmoz. Mis colegas se habían vuelto a casa en octubre y tenía que ir solo, pero me encontraba cómodo con la idea de hacerlo así.

Los Charmoz es una escalada difícil —lo que hicimos en el Eiger era ofensivamente fácil en comparación— y una tormenta nos sorprendió casi en la cumbre. En teoría no tenía que llegar hasta doce horas más tarde. Mala suerte, supongo. Me asustó mucho el recuerdo de la vez que pasé cuatro días enteros en el Welzenbach, atascado por mal tiempo. Empecé a darme prisa, escalando sin cuidado. Esperaba cruzar la salida Heckmair porque se supone que el paso clave está en las bandas rocosas de abajo. Estaba equivocado. El hielo que cubría la roca era finísimo y en algunos lugares estaba podrido o hueco.

Una de las veces que clavé las puntas delanteras en el hielo, y descargué el peso en ellas, se desprendió toda la placa y mis crampones arañaron la roca que había debajo. Transferí el peso a los piolets de manera instintiva, pero uno de ellos también se salió. Me puse a dar golpes por los alrededores, columpiándome en trozos que ni siquiera eran hielo. Saltaban chispas cuando el pico daba contra la roca una y otra vez, como si fuera una metralleta.

La cabeza me daba vueltas de puro miedo. Tenía la sensación de caer de espaldas, dando volteretas. Me imaginaba la cabeza abriéndoseme como si fuera un melón que se escurre de las manos en un descuido y que perdía mi preciosa vida y acababa destrozado en el nevero que tenía debajo. Sin testigos ni sobresaltos. Apenas el fin de un escalador en solitario.

La música de mis cascos gritaba:

Me iba a ahogar, pero empecé a nadar.

Estaba cayendo, pero entonces empecé a ganar.

Dando vida a las palabras, me detuve sobre hielo bueno y me esforcé a tope, subiendo hasta un reposo relativamente seguro. Me estremecí, casi perdiendo la compostura, pero la mantuve porque me hacía falta, porque tenía que seguir escalando. Y, como una amenaza, seguía teniendo por delante lo más difícil: encontrar un descenso. Nevaba con más fuerza. Le di una vuelta más a la dragonera y subí el volumen.

Alcancé la cresta en plena ventisca y no quise hacer cumbre, que me quedaba a sesenta metros. Salté al primer couloir que vi, esperando que mientras no condujera a un cortado, podría bajar por él. Bajar, bajar, santuario, sobrevivir. No me devané los sesos con eso de ser consciente de que la suerte se acaba de golpe, nunca de manera gradual. Solo ejecutaba funciones primarias de supervivencia, sin sentir hambre ni sed.

Destrepé hasta que el terreno se puso demasiado vertical y entonces rapelé, abandonando material sin preocuparme, pues el dinero no tenía ningún valor en ese momento. Metía un solo anclaje porque llevaba poquísimos, aunque eso supusiera poner en cada rápel todos los huevos en la misma cesta. Entonces empezaron las avalanchas. Pequeñas al principio, pero haciéndose mayores a medida que seguían cayendo copos y yo iba dejando más nieve encima al ir perdiendo altitud. Los desprendimientos llegaban sin avisar. Oía uno, clavaba los piolets, pegaba la barbilla al pecho y esperaba que no fuera demasiado grande, que no llevara piedras. Descendía más deprisa que nunca, superando mis propios esfuerzos al estar yo mismo superado por los acontecimientos.

Al final, acabé por llegar a un terreno relativamente llano. Respiré más tranquilo en ese santuario temporal. No sabía dónde estaba, pero había salido de situaciones peores y creía que podría controlar lo que quedaba. De manera intuitiva, encontré el camino de regreso a la Mer de Glace y de allí hasta el pueblo. Estar perdido no fue nada comparado con el resto del descenso.

No había nada para mí en el valle. Ni consuelo, ni comprensión ni amigos. Era un escalador solitario que había estado a punto de morir, cosa que en Chamonix no tiene nada de especial. Deambulé solo por las calles, pero era lo que menos me apetecía hacer. Es cierto que había llegado allí por mi cuenta hacía un mes, pero eso fue hace un mes, antes del Super Couloir, antes de los Charmoz, no hoy. No quería estar solo. No quería seguir estando allí. La voz decía: «Vete a casa», y yo ya no tenía más fuerzas para discutir con ella.

Mientras el autobús se dirigía a Ginebra, le lancé a Chamonix una cálida sonrisa y un cariñoso «Adieu». No dije «Adiós» porque sabía que volvería.

NOTAS DEL AUTOR EN 2000

Este artículo lo he retocado mucho al volver a escribirlo. Me pareció triste haber relatado un hecho tan importante con un lenguaje tan cojo. Fue una de mis primeras tentativas (noviembre de 1984) y aún no había encontrado mi voz. Lo esbocé durante el vuelo a casa en un avión de Swiss Air y luego hice unas cuantas modificaciones antes de enviarlo a la revista Climbing.

La escalada en los Charmoz puso fin a mi primer viaje a Europa. Había ido con Jon Krakauer para intentar la cara norte del Eiger. Estuvimos tres semanas esperando a que el tiempo mejorara, pero ese fue el septiembre más lluvioso desde 1864. Durante un anticiclón de un par de días, que consideramos demasiado breve para meternos en la Nordwand, yo hice en solitario la cara norte del Monch. Me abrió los ojos a mi propio potencial y a una ambición que hasta entonces desconocía. Al final, Jon y yo nos metimos en el Eiger, pero las condiciones de la nieve nos convencieron para bajarnos desde la base del Segundo Nevero. Vencidos, Jon voló de vuelta a casa y yo me fui en tren a Chamonix.

Camino de Francia, ese otoño, la calima que producía la quema de sarmientos se agarraba al fondo del valle del Ródano, y los Alpes irrumpían en un limpio cielo azul. El Ródano es un valle más abierto que el que hay bajo el Eiger, y sus montañas son menos opresivas. El rítmico traqueteo de las ruedas sobre las juntas de los raíles me hipnotizaba. Sabía que viajaba hacia mi destino. Cuando el tren salió del túnel en Montroc y divisé el valle de Chamonix, mis entrañas me dijeron que estaba en casa, que ese sería mi hogar.

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