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Guillaume Apollinaire - Manifiesto cubista

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Guillaume Apollinaire Manifiesto cubista

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Luz

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LA PINTURA CUBISTA
I

Las virtudes plásticas: la pureza, la unidad y la verdad tienen bajo sí a la naturaleza domada.

Inútilmente se cubre el arco iris, las estaciones tiemblan, las muchedumbres corren hacia la muerte, la ciencia deshace y recompone lo que existe, los mundos se alejan para siempre de nuestra concepción, nuestras fugaces imágenes se repiten o resucitan su inconsciencia y los colores, los olores, los rumores que impresionan nuestros sentidos nos sorprenden, para desaparecer después en la naturaleza.

Este fenómeno de belleza no es eterno. Sabemos que nuestro espíritu no tuvo principio y que nunca cesara, pero, ante todo, nos formamos el concepto de la creación y del fin del mundo. Sin embargo, demasiados artistas-pintores siguen adorando las plantas, las piedras, la ola o los hombres.

Nos acostumbramos pronto a la esclavitud del misterio, que termina por crear dulces placeres.

Dejamos a los obreros gobernar el universo, y los jardineros tienen menos respeto por la naturaleza que los artistas.

Ya es hora de ser sus amos.

La buena voluntad no garantiza en absoluto la victoria.

De este lado de la eternidad danzan las mortales formas del amor y el nombre de la naturaleza resume su pésima disciplina.

La llama es el símbolo de la pintura y las tres virtudes clásicas flamean radiantes.

La llama tiene esa unidad mágica por la cual, si se la divide, cada llamita es semejante a la llama única.

Finalmente, tiene la verdad sublime de la luz que nadie puede negar.

Los artistas-pintores virtuosos de esta época occidental consideran su pureza en oposición a las fuerzas naturales.

Ella es el olvido después del estudio. Y para que un artista puro muriera no deberían haber existido todos los de los siglos pasados.

La pintura se purifica en occidente con aquella lógica ideal que los pintores antiguos transmitieron a los nuevos como si les diesen la vida.

Y esto es todo.

El hombre vive en el placer, otro en el dolor, algunos malbaratan la herencia, otros se hacen ricos, y otros, finalmente, no tienen más que la vida.

Y esto es todo.

No se pueden llevar consigo a todas partes el cadáver de nuestro propio padre.

Se le abandona en compañía de los muertos. Se le recuerda, se le llora, se habla de él con admiración.

Y, si nos toca llegar a ser padres, no debemos esperar que uno de nuestros hijos vaya a desdoblarse por la vida de nuestro cadáver.

Pero en vano nuestros pies se levantan del suelo que guarda los muertos.

Estimar la pureza es bautizar el instinto, humanizar el arte y divinizar la personalidad.

La raíz, si el tallo, la flor de lis muestran la progresión de la pureza hasta su floración simbólica.

Todos los cuerpos son iguales ante la luz y sus modificaciones surgen de este poder luminoso que construye a su voluntad.

Nosotros no conocemos todos los colores y cada hombre los inventa nuevos.

Pero el pintor debe, ante todo, representarse su divinidad, y los cuadros que ofrece a la admiración de los hombres le concederán la gloria de ejercer momentáneamente su propia divinidad.

Para eso es necesario abarcar con una mirada el pasado, el presente y el futuro.

El lienzo debe presentar esta unidad esencial que por sí sola provoca el éxtasis.

Entonces nada fugitivo nos arrastrará al azar.

No volveremos atrás bruscamente.

Libres espectadores, no abandonaremos nuestra vida por nuestra curiosidad.

Los contrabandistas de las formas no defraudarán nuestras estatuas de sal ante la aduana de la razón.

No vagaremos por el porvenir desconocido, que, separado de la eternidad, no es más que una palabra destinada a tentar al hombre.

No nos extenuaremos por aferrar el presente demasiado fugaz. Éste no puede significar para el artista más que la máscara de la muerte: la moda.

El cuadro existirá ineluctablemente.

La visión será entera, completa y su infinito, en lugar de señalar una imperfección, sólo hará remontarse la relación de una nueva criatura con un nuevo creador, y nada más.

Sin lo cual no habrá unidad, y las relaciones entre los distintos puntos del lienzo con diferentes temperamentos, con diferentes objetos, con diferentes luces, no mostrarán más que una multiplicidad de desemejanzas sin armonía.

Porque si puede haber un número infinito de criaturas que testimonia cada una por su propio creador, sin que ninguna ocupe el espacio de las que coexisten, es imposible concebirlas simultáneamente y su muerte proviene de su superposición, de su mezcolanza, de su amor.

Cada divinidad crea su propia imagen: así también los pintores.

Sólo los fotógrafos fabrican la reproducción de la naturaleza.

La pureza y la unidad nada cuentan sin la verdad que no se puede comparar con la realidad, ya que siempre es la misma, al margen de todas las fuerzas naturales que se esfuerzan por mantenernos en el orden fatal en el que no somos más que animales.

Ante todo, los artistas son hombres que quieren hacerse inhumanos.

Buscan penosamente las huellas de la inhumanidad, huellas que no se encuentran en ningún lugar en la naturaleza.

Pero nunca se descubrirá la realidad de una vez para siempre. La verdad será siempre nueva. Si no, no sería más que un sistema más mísero que la naturaleza.

En este caso, la deplorable verdad, cada día más lejana, menos clara, menos real, reduciría la pintura al estado de escritura plástica, destinada solamente a facilitar las relaciones entre gentes de la misma raza.

Hoy encontraremos pronto la máquina para reproducir tales signos, sin significado.

II

Muchos pintores nuevos no pintan más que cuadros en los que no hay un auténtico tema.

Los títulos que hay en los catálogos desempeñan la función de los nombres que designan a los hombres sin caracterizarlos.

Así como existen Legros que son delgadísimos, y Leblonds que son muy morenos, he visto lienzos llamados Soledad llenos de figuras.

En estos casos aún se admite, a veces, usar palabras vagamente significativas como «Retrato», «Paisaje», «Naturaleza Muerta», pero muchos jóvenes artistas-pintores no emplean más que el vocablo genérico de «Pintura».

Estos pintores, si observan la naturaleza, ya no la imitan y se dedican cuidadosamente a la representación de las escenas naturales observadas y reconstruidas mediante el estudio.

La verosimilitud no tiene ya ningún valor, porque el artista lo sacrifica todo a la verdad, a la necesidad de una naturaleza superior que él imagina sin descubrirla.

El tema ya no cuenta, o apenas cuenta. En general, el arte moderno rechaza la mayor parte de los medios empleados por los grandes artistas pasados para agradar.

Si el fin de la pintura es siempre, como lo fue en un tiempo, el placer de la vista, ahora se pide al amante del arte que encuentre un placer diverso del que le puede procurar, igualmente bien, el espectáculo de las cosas naturales.

Nos encaminamos así hacia un arte completamente nuevo que será para la pintura, tal como fue considerada hasta ahora, lo que la música es para la literatura.

Será pintura pura, como la música es literatura pura.

El aficionado a la música experimenta, al escuchar un concierto, una alegría distinta de cuando escucha los ruidos naturales, como el murmullo de un arroyuelo, el mugido de un torrente, el silbido del viento en el bosque o las armonías del lenguaje humano fundadas en la razón y no en la estética.

Del mismo modo, los pintores nuevos procurarán a sus admiradores sensaciones artísticas debidas únicamente a la armonía de las luces contrastantes.

Es conocida la anécdota de Apeles y Protógenes que nos relata Plinio.

Muestra claramente el placer estético que resulta sólo de esta construcción contrastante de la que he hablado.

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