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Guillermo Prieto - Por estas regiones que no quiero describir

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Guillermo Prieto Por estas regiones que no quiero describir
  • Libro:
    Por estas regiones que no quiero describir
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2015
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De la época santanista Literatura nacional Cuadro de costumbres No es mi - photo 1
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De la época santanista
Literatura nacional

(Cuadro de costumbres)

No es mi ánimo sacar en este artículo a luz mi erudición periodística, citando a Addison, martirizando a Jouy, y aventurando magistrales comentarios al inmortal Fígaro y al sesudo Mesonero Romanos.

Los cuadros de costumbres son hijos legítimos del periodismo, como la empleomanía, de las revoluciones; mejor dicho, el primitivo pensamiento filosófico degeneró en una especie de comodín, para llenar las insaciables columnas de un periódico. De ahí nacieron esa multitud de artículos estrambóticos, caracteres, tipos, reseñas y bosquejos: de ahí se criaron recursos para acallar las exigencias del cajista y del editor desinteresado y filántropo.

Los cuadros de costumbres en todos los países ofrecen dificultades, porque esas crónicas sociales, sujetas al análisis de todas las inteligencias, esos retratos vivos de la vida común, que pueden calificarse de una sola ojeada, comparándolos con los originales, requieren de sus autores, observación prolija y profunda del país en que escriben, tacto delicado para presentar la verdad en su aspecto más risueño y seductor, y un juicio imparcial, enérgico y perspicaz, que los habilite para ejercer con independencia y tino la ardua magistratura de censor.

Si en todos los países, repetimos, ofrecen dificultades estos trabajos morales y literarios, en México más, por razones que se palparán a primera vista.

Una generación nueva, europea, de lo más atrasado de Europa, vino a injertarse con la punta del sable conquistador en otra sociedad, si bien civilizada a su manera, es forzoso confesarlo, semibárbara, y hasta cierto punto heterogénea con la raza invasora.

Los españoles planteaban la religión como recurso político para asegurar su conquista; no se valieron del cristianismo como un medio civilizador para regularizar las costumbres de la comunidad.

De ahí es que entre el español o criollo, y el indio, mediaron casi siempre las relaciones del señor y del esclavo, del caballero y su corcel.

Sea por el espíritu orgulloso e intolerante de dominación, sea por una mera política, los españoles convertían al criollo en extranjero en el que llamaba su país, inspirándole ideas de superioridad sobre la clase abyecta a quien debió unirse desde el principio con lazo fraternal.

Por otra parte, el indio se convencía de su inferioridad y abatimiento, y aun las imágenes cristianas, sustitución ideal y sublime de su culto grosero, eran otros tantos monumentos que en la tiniebla de su superstición los hacían aparecer como verdugos cuando combatían contra las banderas españolas.

Causa profundo sentimiento recorrer la historia, y ver citado como auténtico que Santiago, la Virgen de Guadalupe, la de los Remedios y otros santos, aparecieran en medio de las huestes de Cortés y Alvarado: el primer santo como Atila, hollando a sus contrarios con su bridón inteligente y cruel, y a la Virgen, símbolo inefable de ternura, cegando a los indios con tierra en el calor de la pelea.

Esta diversidad, aun en la creencia, la que existía en las costumbres y el idioma, y la separación que zanjó más y más la soberbia castellana, hacían que en el desarrollo de las razas sus intereses permanecieran disímbolos, y que fueran sus afecciones hipócritas y superficiales.

Esta diferencia caracterizó desde tiempo inmemorial la sociedad mexicana, presentando sobre las ruinas recientes del pueblo azteca el reflejo colonial, descolorido y monótono durante tres centurias.

De aquí nació que los restos de la antigua historia se exhumasen por una y otra mano inteligente, para colocarse, como los ídolos de barro, en un museo, y en las librerías de una parte reducidísima de hombres ilustrados.

Como hemos dicho, esta fracción criolla no tenía existencia propia, vivía con el aire de España, descubría su cabeza al nombre del monarca de ambos mundos, y con los escombros de los templos y palacios de los aztecas edificaba las casas feudales a los risibles aristócratas que se improvisaban de este lado del mar.

La literatura pudo haber conservado ese sacerdocio, recogiendo las reliquias de un gran pueblo que zozobraba en el dominio rudo de los hijos de Pelayo; pero la literatura era un eco de España, y la historia hasta el siglo XVIII, y por decirlo así, conspirando oculta para inquirir la verdad, apareció en extraño clima a la sombra de Clavijero, del diminuto Cavo, y de otros.

Hubo uno que otro ingenio esclarecido, que como Góngora y Alzate, quisieron pertenecer a su país; pero era tan reducido su número, tan indiferente su auditorio, que algunos más se conocían en ultramar que en México, en donde más de una vez su talento les preparó una especie de ostracismo, como sucedió a Gamboa y a Portilla.

Volviendo a mi objeto diré: que siendo los que hoy nos llamamos mexicanos una raza anómala e intermedia entre el español y el indio, una especie de vínculo insuficiente y espurio entre dos naciones, sin nada de común, su existencia fue vaga e imperfecta durante tres siglos.

La historia de los indios, vista con tanta indiferencia por la mayoría, quedó virgen y estacionaria en algunos archivos de conventos y algunos gabinetes de recónditos sabios: arrojamos indolentes o despreciadores al olvido ese tesoro de ciencia y poesía que después han explotado con más o menos éxito observadores extranjeros, y rompimos ese vínculo, con el que aunque de un modo puramente ficticio podíamos enlazarnos con los que después a la luz sublime de la libertad, llamamos de un modo verdaderamente irrisorio nuestros hermanos.

Nuestro periodo colonial fue de marasmo y vergüenza, sin costumbres, sin idioma, sin nada propio, conjunto de hipocresía y de avaricia, de insuficiencia y petulancia, es más bien el sueño que la vida, más la vegetación que la existencia.

Entonces promover cualquier cosa que se pudiese llamar nacional, hubiera sido una tentativa revolucionaria; el espionaje organizado por abuso del confesonario, penetraba hasta el hogar doméstico; la mano de fierro de la política, a un tiempo sutil y conciliadora, hacia insegura y trabajosa la respiración de todas las clases; y el ojo de buitre del fanatismo, asomado por entre las verjas de la Inquisición, era una amenaza para el pensamiento y un anatema que nos seguía implacable más allá de la tumba.

El grito sublime de independencia parecía habilitarnos para figurar como nación, amalgamar todos los intereses, robustecer y confirmar las creencias de una sociedad nueva en un mundo virgen y espléndido, revelado a las sociedades caducas, a la luz de la gloria, y en pro de la causa sacrosanta de la humanidad. Como nuestro objeto no es político, por eso no preguntaremos ¿dónde está esa raza de héroes? ¿Por qué se han frustrado tantas esperanzas, por qué se desvanecieron tan dulces ilusiones? ¿Por qué donde existió un bosque de laureles, hay sólo fango y sangre que dejó en pos de sí la discordia fratricida?…

La potencia popular era nula, su soberanía ficticia, en los destinos sociales se ha ejercido una especie de monopolio, y nosotros con pocas diferencias, por impericia, por desdén o por corrupción, continuamos siendo extranjeros en nuestra patria.

Los cuadros de costumbres eran difíciles, porque no había costumbres verdaderamente nacionales, porque el escritor no tenía pueblo, porque sólo podía bosquejar retratos que no interesasen sino a reducido número de personas.

¿Cómo encontrar simpatías describiendo el estado miserable del indio supersticioso, su ignorancia y su modo de vivir abyecto y bárbaro?

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