Introducción
En 1884, el sacerdote catalán Félix Sardá y Salvany publicó un folleto, que tuvo una amplia difusión dentro y fuera de España, titulado El liberalismo es pecado . Son muchos los que seguramente coincidirán hoy con ese diagnóstico, pero se asombrarían al leer el texto del padre Sardá, porque para él la economía no era ni de lejos el centro de lo que llamaba liberalismo; en efecto, a su juicio los principios liberales eran: «la absoluta soberanía del individuo con entera independencia de Dios y de su autoridad; soberanía de la sociedad con absoluta independencia de lo que no nazca de ella misma; soberanía nacional, es decir, el derecho del pueblo para legislar y gobernar con absoluta independencia de todo criterio que no sea el de su propia voluntad, expresada por el sufragio primero y por la mayoría parlamentaria después; libertad de pensamiento sin limitación alguna en política, en moral o en religión; libertad de imprenta, asimismo absoluta o insuficientemente limitada; libertad de asociación con iguales anchuras».
Qué insólito resulta leer una relación de principios del liberalismo que no incluya ni una sola mención a la economía, al mercado libre, al papel del empresario, a los impuestos, al gasto público, a la política económica, monetaria, laboral, industrial, asistencial, etc. También es extraño comprobar que una parte de lo que el padre Sardá condena en el liberalismo sería hoy condenado por todos los liberales: así sucedería con la idea de que las mayorías democráticas y parlamentarias pueden legislar «con absoluta independencia de todo criterio que no sea el de su propia voluntad». Ante eso, cualquier liberal argumentaría que ninguna mayoría, por abrumadora que sea, está legitimada para violar la libertad y los derechos de los ciudadanos.
En efecto, el liberalismo pivota sobre la libertad individual, va más allá de la economía y no tiene una alternativa nítida en la política ni un modelo predeterminado de sociedad. Algunas personas podrán identificar el liberalismo con variantes del conservadurismo, si bien son diferentes, o incluso con sistemas políticos con algo de libertad económica pero con represión social, marcadamente antiliberales, o con alguna religión o con la hostilidad hacia lo trascendente, cuando el liberalismo no entra en tales cuestiones al ser un referente o un ideal que parte del principio de no agresión, de modo que la Iglesia católica y cualquier otra organización tiene cabida en él, como también la tienen los individuos o comunidades que defiendan el ateísmo militante, siempre que ni unos ni otros recurran a la violencia para imponer a todos la obediencia a su poder, a sus principios y a sus valores.
Resulta evidente, pues, que Félix Sardá y Salvany hablaba de liberalismo en un sentido diferente a como lo entendemos hoy: claramente se refería al combate del Estado en contra de la Iglesia católica, un combate que se llevó y aún se lleva a cabo de modo falso en nombre de la libertad. Como explicamos más adelante, no pocos liberales del siglo XIX cometieron el grave error de apoyar a un Estado que, en efecto, arrasó con el importante papel de la Iglesia como propietaria y educadora, pero no fue eso el alba de la libertad, ni mucho menos, sino, precisamente, de la consolidación de la coacción política y legislativa. Eran tiempos en los que los debates que conmovían a la opinión pública hoy nos parecerían extrañísimos; por ejemplo, el matrimonio civil, cuya instauración llevó a polémicas tan agrias que hubo países católicos que rompieron relaciones diplomáticas con el Vaticano.
Éstas eran las preocupaciones de Sardá y Salvany en 1884: la secularización y el «ateísmo social», que equiparaba con el liberalismo. Con independencia de que algunos de los pecados señalados por el presbítero catalán no serían hoy considerados pecados por la propia Iglesia católica, y algunos tampoco lo serían desde la perspectiva de los liberales, como su sana desconfianza en el arrogante racionalismo que pretende cambiar toda la sociedad, de lo que no pueden caber dudas es de que para él la economía no era el foco de la cuestión. Hoy sí lo es, y por eso hemos escrito este libro, no porque creamos que la economía es lo más importante —para el liberalismo lo más importante es la libertad—, sino porque los antiliberales, los herederos del padre Sardá que insisten en que el liberalismo es pecado, colocan a la economía en el centro de su discurso: las páginas siguientes pretenden refutar sus argumentos brindando a la vez una sencilla introducción a esta materia.
Hace sesenta y cinco años, el periodista norteamericano Henry Hazlitt publicó su clásico La economía en una lección . Hazlitt sostenía que esa lección única, que derivó del liberal decimonónico francés Frédéric Bastiat, era que ante cualquier idea, propuesta o medida económica lo que conviene hacer es atender no sólo a sus consecuencias inmediatas y a corto plazo, sino también a las que se dan a largo plazo; no sólo a sus consecuencias primarias, sino también a las secundarias, y no sólo a sus efectos sobre un grupo o sector particular, sino sobre todos los sectores. Hemos recogido su sabia advertencia en este libro, donde, igual que con Sardá, parafraseamos a Hazlitt y exponemos los problemas que plantea la economía en cinco lecciones presentadas en sendos capítulos.
Empezamos por la acción humana, por nuestras necesidades y los medios a los que recurrimos para satisfacerlas, el valor de las cosas, su utilidad y las importantes nociones de coste de oportunidad, preferencia temporal y aversión al riesgo. Veremos cómo la institución de la propiedad privada, tan denostada, permite que florezca la cooperación y la división del trabajo, que mediante acuerdos voluntarios lleva a que en los mercados no sólo se produzcan más y mejores bienes, sino que en ésta, al revés de lo que se piensa, los individuos atienden a los fines de los demás.
En los mercados existe una apariencia de desorden, incluso de caos. Es una impresión equivocada: allí hay personas que entablan transacciones ordenadas conforme a los precios, que son señales de tráfico de la economía. Consumidores y empresarios comparan precios y costes para tomar decisiones que resulten útiles y rentables.
Tras analizar el coste del capital y denunciar el error socialista de pensar que el beneficio empresarial se obtiene mediante la explotación de los trabajadores, desarrollaremos varias tesis no demasiado populares entre el pensamiento predominante: los controles de precios y salarios resultan nocivos; los especuladores son buenos; la publicidad y las marcas no constituyen sistemas de engaño al consumidor; los sindicatos pueden promover el desempleo, y el Estado no debe intervenir para impedir que haya empresas tan grandes que parecen monopolios.
El capítulo dos trata del dinero y el capital. Observamos que sin dinero la vida sería mucho más complicada porque el trueque limita enormemente los intercambios, y concluimos que no fue casual que al final el oro se impusiera como el dinero por excelencia. El valor del dinero depende de su oferta y su demanda: analizamos su lógica y consecuencias, como los cambios en el poder adquisitivo del dinero. Describimos las relaciones entre dineros, es decir, los tipos de cambio y el comercio exterior. A continuación abordamos el capital, o el valor monetario de los factores productivos, la forma en que los capitalistas participan en los proyectos empresariales, la diferencia entre capital y bienes de capital, y la liquidez de los agentes económicos. Por último, defendemos el ahorro, habitualmente demonizado por disminuir la demanda de bienes de consumo, y exponemos el fracaso del socialismo.
La banca y los ciclos económicos son objeto de la tercera lección. Puede haber bancos comerciales o de inversión, pero cuando expanden de forma artificial el crédito provocan que la inversión supere el ahorro necesario para financiarla y el sistema financiero queda expuesto a un riesgo sistémico. Este riesgo se vio a su vez multiplicado tras la aparición de los bancos centrales, monopolistas de la emisión y financiadores de los Gobiernos, que al actuar como prestamistas en última instancia incrementaron acusadamente la capacidad de la banca privada de expandir el crédito sin respaldo del ahorro. Estas expansiones y la consiguiente descoordinación de ahorro e inversión generan las burbujas que desembocan en las crisis. Muchos piensan que el Estado resultará en ese caso imprescindible para superar la crisis, en vez de la mano invisible del mercado. Nosotros, en cambio, argumentamos que el «pie visible» del Estado retrasa la recuperación a través de medidas equivocadas como el rescate público de la banca, la estabilización de los precios y los engañosos planes de estímulo basados en un mayor gasto público. Así ha sucedido con la crisis económica actual, que no fue fruto de la codicia ni de la desregulación, sino del intervencionismo de unos Estados que, además de animar la burbuja, una vez que ésta estalló acometieron políticas públicas que han resultado un completo fracaso.