Elvira Lindo - Lugares que no quiero compartir con nadie
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- Libro:Lugares que no quiero compartir con nadie
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2011
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Lugares que no quiero compartir con nadie: resumen, descripción y anotación
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ELVIRA LINDO (Cádiz, 1962), guionista de cine y escritora, es la creadora del personaje Manolito Gafotas. En 1998 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil. Ese mismo año se publicó su primera novela para adultos, El otro barrio. Entre sus trabajos para el cine, destacan sus colaboraciones, sobre todo como guionista pero también como actriz ocasional, con el director Miguel Albaladejo (La primera noche de nuestra vida, El cielo abierto y Manolito Gafotas). A ella le gusta resumir su carrera profesional en una frase: «Elvira Lindo vive y trabaja en Madrid».
Voy a Queens. Voy a Queens en metro. Pienso en las dos frases diminutas con las que comienzo esta historia y me sonrío: no parecen mías. Pero responden a una verdad o a dos, la de que voy a Queens y la de que voy en metro. Es desde luego algo inusual en lo que ha sido mi vida en Nueva York desde que llegué hace siete años; sin embargo, se ha convertido en costumbre en los últimos meses. Ir a Queens e ir en metro. Creo que solo había cruzado este barrio (llamarlo barrio es poco) en taxi para ir al aeropuerto. Mi conocimiento de Queens es nulo pero eso no me convierte en extranjera, al contrario, lo que caracteriza a un irreductible habitante de Manhattan es que mueve muy pocas veces el culo para salir de la isla.
Comencé a ir a Queens en enero. Un psiquiatra español, el doctor Carulla, me diagnosticó una ansiedad crónica y severa que me producía dolor de estómago, confusión, miedo, dolores musculares varios y un estado de alarma permanente. Nada grave, si se tienen en cuenta las palabras con las que el doctor Carulla trató de animarme: «¡Pero las pruebas concluyen que eres optimista!». Otra, en mi lugar, hubiera pensado que se trataba del optimismo de los idiotas, dado el descorazonador informe médico, pero como soy optimista, concluí que esa característica, en absoluto meritoria porque debe de andar latiendo en algún lugar de mi código genético, es lo que me lleva rescatando la vida entera de mi temperamento nervioso.
El doctor Carulla me había recomendado al doctor Gasca, que pasa consulta en Justice Avenue, y como yo había decidido confiar ciegamente en el doctor Carulla para acabar con mis dolores de estómago, mis agobios, mis miedos y todos los sintomillas asociados a esa cosa tan difícil de controlar que es la ansiedad, decidí que entre todos los miles de psiquiatras que hay en la ciudad de Nueva York yo iba a ir a uno de los que pillaban más lejos de mi casa, para añadir otro motivo de inquietud más a los que ya acumulaba: el de llegar puntual a su consulta.
El doctor Gasca me empezó a citar a las cuatro de la tarde. No sabía el doctor Gasca que esa es, desde que abandoné la redacción de la radio y me propuse ser escritora y no guionista, mi hora de la siesta. Una de las costumbres españolas que mantengo inalterable. Creo que es algo que intervino en mi vocación literaria: un horario libre que me permitiera dormir después de comer, aunque si soy sincera, también me eché algunas siestas en el sillón de la radio, delante de la máquina de escribir. Yo la siesta me la puedo echar de pie.
Ahora, por ejemplo, se me cierran los ojos; siempre me da miedo dormirme y pasarme de parada, así que me mantengo con los ojos dolorosamente abiertos, acercándome de manera neurótica de vez en cuando al mapa a ver si voy bien o estoy yendo hacia el Bronx. No son miedos absurdos: recuerdo una noche que volvía a Manhattan desde Brooklyn y tomé el metro en sentido contrario. Creo que me fui camino de Rockaway, ese nombre que contiene para mí la dulce musicalidad de una de las películas de Woody Allen que más me gustan, Días de radio. Cuando me di cuenta de mi error y salí a la superficie me encontré como en las afueras de una ciudad, en uno de esos vacíos del paisaje urbano neoyorquino en los que plantas el pie en la acera al salir del metro y te sientes como un astronauta. Nada por aquí, nada por allá. Desconcertada, caminé hasta lo que parecía la entrada del metro hacia Manhattan, andando a paso torpe, como anda el astronauta camino de la nave nodriza.
Mi doctor no se echa la siesta, así que aquí estoy yo, un martes más, a esa hora en la que suelo ocuparme de enfriar el cerebro, que es la definición científica de echar una cabezada. En cambio, en este momento, con las neuronas ardiendo y adormiladas voy pensando en lo que puedo contarle a este señor para que no se me aburra. Siempre tengo la inquietud de que siendo psiquiatra en Elmhurst Hospital, donde hay traductores para enfermos en doscientos idiomas (¡doscientos!), este hombre de mirada dulce y empática esté acostumbrado a un nivel de trastorno muy alto y mis angustias le parezcan banales. Hasta el momento creo que la excentricidad que ha juzgado de más serio diagnóstico es mi empeño en seguir viniendo a Queens y no haber aceptado su amable ofrecimiento a buscarme otro médico en Manhattan. Ah, no, no, de ninguna manera. Yo confío ciegamente en el doctor Carulla y ahora confío ciegamente en Gasca. Aunque eso me obligue a comenzar este libro diciendo que voy a Queens. En metro.
Recuerdo la primera vez que estuve en su pequeño despacho. No me quité el plumas, el mismo plumas azul que me veo obligada a llevar todavía, porque el invierno está siendo desesperadamente largo y no hay manera de salir a la calle sin él. Así, con este plumas de un azul escolar, me senté en el sofá. Puedo jurar que los pies no me llegaban al suelo, pero que, de manera extraordinaria, las piernas se me han ido alargando mágicamente conforme he ido tomando confianza y en la última sesión las botas ya se posaron sobre la madera.
En aquella primera consulta me sentí exactamente como cuando nos hacían reconocimientos médicos en la escuela: sentada en la camilla, desarmada, con los pies colgando y bajando la cabeza, igual que el animalillo que se presta al sacrificio, para que el médico y la enfermera descartaran una invasión de piojos. Yo hubiera querido ponerle mi cabeza así al doctor Gasca, dejarme hacer, que me la mirara como el mago mira la bola de cristal y me dijera qué se podía hacer con esa parte de mi cuerpo que yo considero un error de fábrica. Pero el doctor, fiel a ese talante americano que, aunque solo sea formalmente, muestra siempre una voluntad de consenso (entre profesor y alumno, entre médico y paciente, entre pastor y fiel), quiso que yo me adelantara a su diagnóstico y le dijera de qué manera creía que podía acabar con un mal que me ha mordido implacablemente durante años. Yo le dije que solo creía en una solución drástica: desenroscarme la cabeza, vaciarle el contenido y dotar al cráneo de otro cerebro que produjera conexiones neuronales menos viciadas.
El doctor me dijo que trataríamos de aliviar los síntomas sin recurrir a la extirpación.
En aquella primera visita me comentó que tenía los informes que le había mandado su colega Carulla; sabía que yo era escritora, pero había decidido no leer nada mío: prefería que nos conociéramos sin las «interferencias» de la literatura. Y a mí eso me alivió porque hubiera sido una pesadilla que las sesiones se convirtieran en una entrevista sobre qué hay de realidad en mi ficción o de si lo que escribo consiste, como los críticos dan en llamarla ahora, en literatura de autoficción. Por otro lado, esta ciudad ya me ha instruido suficientemente en la idea de no ser nadie, o ser solo lo que uno muestra en el más inmediato presente: tal cual te presentas cuando das la mano por vez primera a alguien, con poco equipaje más allá de un nombre y un apellido. No, no echo de menos esa relativa notoriedad que da ser una escritora conocida en mi país. Y disfruto de ese momento mágico en el que un dependiente o un camarero me reconocen porque me han visto varias veces. Me gusta ese prosaico prestigio de clienta habitual.
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