Presentación
Qué son esas luces que se mueven en el cielo nocturno? ¿O somos nosotros los que nos movemos? Si vemos salir y ponerse el Sol todos los días, ¿por qué decimos que es la Tierra la que gira? Y la luna, ¿qué cara tiene? ¿Se puede "leer" el cielo basado en las sombras del Sol y en el movimiento de las estrellas y los planetas? Para conocer este cielito lindo no hacen falta supertelescopios, ni computadoras, ni siquiera anteojos. Elsa Rosenvasser Feher nos enseña a mirar hacia arriba, a seguir los astros noche tras noche o, con cuidado, a recorrer el cielo diurno subidos al carro del Sol. En el camino, viajamos junto con Pitágoras, con Ptolomeo, con Copérnico, con Galileo Galilei. ¿Quién no querría viajar con semejante compañía? ¿Quién no miró hacia arriba y se sintió parte de ese cielo que da vueltas?
Porque todavía se mueve, y porque también es parte de nuestro camino, a este cielo se lo recorre subidos a la ciencia. Y mirando para arriba.
Acerca de la autora
Elsa Rosenvasser Feher
Se licenció en Físicomatemáticas en la Universidad de Buenos Aires, cuando todavía estaba en la Manzana de las Luces, en el centro de la ciudad. Se doctoró en Física en la Universidad de Columbia de la ciudad de Nueva York y se ocupó durante varios años de la investigación experimental en el campo de la física del estado sólido (que hoy se llamaría “materia condensada”) en la Universidad de California, San Diego. Con el nacimiento de sus hijas viraron sus intereses y desde entonces se ha dedicado, de una forma u otra, a proyectos que involucran la enseñanza de ciencia a docentes y al público no experto. Como profesora en la Universidad Estatal de San Diego, desarrolló y enseñó una serie de cursos para futuros maestros. También comenzó un programa de investigación sobre las barreras conceptuales de los alumnos frente al aprendizaje de las ciencias físicas, un área que a la sazón (las postrimerías de los años setenta) era novedosa.
Durante catorce años a partir de 1983 dirigió el establecimiento del grupo de creación y desarrollo de módulos y exposiciones interactivas en el Centro de Ciencias Reuben Fleet de San Diego. Ahora trabaja con jóvenes científicos argentinos en una variedad de proyectos educativos (salas de museos, campamentos, libros para docentes y de divulgación). Esta labor "de retorno a la patria" le produce inmensa satisfacción.
Capítulo 1
La función que nunca termina
Ay, ay, ay, ay, canta y no llores,
que yo les daré el secreto,
cielito lindo, pa' que te exploren...
Agujeros negros, galaxias lejanas; telescopios espaciales, receptores infrarrojos; teorías cosmológicas, cosmogonías: esta es una lista de algunos de los temas que no vamos a tratar en este libro. Con lo interesante que es todo eso, ¿por qué no? Por un lado, porque eso es lo más moderno, la astronomía de punta, y de eso ya se ocupan los medios, los astrónomos y otros libros de divulgación. Y por otro lado, porque la astronomía clásica, aquella que todos pueden apreciar usando tan solo sus propios ojos, también es fascinante pero desconocida por la mayor parte de la población, y raramente expuesta en forma coherente. Y esto es lo que sí vamos a tratar en este libro.
Durante los muchos años que enseñé ciencias, cuando
les preguntaba a mis alumnos qué parte del curso les había gustado más, la mayoría contestaba: "Astronomía". Claro que el curso cubría propiedades de la materia, ondas, naturaleza de la luz, y otros temas a mi juicio muy lindos. "¿Por qué astronomía?", quería saber. Y la respuesta más o menos in-variante era "porque lo que sucede allí en el cielo noche tras noche, día tras día, es increíble. Y no puedo creer que llegué a ser adulto sin percatarme de algo que estaba ahí para que yo lo viera cualquier día, en cualquier lado. Y que con un poco de atención podría predecir lo que iba a verse en el cielo dentro de una semana o un mes, o lo que había pasado hacía una semana o un mes".
Esa es la fascinación que quiero trasmitir en estas páginas. La fascinación de sentirse parte de un universo constante, predecible, invariante porque uno lo lleva consigo cuando viaja y, si lo conocemos bien en donde vivimos, lo reconoceremos como cielo amigo en cualquier lugar extraño en que nos encontremos. La fascinación, también, de conocer los cielos como los conocían los egipcios y los babilonios, y de entenderlos como los entendían los griegos. Y como los entendemos nosotros a partir de la gran síntesis newtoniana de todos los movimientos, terrestres y celestes.
Nuestro itinerario de exploración comienza con la luna, sigue con el sol, pasa por las estrellas y termina con los planetas. Esta secuencia de observaciones seguramente no fue la de los babilonios y egipcios. Los registros históricos indican que los antiguos concentraban su atención, inicialmente, en lo que sucedía en el horizonte, en el lugar del horizonte donde se levanta o se pone un astro. Muy especialmente se fijaban en las estrellas, porque son los únicos astros visibles que mantienen constante, a lo largo del tiempo, el lugar sobre el horizonte en donde salen y se ponen.
Sin iluminación artificial nocturna, que aclara el cielo y diluye la luz de las estrellas, sin polución, sin edificios altos que obstruyen el horizonte, nuestros antepasados podían pasar la noche entera siguiendo el curso de las estrellas en el cielo. Para nosotros, en las grandes ciudades, las trayectorias de la luna y el sol cuando están altos en el cielo son más conocidas que las estrellas o las posiciones de los astros sobre el horizonte.
Un poco de historia
Los primeros registros históricos de la astronomía antigua se remontan a los babilonios y egipcios. Los babilonios no tenían papel y lápiz, pero eso no les impidió hacer su documentación escribiendo con palitos en tabletas de arcilla, hace unos cinco mil años. Los egipcios, antes de haber inventado el papiro, usaban sus templos y tumbas-pirámides como puntos de referencia. Por ejemplo, cuando la estrella Sirio estaba en el este al amanecer, y el primer rayo de sol entraba por una rendija en una tumba e iluminaba la cara de la estatua del faraón ahí dentro... entonces se sabía que estaban por empezar las inundaciones del Nilo. Ese era el comienzo de lo que ahora llamamos verano.
La idea de usar monumentos para documentar -y por lo tanto poder predecir- los movimientos repetitivos de los astros que se notan a simple vista aparece en forma independiente en distintos pueblos en distintas épocas. Así, en Inglaterra, los habitantes de hace dos mil años hicieron grandes construcciones con enormes piedras que se supone eran calendarios. También hay evidencia de que los templos de Teotihuacán y Tenochtitlán en la Mesoamérica precolombina funcionaban como observatorios astronómicos.
Los escritos (códices) mayas y aztecas que se han preservado contienen almanaques solares y lunares, y hasta un calendario con la descripción de cien años de los movimientos de Venus.
Sabemos que los fenicios, que eran grandes navegadores, empleaban las estrellas para orientarse en el mar Mediterráneo. Y así también los polinesios; la historia del descubrimiento de Hawaii es la de una larguísima travesía, guiada por los cielos, a través del océano Pacífico.
Podríamos decir que las observaciones celestiales de los antiguos tenían tres objetivos: por un lado, la fase religiosa, de adoración, en la que el sol, la luna, los planetas y las estrellas son divinidades. Por otro, la fase pragmática de construir mapas para la navegación y calendarios que permitieran determinar las fechas del culto y las épocas para arar, sembrar, recoger la cosecha. En el medio queda el ejercicio de la astrología, que es la creencia en la influencia celeste sobre lo humano y consiste en emplear lo que ocurre en el cielo para predecir lo que va a suceder en la Tierra.
Nuestro punto de partida
La idea de hacer observaciones por el mero afán de adquirir conocimientos es muy reciente. Hemos heredado de los griegos esta ansia del saber por saber, el gusto por las teorías y explicaciones. Cuando decimos que la ciencia occidental tal como la conocemos tiene su origen en la forma de indagar de los griegos allá por los años 300 a.C., queremos significar que con los griegos nace la noción de ciencia como la búsqueda, por debate y consenso, de explicaciones racionales del mundo que nos rodea.
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