Gondwana Ranch
Tejas - 75042
EE.UU.
18 de agosto de 1999
Querida Mina:
Pronto entraremos en un nuevo siglo. Quizá descubramos en él la existencia de desequilibrios mentales que hoy desconocemos. Tú, que has regresado de entre los muertos, estás mejor preparada que yo para enfrentarte a ellos.
En lo que a mí se refiere, estoy más dispuesto que antes a reconocer que mucha gente sufre, a lo largo de su vida, alguna enfermedad mental extraña —sin por ello ser ni neuróticos ni psicóticos— que la ciencia, en la actualidad, no se muestra inclinada a admitir. También soy consciente de esos inefables estados psíquicos que muchos individuos que se rebelan contra la sociedad valoran tanto. No me interesan. En el relato que viene a continuación —en el cual los dos jugamos un importante papel— encontrarás terror, horror, acontecimientos increíbles, y algo que carece de cualquier tipo de nombre. Una especie de nostalgia por lo que jamás nadie ha llegado a experimentar.
¿Ocurrió en realidad? ¿Había perdido yo la cabeza? ¿Llegaste a atravesar aquellas terribles puertas que están al final de la vida? Todavía puedo contemplar, cuando cierro los ojos, pero con una nítida visión mental, aquellos entes malditos que hicieron su aparición. Y creo que antes preferiría volverme loco que permitir que campen a sus anchas por el mundo.
Sé paciente y conserva la esperanza. Aún nos queda un largo camino por recorrer juntos, amor mío.
Te quiero. Joe
En la sala de subastas de Christie, Manson & Woods, en Park Avenue, Nueva York, el día 23 de mayo de 1996, se vendieron diversos libros.
Un anónimo comprador adquirió una primera edición de la novela de Bram Stoker Drácula, y pagó por ella 21.700 libras. Fue publicada en octavo marquilla por Constable & Co., Westminster, en mayo de 1897, encuadernada en tapas amarillas estampadas en rojo. Este ejemplar se encontraba en muy buen estado.
En la hoja de guarda se leía, escrito en una diluida tinta Stephens, el siguiente texto:
A Joseph Bodenland,
Que les dio a los mamíferos su gran oportunidad…
Y a mí el título…
Afectuosamente
Este sorprendente mensaje estaba fechado en mayo de 1897, en Chelsea, y lo firmaba y rubricaba el autor del libro, Bram Stoker.
Introducción
EN LA REGIÓN DEL PLANETA donde el crepúsculo es permanente se erguía el Bastión.
Todo el territorio circundante era rugoso y mustio como piel ajada. Crecían allí arbustos aferrados al suelo; de inteligencia rudimentaria, algunas de esas plantas podían llegar a beber sangre humana —como las criaturas que habitaban el Bastión.
Seis hombres cruzaban este peligroso paraje caminando en fila india hacia los negros flancos del Bastión. Una cadena de hierro los ataba unos a otros con un grillete en el brazo. En el calor del perpetuo anochecer apenas llevaban ropa. Iban descalzos.
Avanzaban sin acelerar el paso, la cabeza y los hombros encorvados, sus miradas sin vida fijas en el suelo. La rigidez con que se movían se debía menos al peso de los grilletes que al desaliento que reinaba entre ellos, patente en cada músculo de sus cuerpos.
A ras de ellos volaba el vigilante de esta hilera humana. Había algo majestuoso en ese ser que batía las alas lentamente, impulsándose en el aire viscoso. También él, como los seis hombres que vigilaba, era esclavo de la costumbre; su único cometido era escoltarlos hasta los laberintos del Bastión.
En el pasado, antes de perder su espíritu de lucha, esos seis hombres habían tramado la huida muchas veces. Se decía que en algún lugar todavía quedaban ciudades derruidas donde vivían tribus de hombres y mujeres que habían logrado resistir a los Voladores con el declinar de los siglos: que en algún lugar, pese a la acometida de la noche, existían aún esas virtudes que los humanos tanto valoraron en otro tiempo.
Pero ninguno de los presos del Bastión sabía cómo llegar a esas ciudades de leyenda, y pocos tenían la resistencia necesaria para afrontar largas marchas por tierra.
Lo único que querían los seis hombres era volver a su prisión. Su turno de limpieza en el Mecanismo había terminado por ese día, les aguardaba la sopa y el descanso. Hacía mucho que el espanto de su situación les había embotado los sentidos. En los establos subterráneos, donde los humanos se hacinaban sin distinción, los esbirros de los Voladores les traerían sus raciones. Luego los dejarían dormir.
En cuanto al tributo semanal que habían de pagar en sangre durante el sueño… hasta esa pesadilla se había hecho rutinaria.
Sorteando las plantas sedientas de sangre, llegaron por fin con cierto alivio al enorme estoma abierto al pie del Bastión, que esperaba para engullirlos. El escolta se posó en el suelo, plegó las alas y los llevó hasta la cavidad. Los recibió un aire cálido y pestilente como el de un aliento enfermo.
La formación rocosa en la que se internaron subía tanto que se perdía en la atmósfera amarillenta, dominando el paisaje. Parecía un descomunal hormiguero. Nunca penetró en las estrechas mentes de sus arquitectos ningún concepto de simetría o elegancia: la construcción era azarosa. Algo parecido a una torre circular se elevaba en el centro, y daba la impresión de que la estructura entera era una especie de falo bestial que se había clavado en el cuerpo del planeta, atravesándolo.
De los costados del Bastión salían protuberancias laterales. Algunas parecían órganos deformes, retorcidas hacia el cielo o ladeadas; otras se arqueaban hasta la tierra agostada y se hundían de nuevo en ella, a modo de contrafuertes del edificio principal.
La mayor parte del Bastión estaba bajo tierra, en sus innumerables laberintos, criptas y establos. En el interior, la estructura era ciega; desde fuera no se veía ni una ventana. A los Voladores la luz no les gustaba.
Pero en las partes más elevadas había orificios toscamente tallados. Las idas y venidas por esos respiraderos eran continuas; los Voladores los usaban para lanzarse mejor al aire. Lo habían hecho al comienzo del tiempo, y lo hacían ahora en el final.
Sólo se libraba del siniestro tráfico el orificio en lo más alto de la mole, el mayor de todos: estaba reservado al propio Príncipe de las Tinieblas, el conde Drácula, señor del castillo. Desde esa prodigiosa altura se lanzaba al mundo cada vez que salía en una misión, lo que se disponía a hacer en ese mismo momento.
Mientras la cuadrilla de los seis hombres emprendía su tortuoso descenso a los subterráneos para descansar sumidos en la fatiga de los esclavos, en el Mecanismo otros cuatro hombres muy distintos se preparaban para salir.
En tiempos mejores, estos cuatro hombres habían sido todos científicos. Aunque eran prisioneros, los dejaban sin grilletes para que pudieran moverse sin trabas por el edificio. La especie que los mantenía cautivos estaba por genética incapacitada para la ciencia y los había secuestrado de distintas épocas de la historia pasada. Estaban vigilados. Pero eran necesarios para el mantenimiento del Mecanismo, lo que les aseguraba el bienestar dentro del Bastión: sólo tenían que trabajar hasta que les llegara la muerte.
El líder del cuarteto bajó del observatorio mirando la hora en su reloj.
Elegido de común acuerdo, era un hombre de elevada estatura bien entrado en los treinta. Los Voladores lo habían raptado del Siglo Obsidianal.
Su inteligencia y su espíritu indomable infundían valor a los demás. Alguien dijo una vez que su cerebro representaba el mayor logro de la especie del homo sapiens. El plan que en unos instantes pasaría de la teoría a la práctica era producto de su pensamiento.
—Quedan dos minutos, compañeros —dijo ahora, mientras cerraban sus instrumentos.
El Mecanismo —nombre que los Voladores le daban por ignorancia— era una mezcla de observatorio y central solar. Hacía mucho tiempo que la acción hostil del sol había destruido todos los observatorios espaciales.
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