Sender ya nos ha ofrecido anteriormente obras que tienen como marco la guerra civil española; recordemos, por ejemplo, Los cinco libros de Ariadna, en las que plasma muchas de las vivencias experimentadas personalmente durante su época de militante en el sector republicano. En esta ocasión nos relata la historia de Vares —a quien todos llaman el Superviviente—, un hombre que sorprendentemente supo vencer a la muerte tras haber sido fusilado y gravemente herido por los nacionales y que a partir de entonces, trasladado a los servicios de contraespionaje, trata sádicamente de vengar ese trágico trauma ayudado en sus matanzas por Paquita, espía y amante. Esta trama argumental de un realismo sobrecogedor es llevada de mano maestra por Sender, que pinta una situación de la pasada contienda en la que posiblemente la realidad supera a la ficción.
Ramón J. Sender
El Superviviente
ePub r1.3
Titivillus 03.01.17
Título original: El Superviviente
Ramón J. Sender, 1978
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
Revisiones
r1.3 Diversas erratas y actualizado a ePub base r1.2 (3.1.2017)
ePub base r1.2
A los jóvenes españoles que
no conocieron la guerra civil.
RAMÓN J. SENDER, De nombre Ramón José Sender Garcés, tras acabar el bachillerato, con diecisiete años, se escapó a Madrid, en donde falto de recursos, vivió como un vagabundo. Comenzó a escribir para algunos periódicos y trabajó en una farmacia. Su padre le recogió y le llevó a Huesca, trabajando allí como director del periódico La Tierra. Tras pasar por el ejército en la guerra de Marruecos, comenzó a trabajar en el periódico El Sol, como articulista y corrector, y también comenzó a escribir libros y colaborar en periódicos, alcanzando en poco tiempo reconocimiento. Intervino en revueltas anarquistas, lo que le llegó a costar la cárcel. Durante la Guerra Civil, combatió en el lado republicano, y fue enviado a Estados Unidos y Francia a realizar labores de propaganda. Finalizada la guerra, se exilió a México y de allí en 1942 marchó a Estados Unidos, obteniendo una plaza de profesor de Literatura Española en la Universidad de California en San Diego. En el año 1935, obtuvo el Premio Nacional de Literatura en su modalidad de narrativa, y en 1969, el Premio Planeta.
Fue un escritor muy prolífico, cultivando la narrativa, el ensayo y el teatro.
I. El superviviente Vares
Como yo temía —porque no me gusta hablar de cosas demasiado patéticas—, una noche después de cenar en casa de los Ghizé me pusieron un magnetófono delante y Alef soltó a reír y dijo:
—No hay salvación.
—Bueno, lo contaré. Es algo que sucedió aunque parezca increíble. Fue uno de esos errores siniestros que se dan en la atmósfera de las guerras civiles y en esos intervalos sórdidos que hay entre las pasiones, las ideas y los instintos criminales de la gente.
Mis amigos me escuchaban y yo me encontraba en vena de confidencias y seguía:
—El hombre es un animal que necesita matar y mata unas veces de una manera estúpida, otras de una manera más o menos inspirada y siempre con sobretonos cantarines, líricos y gozosos, con himnos cara al sol o de espaldas al sol. Necesita matar y copular y volver a lo uno y a lo otro con una frecuencia igualmente atractiva e igualmente obstinada y tenaz.
Mientras no puede hacer lo uno ni lo otro trabaja, no para crear algo, sino para comer, beber y seguir en la tesitura de copular, fecundando o no, y de matar cada vez que se presenta la ocasión.
Esta segunda ocasión fue en Guadarrama el 28 de julio de 1936. Mandaba el frente el general Asensio con ese aire soñoliento y aburrido que toman los generales cuando no pueden matar personalmente, sino por delegación, ni copular porque en el frente no hay hembras. Y el protagonista del asesinato fue el que más tarde llegó a ser conocido como comandante Vares, un nombre falso. El protagonista no fue el asesino sino la víctima. Cosa rara, ¿eh? Me refiero al primer incidente, que da lugar a esta narración.
Fue una víctima que sobrevivió.
Lo fusilaron los fascistas sin lograr matarlo. Una de esas cosas raras que suceden en las guerras civiles. Viven hoy todavía muchas personas que se acuerdan de ese caso lo mismo que yo. Es decir, no tan bien como yo, porque yo era amigo de Vares.
Era Vares en aquel frente mi mejor amigo. Hombre culto que se interesaba mucho por los problemas de la siquiatría moderna, aunque no era su profesión. Más que el soldado usual de las guerras civiles —un soldado político, es decir, partidario apasionado de una bandera— estaba en el frente como curioso espectador. No hay que engañarse, sin embargo. Tenía profundas convicciones democráticas y una ametralladora a su cargo.
Lo que le sucedió se cuenta fácilmente. Alguien mandó rectificar algunas trincheras hacia adelante y en una descubierta matinal los fachas atraparon a Vares. Sin llevarlo a la comandancia y sin juicio ninguno lo arrimaron a un ribazo y le pegaron cinco tiros. Así de simples eran entonces las cosas.
Pero Vares no recibió ninguna herida mortal, volvió corriendo a su trinchera cubierto de sangre —rostro, manos, pantalones— y dando rugidos. Fue para mí también una experiencia horrible. Creí que la muerte —la mía— toda mi sangre rota y roja me caía encina. También yo grité como él:
—¡Oh, los hijos de la gran puta!
Llamé a los sanitarios que le hicieron las primeras curas —diez heridas, cinco de entrada y otras tantas de salida— y lo llevaron a El Escorial, dos kilómetros más lejos, donde había un hospital de sangre con todos los servicios. La mayor preocupación de los médicos al llegar la ambulancia era, como siempre, saber si Vares tenía alguna herida en el vientre.
Por fortuna no fue así. Y decían asombrados: «¡Qué fortuna, la suya! ¡Qué suerte ha tenido!». En cuanto a Vares seguía repitiendo:
—¡Oh, los cabrones, maricas, hijos de la gran cerda!
Resultaba cómico porque no se sabía si se refería a los médicos o a los fascistas.
Desde mi trinchera tiramos alguna granada y dos morterazos que debieron hacer pupa. Espero al menos que atrapamos a alguno de los culpables.
Pero así son las cosas. Nosotros no éramos menos hijos de puta que ellos aunque fueron ellos los que habían comenzado la guerra y nosotros nos defendíamos como podíamos. También con himnos, canciones y gozosos fusilamientos y cañones y aviones. Y paseos en la Casa de Campo y en la Moncloa.
En fin, ya se sabe. Lo de todas las empresas bélico-patrióticas: redimir a tiro limpio a la nación y a la humanidad.
Como se puede suponer, cuando Vares salió del hospital era un hombre distinto. Los ojos más hundidos, los arcos de las cejas más altos e hirsutos, más pálido también por la pérdida de sangre, y la línea de la boca torcida. Le faltaban cuatro dientes y tal vez para disimular su voz quebrada hablaba lo menos posible.
Por la misma razón quizá —para ocultar la falta de dientes— no sonreía nunca.
Hablaba muy poco. Antes de que lo fusilaran era un hombre locuaz, pero parecía haber quedado mudo. Lo llamábamos «el superviviente» y a él no le parecía mal. Algunos soldados campesinos lo entendían a su manera y decían «el sobreteniente» o el «teniente mayor». Otros «el fusilado» y algunos «el resucitado».