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Ramón J. Sender - El futuro comenzó ayer

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Ramón J. Sender El futuro comenzó ayer
  • Libro:
    El futuro comenzó ayer
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1975
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Luz

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Las fronteras

No hemos considerado casi nunca la importancia que tienen las fronteras. No me refiero a las geográficas y políticas, sino a la dimensión fronteriza que existe en todas las cosas y que es la base de nuestros juicios de valor, ya que juzgamos por comparación y ésta cristaliza en el juicio y éste se produce en la frontera.

En una frontera interior, casi siempre.

Los grupos culturales que constituyen minorías, por ejemplo los judíos, lo saben mejor que nadie. Tampoco lo ignoran los europeos que viven en USA. Ni los latinoamericanos, y mucho menos cuando viven cerca de las fronteras geográficas, como en California o en Arizona.

La frontera es una circunstancia exterior o interior en la que no se ha reparado bastante.

Los novelistas lo sabemos bien.

Los antiguos o los modernos, porque la circunstancia era la misma ayer que hoy.

Una novela moderna es en los Estados Unidos, además de una obra de imaginación, un documento de algún valor informativo en los terrenos social y moral y, de un modo u otro, lo que han sido siempre las grandes novelas en todas partes: una revelación en profundidad sobre la sociedad en la cual vivimos. Todas estas cosas es «The March-Man», además de una obra de arte.

El mérito de esta novela consiste en iluminar los diferentes niveles de una abstracción: las fronteras. Uña frontera solía tener una sola dimensión longitudinal. En la novela resulta que la frontera tiene no sólo longitud y latitud, sino también profundidad. «The March-Man» es un título intrigante, como suelen ser los de las novelas modernas. No sólo quiere decir «el hombre del movimiento», sino también el hombre de fronteras, ya que en inglés se dice marches, como en español se decía «marcas» (y de ahí marqués, es decir, comandante de territorios fronterizos). Por añadidura, el protagonista, Franklin Carey, por casarse con una marquesa italiana pasa a ser marqués consorte, aunque no legalmente, ya que la ley norteamericana desconoce y considera ilegítimos los títulos nobiliarios, lo que a todos nos parece muy bien.

Si las fronteras tienen profundidad, no hay duda de que en ningún continente como en América esas profundidades han de ser perceptibles. En el Norte se mezclan las sangres sajona, inglesa, francesa, española, portuguesa, rusa, china, africana. Lo mismo sucede en el Centro y el Sur del continente, aunque se den con menos frecuencia los rasgos anglosajones y predominen los latinos. Esta novela de Keith Botsford se propone hacer luz sobre las complejidades de esa mixtura en el alma de un norteamericano típico y en la de Harry, su hijo. El «marchman» es Franklin Carey, quien se casa con la italiana Marzia y va con ella a Europa, donde el matrimonio vive veinte años. Después vuelven a California, falso edén para unos y verdadero para otros, resumen de virtudes y defectos de la América de hoy. Franklin nos muestra lo que es Europa para él y Marzia lo que es América para ella. En el hijo, Harry, se ven las dos influencias en colisión.

Y los matices son intrigantes.

En la marquesa italiana, como en toda la aristocracia italiana (incluidos los Médicis) y en la española, incluidos los Alba, hay sangre semítica. No mejor ni peor que otras, pero con algunos caracteres propios.

Y entre unos caracteres y otros hay matices de una cierta sutileza.

El autor ha ideado una manera para presentar los aspectos diferentes de esos niveles de modo que, aunque resulte la novela en su conjunto un poco barroca, permite ver con claridad el problema del hombre-frontera desde ángulos contrarios. Al comenzar la narración, el protagonista ha muerto ya. Pero va haciéndose presente, primero, por lo que de él escribe su hijo Harry; después, por lo que escribe su viuda, Marzia. Más tarde, por lo que recuerdan y refieren una hermana y el cuñado italiano, quienes añaden a la persona del héroe vastas dimensiones no descubiertas antes.

El autor recurre a procedimientos honestamente arriesgados, es decir, nuevos dentro de la gran tradición del análisis afectivo, moral, intelectual y espiritual. Y la perspectiva interior se ilumina y engrandece permitiéndonos ver situaciones, símbolos y accidentes a veces de una sorprendente eficacia informativa y otras de una belleza lírica genuina.

Los niveles de una frontera constituyen un tema tentador, y más en este continente que en ningún otro. No hay duda que la profundidad física o moral es la dimensión más tentadora para un novelista. Sin necesidad de recordar las cosas que vio Don Quijote en la cueva de Montesinos, la tercera dimensión es la que mayores promesas hace a los hombres de imaginación. Y en los Estados Unidos esas fronteras las hallamos a cada paso, en las universidades, las iglesias, los restaurantes, las calles. En el mismo hogar. Definir los niveles de la promiscuidad evitando la confusión es una tarea meritoria.

El lector se encuentra a veces en conflicto con los diferentes narradores de las tres partes en las que se divide la novela, aunque ese conflicto no llega a ser confusión.

Por ejemplo, cuando Marzia declara, muy segura de sí, que Europa es la civilización —por oposición a América del Norte, que representa alguna forma de juvenil barbarie—, Marzia se equivoca. Europa no es la civilización, sino la cultura, lo que es diferente. El matiz vale la pena de ser subrayado. Civilización verdadera sólo puede haberla hoy en naciones sin pasado feudal donde la convivencia en la urbe (civilización viene de ciudad) ha sido la base de la ley presente y es la norma del futuro. La civilización presupone una tendencia al grupo social y a los valores de colectividad. La cultura, en cambio, es un hecho individual que puede no trascender fuera del individuo. Así, en Europa hay minorías cultas que pueden ser y son ocasionalmente más refinadas que en los Estados Unidos, pero la influencia de esas minorías sobre las masas es con frecuencia nula.

Por motivos todavía no bastante analizados —tal vez por la existencia de formas feudales—, en la América Latina sucede algo parecido. Las minorías cultas se parecen más a las minorías de Europa que a las de los Estados Unidos. Así, pues, se puede establecer de un modo general (errores parciales comprendidos) que el nivel de civilización y de educación es más alto en los Estados Unidos que en Europa, lo que parece natural en un país que es el más rico del mundo. Pero en lo que se refiere a las minorías cultas, especialmente en arte y letras, Europa todavía conserva la palma. ¿Es bueno o malo? Es un hecho que, como los de la naturaleza en el mundo vegetal o mineral, no necesita calificación.

Si en algún aspecto concreto, como la física nuclear, América tiene minorías superiores a las de Europa, no hay que olvidar que llegaron aquí esas minorías con algunos grupos de hombres de ciencia formados en el Viejo Continente.

Cuando el protagonista de «The March-Man» va a Europa, recibe una impresión de decadencia. Todo es prestigioso, pero sombrío y ruinoso. Es decir, decadente, por más que el prestigio de la cultura de las minorías disfrace la decadencia. Sin embargo, hay un encanto más o menos enfermizo en la vida europea. Es el prestigio de lo que declina y, hasta podríamos decir, de lo que se acerca a la muerte. Las artes gustan de ese prestigio y suelen cultivarlo con una especie de gozo culpable. Ahí radica la sostenida atención de Faulkner por el Sur aristocrático (en desintegración), la misma atención de los autores teatrales en boga como Miller y Williams. Y hasta en las artes menores, como la novela regional con su exaltación de los héroes indios y las costumbres de los navahos, los apaches, los comanches, casi extinguidos. El prestigio de lo que muere es radiante a veces como una puesta de sol en el mar. Los artistas, mayores o menores, lo saben muy bien. Güiraldes, en «Don Segundo Sombra», ofrece un ejemplo.

Por su parte, la impresión de Marzia cuando llega a California es de confusión y aburrimiento. La gente en América tiene miedo de estar sola, se mueve demasiado en relación con las necesidades de la vida, parece querer vivir en extensión lo que no vive en profundidad.

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