Ramón J. Sender - Ramú y los animales propicios
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- Libro:Ramú y los animales propicios
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1980
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Ramú y los animales propicios: resumen, descripción y anotación
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U no duda a veces antes de considerar animales a los insectos. La verdad es que hay una diferencia enorme entre ellos y los vertebrados del mar o de la tierra y más aún los vertebrados mamíferos. Pero, en definitiva, animal es todo aquel individuo (unidad de materia activa) que se mueve por sí mismo, que se alimenta y se reproduce y que tiene alguna forma de actividad propia y distinta y a veces inteligente desde el punto de vista nuestro, es decir, de los hombres.
Así, pues, podemos incluir a algunos insectos entre los animales con quienes uno ha tenido relación gustosa a lo largo de la vida. Por ejemplo, los grillos. ¡Fueron la primera relación que tuve en mi infancia fuera del mundo familiar! Los grillos.
Además, mi amistad con ellos me puso en el trance de hacer algo útil con mis manos de chico de cinco años. Una jaulita con dos pequeñas superficies de corcho (el suelo y la techumbre separadas por un enrejado de alambres).
Dentro de aquella jaula ponía un grillo, luego le llevaba un trocito de verde lechuga, colgaba la jaula en la pared y el grillo rompía alegremente a cantar. Yo no creía lo que me decían entonces: que no cantaba sino que producía aquel agudo y monótono cri-cri-cri frotando sus élitros. Es verdad que cuando cantaba yo veía que temblaban dos especies de alitas, una a cada lado de su vientre negro. Pero no podía comprender que con aquellos pequeños instrumentos produjera un sonido que se oía por todo el pueblo.
A los cinco años, pues, yo tuve mi primera relación con los animales, es decir, en el sentido humano, o sea con la aptitud dominadora. Había conocido gatos y perros, pero no se sometían a mí. Más bien me evitaban, sobre todo los gatos, que no se han fiado nunca de los niños. Sólo los toleran cuando ellos mismos son bebés. Es decir, antes de alcanzar la edad de seis meses, que es cuando se consideran adultos.
Y lo son. Al menos son capaces ya de procrear y dan también su canción amorosa por los tejados, que se oye por todo el pueblo, como la de los grillos. Incidentalmente la de los grillos es también una canción romántica y amorosa.
En algún libro mío he contado cómo cazábamos los grillos. Tenían que ser grillos machos, porque las hembras no cantan. Suelen vivir debajo de la tierra y tienen en ella dos caminos —dos orificios—, uno de entrada y otro de salida de emergencia por si llueve. Como no siempre llueve, los chicos sabíamos hacerlos salir orinándonos sobre uno de aquellos orificios. Entonces el grillo salía por el otro, escandalizado. Y lo atrapábamos.
Distinguíamos el macho y la hembra muy bien. Los campesinos hacen intervenir el sexo de los grillos en sus «dijendas». Por ejemplo, cuando alguno de ellos cuenta algún hecho inverosímil o miente deliberadamente, el que lo escucha suele decir:
—Ésa es grilla.
Quiere decir que no canta. Y que no «cuenta». Es como aconsejar al embustero que se ahorre la molestia de mentir.
A pesar de la codicia infantil por los grillos, no solíamos tener más que uno. La razón estaba sin duda en que para conservarlos teníamos que fabricarles una jaulita y no éramos capaces de encontrar bastantes láminas de corcho ni bastantes alambres para todos. Así, con uno me bastaba. Uno que cantara alta, sonora e inspiradamente.
Es curioso que las familias que suelen molestarse con las aficiones y caprichos infantiles no se oponían a que tuviéramos nuestro grillo. Y en las noches de verano gritaba como un condenado. Pero supongo que por ser su canción monótona y monorrima era más bien una ayuda para el durmiente que un obstáculo. Ya se sabe que los sonidos y las luces y los movimientos monótonos, reiterativos, ayudan a dormir. Será porque el feto en los últimos tres meses de vida intrauterina no hace sino dormir y oye día y noche el constante bom-bom-bom del corazón de la mamá.
El cri-cri-cri del grillo no era para mí menos dulce.
Vale la pena anotar que la fealdad del grillo, del mismo género que la cucaracha, era compensada muy ventajosamente por su canción. Los valores estéticos que impresionan nuestra imaginación pueden cambiar la naturaleza de la materia. Nos repugnaba la idea de tocar una cucaracha. Pero podíamos llevar tres grillos en el seno, entre la camisa y la piel y sentir con amistosa complacencia sus seis patitas subiendo o bajando.
Otros casos veremos más adelante donde se da la misma notable circunstancia con seres de otras especies.
Las antenas del grillo deben ser extraordinariamente sensitivas. Yo creo que con ellas, en la noche, perciben como los detectores de radar corrientes extragaláxicas. Al menos se transmiten mensajes a larga distancia lo mismo que las hormigas. Se envían «telegramas» aunque el lenguaje de las hormigas es diferente como lo es en la tierra o en el mar el de cada especie.
La jaulita era mi primera obra si no de arte, de artificio. El arte lo ponía el grillo cantor.
Además de ser canoros los grillos tienen méritos de carácter práctico muy dignos de nota. Por ejemplo, profetizan y predicen el tiempo que va a hacer. Los campesinos de Aragón lo saben bien. En América en cambio las estaciones de televisión que tienen especialistas en meteorología se equivocan a veces. A media tarde por ejemplo yo las oigo decir que «mañana va a hacer frío» y cuando vuelvo a casa en la noche (hacia las diez o las once) oigo cantar en la esquina entre el césped un grillo. Yo sé que sólo cantan en la noche cuando el día siguiente va a ser caluroso. Entonces me burlo de la televisión, que se equivoca porque no cree en los grillos y no tiene uno a quien consultar.
Sólo tiene meteorólogos.
Otro animal con el que estaba familiarizado en aquellos tiempos de mi infancia era el saltamontes. Con ellos hacíamos negocios, cambalaches, como si cada uno de aquellos insectos fuera una moneda. También los llevábamos en el seno y eran muchos más en número que los grillos. Sólo valían los que tenían las serretas enteras. Los que tenían alguna quebrada valían menos o los desdeñábamos del todo.
Un insecto raro y lujoso (e inaccesible o poco menos) era la libélula. Ignoro por qué los chicos de la ribera del Cinca las llamaban «capachurrinas». Tal vez por instinto de venganza las envilecían, ya que no conseguían capturarlas.
Capachurrinas.
¡Bah!
El complejo de castración del que tanto habla Freud y que tienen tantas personas mayores (hombres, claro) y por eso tratan de tener los más hijos posibles, nos era del todo ajeno. Chicos había que se escondían cuando llegaba de Francia un capador de cerdos y gatos, pero eran chicos que habían declarado su ambición de ser curas y el zapatero anarquista les había dicho:
—Peor para ti, zagal. Porque tendrán que caparte.
Y para acabar de convencerlos o asustarlos cantaba aquello de
A los curas los capan este año
quiera Dios que no capen a mi amo
porque me ha prometido unas medias
y si me lo capan me quedo sin ellas.
Nosotros no podíamos entender aquello a los cinco años, pero a los ocho algunos monaguillos se escondían en el granero de su casa cuando oían en la calle al capador anunciándose con la siringa de Pan, lo mismo que solían anunciarse los afiladores.
Claro es que ni los grillos ni los saltamontes se podían considerar animales. Al menos no pertenecían a nuestra clase de vertebrados mamíferos.
Los perros y los gatos eran ya parientes nuestros. Y el primer perro que conocí digno de mención se llamaba Adán. Adán quiere decir en lenguas fenicias «el primero».
Un perdiguero esbelto y color tabaco, de pelo corto y reluciente. Un hermoso animal. Un amigo de mi padre, gran cazador, se enamoró de él y tales fueron sus súplicas que mi padre se lo regaló.
Adán, pues, salió de mi casa para ir a la del entusiasta cazador.
Pero no me olvidaba. Mientras vivió no dejó de venir a verme un solo día. Y eso que su nueva vivienda estaba al otro extremo del pueblo.
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