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Ramón J. Sender - La mirada inmóvil

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Ramón J. Sender La mirada inmóvil
  • Libro:
    La mirada inmóvil
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1979
  • Índice:
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La mirada inmóvil: resumen, descripción y anotación

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I

EN EL HOTEL TÉRMINUS

La calefacción estaba alta y además había una gran ventana rasgada a lo ancho del muro llena del sol de una tarde dorada y falsamente prometedora para Agamenón. El cielo era de un azul fluido y tenía reflejos intercambiados con los del mar.

Hacía demasiado calor a pesar del regulador termostático que solía funcionar bien.

Acostado y sólo, Agamenón pensaba que cuando era joven no podía decir que amaba la vida. Vivía y eso le parecía bastante. Al mismo tiempo tenía miedo de la muerte. Ahora en cambio y a pesar de sus años amaba la vida más que nunca. En cuanto a la muerte le tenía sin cuidado. Se podía decir que la amaba también, en cierto modo, como integrante de la vida. En su complejo misterio inevitable podía haber además, implícito, algo parecido a una promesa. Para él solo y no sabía cual. Tampoco tenía interés en averiguarlo porque a sus años estaba fuera de lugar cualquier mañana prometedor. Resultaría más adecuado un mañana prometeico pero con un Prometeo desencadenado y sin buitre.

Las voces humanas en los hospitales suenan de un modo diferente que en un hotel y sin embargo los hospitales modernos parecen hoteles de lujo, pero no de un lujo decorativo sino funcional. Las voces también eran naturales y familiares. El dolor o el peligro suprimían las inflexiones, modulaciones y giros falsamente afables. El único que se permitía a veces ser impertinentemente cortés era el enfermo. Por ejemplo Agamenón. El dolor nos hace naturalmente receptivos —sensitivos— y lo comprendemos todo un poco mejor. Era lo que le pasaba a Aga.

Comenzaba a caer la tarde cuando llegó un joven ayudante rubio, acompañado de otro negro de la misma edad. Debían ser estudiantes de medicina y querían sacarle sangre a Agamenón para un análisis. Pero él rehusaba mirando de reojo al negro, no sabía por qué, ya que no tenía prejuicios de raza. Pero el hecho de que le pidieran sangre en presencia de un negro resucitaba viejos atavismos.

—¿Señor Agámenon? —dijo el rubio poniendo el acento en la segunda A.

—No Agámenon, sino con el acento al final. ¿Oye? Agamenón.

—Venimos a sacarle sangre para un análisis.

El negro sonreía y esperaba en silencio. El enfermo preguntó:

—¿Wasermann?

—Sí, señor.

—Yo sé que no estoy sifilítico —advertía Aga un poco ofendido.

—Pero hay que analizarle la sangre y dejar constancia en el récord del departamento de cirugía.

—¿De dónde sacará la sangre si yo se lo permito?

—Del brazo.

—¿Cuánta?

—Algunos centímetros cúbicos. Digamos, seis.

Aga reflexionaba:

—Se trata de mi sangre y la cantidad me parece excesiva.

—¿Cinco?

—Es mucho. Además si se trata de averiguar el grupo de mi sangre lo sabe ya el cirujano.

—Es que necesitamos también el índice de coagulación.

—Eso, con un pinchacito en el dedo, basta.

—Sí, señor. ¿Pero para qué molestarle dos veces? Si tenemos la sangre del brazo no necesitamos la del dedo, usted comprende.

—No es tan seguro que tenga usted la del brazo.

—¿Se niega, señor Agamenón?

Ahora dijo su nombre correctamente con el acento al final, y ese le gustó al enfermo:

—En todo caso prefiero que me corte la cabeza a esto de andar cada día jugando en mis venas con agujas y jeringuillas.

—Su cabeza no nos interesa, señor.

—A mí tampoco y en eso estamos de acuerdo. No tanto en lo que se refiere a las sangrías y lo siento. Me parecen muchos centímetros cúbicos.

—Pongamos cuatro.

—En esos cuatro hay millones de glóbulos rojos muy necesarios para mi bienestar con leucocitos y fagocitos. Y mi vida no me interesa tanto como mi comodidad.

—Entonces ¿no quiere usted?

—No creo que sea necesario. Es mejor que me dejen en paz.

—El doctor lo manda, las regulaciones del hospital lo mandan, también.

—Lo importante aquí no es el médico ni el hospital sino el enfermo, y el enfermo soy yo. El reel Mc Coy soy yo.

—No hay duda, pero si no consigo su sangre nos creará a todos un problema. El orden del Centro Quirúrgico se alterará y la operación se hará en condiciones deficientes.

Agamenón cerró los ojos, alzó las cejas, produjo un pequeño chasquido de resignación con la lengua y tendió el brazo desnudo:

Help yourself (Sírvase usted), pero no más de cuatro centímetros cúbicos y termine pronto.

El ayudante se apresuró a ponerle una goma en la parte alta del brazo antes de que el enfermo cambiara de opinión y esperó que se hinchara una vena en el lado interior del codo. Luego preparó la aguja. Agamenón abrió los ojos y miró la jeringuilla con recelo.

—No se ve la vena —dijo el auxiliar negro, tímidamente amable.

—Tal vez yo no tengo la vena que ustedes buscan.

—Todos la tienen, señor —dijo el negro con firmeza.

—Pues búsquela usted. Es su obligación.

Pasaron algunos segundos, la vena no se hinchaban ni se veía a través de la piel blanca.

—No aparece. ¿Quiere usted cerrar el puño con fuerza?

—¿Así? —y lo hizo como si fuera a darle un puñetazo. El negro se apartó.

—Eso es. Pero no se ve la vena, todavía.

—Ya se lo dije a usted.

Se divertía Agamenón y el otro seguía buscando una vena por el brazo.

—Podría pinchar en otra parte, porque aquí no la veo.

—Puedo prestarle mis gafas.

—No las necesito, señor.

—Pues ande usted, pinche donde quiera y acabe pronto.

El ayudante pinchó por fin en la muñeca y sacó sangre. Se fue contento con su caja de tubos de ensayo y su compañero negro se quedó un momento mirando a Agamenón con una expresión de simpatía y extrañeza. Pensaba que la sangre de la muñeca «no servía».

Después llegó una enfermera con un jarrito de cristal y dijo a Aga en inglés (traduzco exactamente sus palabras): «¿Quiere usted poner aquí un spécimen de agua pasado por su cuerpo?» Tardaba Aga en comprender que lo invitaba a orinar. Otro análisis. Obedeció volviéndose de espaldas para evitar la exhibición y ella se fue, contenta.

Aquello era diferente. La orina se puede dar sin fagocitos ni leucocitos.

Es fácil hacer feliz a la gente en los hospitales sobre la misma base que fuera de ellos, es decir dándoles algo. Pero no habían hecho sino comenzar. La misma enfermera volvió y lo invitó a ir al gabinete de radiografía para una foto de los pulmones. Debía ser de parte del doctor Carr. Los pulmones de Aga no le habían molestado y suponía que no necesitaban atención. Pero por si acaso… Durante la foto de rayos X le impresionó el frío de la plancha vertical en el pecho desnudo.

A todo esto las enfermeras le habían contado el número de pulsaciones, registrado el índice respiratorio y la tensión arterial. Se iban luego con sus secretitos quimicoterápicos. Nunca se los decían a Aga y él no preguntaba para evitarle a la enfermera la incomodidad de contestar mintiendo.

Le daban ganas de decirles a todos que su salud y su vida no valían tanto y que hay seres humanos que prefieren tal vez morir en casa y en paz su muerte natural (que es en cierto modo una muerte saludable) a vivir en un hotel terminal asediado por la curiosidad de los médicos que quieren imponerle a uno una muerte de laboratorio. En América el enfermo existe para el hospital y no el hospital para el enfermo. Tal vez es ahora igual en todas partes. Recordaba Aga que la noche anterior llegó una enfermera y hallándolo dormido lo despertó sin embargo para darle una cápsula somnífera. Oh, las regulaciones de la administración. «Doctor orders». Y todo es disciplina, sentido técnico de modernidad —no digamos científico porque la medicina no es una ciencia— y de una supuesta eficacia cada día mayor. Aunque la muerte que llega es siempre la misma. Igualmente pasada de moda en el aldeano analfabeto y en el príncipe. En el hogar y en hotel terminal. Y sin embargo obstinada y reiterativa.

El cuarto era cómodo, espacioso, con muchas lámparas, enchufes, teléfonos, uno en la mesilla, otro interior e invisible en el muro al que se respondía sin aparato alguno, de viva voz natural como si la persona que hablaba estuviera dentro del cuarto. Y había filtros de aire, enchufes para diversos fines y uno especialmente misterioso cuyo tapón de cobre labrado tenía una palabra con lindas letras: oxígeno. Una palabra simpática, esa.

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