Ramon J. Sender - Tres ejemplos de amor y una teoría
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- Libro:Tres ejemplos de amor y una teoría
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- Año:1969
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Tres ejemplos de amor y una teoría: resumen, descripción y anotación
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Antes de comenzar
Muchas definiciones se han hecho del amor y no voy a añadir una más. Pero creo que el amor es, además del deseo de posesión de lo bello, la motivación de toda presencia sostenida por alguna clase de armonía estable.
Podríamos decir que es la razón primera y la privada base de toda acción positiva en nuestra vida. Es, en fin, el secreto motor del ser.
Seguir hablando del amor en estos términos y niveles sería difícil sin perdernos en los confusos y brillantes laberintos de la mística y de la poesía. Vamos a tratar de limitarnos al amor entre hombre y mujer, es decir, a las circunstancias que acompañan el deseo de posesión de lo bello y de lo amable.
Todos nos inclinamos hacia lo deseable. A veces lo hemos poseído, y con el amor hemos tenido la sensación de alguna clase de plenitud. Cada cual tiene alguna clase de teoría sobre el amor y la mía es un poco chocante, pero tan legítima como cualquier otra. Nadie ignora que un día fuimos entidades bisexuales en el mar o cuando nuestros remotísimos abuelos probaban a salir de él como algunos moluscos ahora, que son hermafroditas todavía. Nosotros tenemos aún restos de feminidad en los pechos y las hembras reminiscencias masculinas del pene. Un día fuimos todos al mismo tiempo hembras y varones, muchísimos siglos después de aparecer las células primarias. Pero un día también sucedió un hecho estupendo sobre el que los naturalistas no tienen duda alguna: la mujer se nos separó. Los naturalistas determinarán algún día cuándo se produjo ese hecho estupendo.
Desde el día que la mujer se nos separó (en el génesis se habla de un hecho que parece ser una alusión alegórica), el hombre busca a la hembra para reintegrarse en su unidad de origen y la hembra busca al hombre con el mismo fin. El hombre quiere entrar a toda costa y riesgo por el lugar por donde salió, y sólo habiendo entrado alcanza por un instante el gozo de esa reintegración. La mujer penetrada, también.
Para los dos esa ambición de la reintegración definitiva en un solo ser es indispensable y para los dos es imposible. No pocos dramas y tragedias nos recuerdan cada día, a lo largo y a lo ancho del mundo, esa necesidad y esa imposibilidad.
Los que acusan a la mujer de veleidad o al hombre de rijosidad y de vanidad sexual son injustos. Es la especie misma velando por su permanencia. Como todo lo que existe, la especie quiere seguir existiendo. De ahí la búsqueda desenfrenada y constante entre hombres y hembras. Todos buscamos la ilusión de una victoria en la tendencia reintegradora. Y a nadie se la niega la naturaleza, aunque no tardamos en comprender una vez más que esa reintegración total es indispensable, pero es imposible.
Sin embargo, el hombre no renuncia nunca. La mujer tampoco. En nuestro mundo inconsciente sabemos que eso fue un día verdad. Que esa integración ha existido. Nunca podremos convencernos de que no sea posible volver a producir la coyuntura que fue cierta un día. Y los enamorados querrían abandonarse el uno al otro en esa sensación de plenitud y no salir nunca de ella.
En ese sentido se podría pensar que Don Juan es un hombre sabio que ha renunciado a la reintegración y a la identificación con el objeto deseado. De acuerdo con las leyes de la especie, Don Juan busca la hembra, la posee y la abandona para buscar otra. La frecuencia del coito es tal vez la única manera de acercarse lo más posible a la reintegración física, y en cuanto a la otra, la moral, le tiene sin cuidado.
Pero Don Juan no es un hombre común. La mayor parte de los hombres y las mujeres se enamoran y cuando esto sucede querrían sentir el objeto de su amor como una parte de su propio ser, por lo menos en el mundo moral: una sola conciencia, una sola imaginación, un solo deseo, un pensamiento común a los dos. Como esto no sucede después de la saciedad de la carne (después de algunas horas o algunos días o algunos años de convivencia), viene la fatiga, la decepción y con frecuencia el odio, ya que cada cual culpa al otro de su propia frustración y de esa imposibilidad al ver que el otro busca en personas diferentes alguna experiencia nueva (que le hace sentirse más próximo al inefable ideal) en la dirección de esa reintegración necesariamente y obviamente inalcanzable.
Tal como lo digo parece muy simple, pero si se detiene uno a ver las cosas de cerca en el fondo de cada amor frustrado (y sólo no son amantes frustrados los que carecen de imaginación), aparece ese extraño pero natural hecho.
Así la gente de veras razonable no pide en la experiencia del amor sino una cosa: que la ilusión dure. En general, la ilusión no dura. Al mismo tiempo que llegamos a la saciedad en el objeto de la posesión, y después de los primeros actos de esa posesión, descubrimos alguna clase de desmejora física y moral (si no otra el rendimiento mismo a nuestro deseo). Y pronto se crean circunstancias como las siguientes:
a) Deterioro de la ilusión.
b) Gratitud de los sentidos basada en la plenitud del deleite y gozo y esperanza de hacer de esa plenitud un hábito permanente.
c) Avance en la dirección de un ego ideal y conciencia de la necesidad de mantener ese avance. Descubrimiento de la imposibilidad.
d) Desistimiento no del poseer ni del gozar, sino del ser (amenaza de la frustración).
El deseo es el primer movimiento en la dirección del amor. El amor logrado es la plenitud de esa reincorporación en la unidad primitiva de los dos sexos (una sola unidad física y moral). Como decía, un día el hombre y la mujer estuvieron juntos en un organismo —así están todavía en algunas especies— y a lo largo de cientos de milenios de evolución y adaptación al medio se separaron. Desde entonces buscamos afanosamente la reintegración en esa unidad que es físicamente imposible y moralmente necesaria. Absolutamente necesaria y absolutamente imposible, a pesar de la generosa promesa y la corta experiencia del orgasmo.
De ahí que la plenitud de esa reincorporación ilusoria sea tan ardua de obtener y tan delicada y problemática de mantener. Porque tiene que tener algún apoyo en una clase de realidad aceptable para nuestra memoria y nuestra esperanza físicas y también para las exigentes normas de nuestra razón y para nuestra imaginación, ya sea orgiástica o catastrófica (a veces las dos cosas a un tiempo). En fin, para nuestro estar circunstancial.
Gran problema ese que los psiquiatras tratan de reducir a fórmulas y que no se resolverá nunca del todo. No hay fórmulas como tampoco las hay en el arte ni en el sentimiento religioso, pero hay algunas constantes en la conducta ordinaria y algunas insistencias en lo extraordinario que permiten establecer bases para la especulación. ¿Quién no las ha inventado alguna vez para su propio uso?
La metafísica última del amor es inaccesible a la razón como lo es la de la libertad y también la noción de lo divino. Podemos percibir su misteriosa presencia, formular a veces su problema, tal como lo vemos. Pero no penetrar en su esencia con las luces de la inteligencia positiva.
Hay, sin embargo, niveles intermedios de los cuales depende con frecuencia la sensación de plenitud y su proyección hada la reintegración en la gran esfera de origen, es decir, en ese milagroso regreso a algo que fue y que podría volver a ser no sabemos cómo ni cuándo. La reintegración en la unidad primitiva a través de los dos segmentos y hemisferios opuestos (hombre y mujer) que tratan de volver a reunirse.
Frente a esa evidencia he aquí algunas sugestiones o intuiciones que parecen nuevas también:
a) Conciencia de que esa reintegración es probable en el plano moral cuando, como y donde uno quiere (sobre la base de la destrucción de uno de los términos —tendencia sádica— en favor del otro).
b) Plenitud de desarrollo de nuestra superconsciencia (si hay una subconsciencia también puede haber una superconsciencia), tan importante para cualquier clase de armonía y de proyección exterior del ser.
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