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Marthe Blau - Entre sus manos

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Marthe Blau Entre sus manos
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    Entre sus manos
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Entre sus manos: resumen, descripción y anotación

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Un relato autobiográfico —escrito con seudónimo— en el que la autora, una exitosa abogada parisina, esposa y madre feliz, cuenta cómo cae en las garras de una relación sadomasoquista. Su partenaire, un reputado juez, la hace descender al fondo de sí misma, a conocer el goce y la dependencia a la degradación.

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Un relato autobiográfico —escrito con seudónimo— en el que la autora, una exitosa abogada parisina, esposa y madre feliz, cuenta cómo cae en las garras de una relación sadomasoquista. Su partenaire, un reputado juez, la hace descender al fondo de sí misma, a conocer el goce y la dependencia a la degradación.

Marthe Blau
ENTRE SUS MANOS
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Título original: Entre ses mains
Edición en formato digital: octubre de 2013
© 2003, Éditions Jean-Claude Lattès
© 2013, Random House Mondadori, S.A.
Diseño de la cubierta: Random House Mondadori, S.A.
Fotografía de la cubierta: © Ku Khanh
ISBN: 978-84-253-5185-3
Para B. V.
Hay que atreverse a ser lo que uno es y mantenerse en ello firmemente, y, llegado el caso, hay que saber ceder el puesto a los nuevos dioses. Hay que saber morir.

GABRIEL MATZNEFF

Capítulo 1
Llego ante la puerta cochera y veo desfilar mi vida. Tengo un nudo en el estómago y mis piernas vacilan sobre los tacones. No puedo seguir avanzando.
De repente, tengo mucho frío o mucho calor. En realidad, no sé. Pienso en mi hijo, mi amor, mi razón para respirar. Veo su mirada cuando lo he dejado entre los brazos de una niñera con la que todavía no está muy familiarizado.
¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí, depilada, perfumada, encaramada sobre los tacones de nueve centímetros de unos zapatos negros de punta fina, con un incómodo liguero y un tanga que se me clava en la carne?
Me duele el vientre. Contemplo la posibilidad de marcharme, de volver con mi adorado hijo, de estrecharlo entre mis brazos, de decirle cuánto lo quiero, que siempre le seré fiel, que mi vida está consagrada a él.
Recuerdo su nacimiento, las lágrimas de felicidad ante su aparición, la emoción de su padre, las promesas hechas, los besos de amor, la ósmosis que nos une a los tres.
Y tecleo el código del edificio.
Él está frente a mí. Me esperaba. No me dice hola. Se limita a besarme en la mejilla derecha y me pasa una mano por los hombros para conducirme al interior.
Intento controlar el temblor que me sacude el cuerpo bajo el abrigo de piel. Soy incapaz de hablar.
Esbozo una sonrisa. Lo que va a pasar cambiará mi vida. No quiero engañar a mi marido, pero ya sé que cuando salga de este lugar, cuando me separe de este hombre, dentro de un rato, ya no seré la misma. Recuerdo la noche de mis dieciocho años en que mi primer amor quiso explicarme el significado de la palabra.
No me habla.
Me mira, me observa. Me mira con detenimiento.
Sus ojos grises. Sé que es imparable. Y sobre todo, no quiero que se detenga.
Muy lentamente, me desabrocha el abrigo. La piel cruje bajo sus dedos.
El abrigo cae al suelo sin que yo me haya movido un centímetro. Me sobresalto.
Sus manos cogen las mías y, por primera vez, nuestras carnes se tocan. Me aprieta los dedos y me siento aturdida de emoción.
Quisiera besarlo, pero no me atrevo.
Quisiera que me besara, pero no lo hace.
Simplemente me mira.
Me estrecha las manos mientras me conduce, muy despacio, hacia el sofá.
Yo me siento y permanezco muy erguida, con las rodillas juntas.
Sus ojos me recorren el cuerpo. Bajo la cabeza, con la espalda tensa y arqueada.
Tengo la boca seca.
Veo una botella de agua sobre la mesa de centro y alargo una mano.
Él detiene mi gesto.
—No.
Es la primera palabra que pronuncia y su voz me transporta.
Olvido la sed.
De mi garganta no sale ningún sonido. Mis ojos están clavados en sus manos, y mi mente también escruta esas manos que mi cuerpo espera. Guardo silencio. Me complazco en la espera.
De nuevo su mirada gris.
Tiende la mano hacia mi nuca.
Creo que va a abrazarme, pero no es así.
Con el dedo índice, me toca la piel, recorre mi cuello, me acaricia un pecho a través de la seda que lo cubre, sigue la curva de mi cadera para bajar hasta la pierna. Con una lentitud infinita, levanta la tela y deja al descubierto la negrura de las medias y la blancura de mis muslos.
El corazón me late aceleradamente. Aspiro el aire que me falta. Bajo los ojos.
Escucho el silencio.
Un silencio pesado, invasor, penetrante, como el de un desierto olvidado por toda especie viva. He dejado de ser humana. Soy una estructura de carne a merced de un demonio demente que se me lleva a lomos de su caballo rojo.
Lo miro levantarme el vestido como si ya no fuera yo. Ya no me siento yo. He perdido por completo la fuerza, la voluntad, la conciencia. Ya no soy yo.
Continúo sentada y aprieto todavía más las rodillas.
Oigo su respiración, que se acelera a medida que descubre mi blanca carne.
Tengo miedo y el deseo me atenaza.
Nadie me ha mirado como lo hace él.
Me ha levantado la parte delantera del vestido hasta la altura de las caderas.
Suelta la tela y retrocede un paso; noto la incisión de su mirada al adentrarse entre mis piernas.
Saboreo el ardor de su mirada, que me penetra.
Le deseo. Soy suya. Soy exclusivamente suya.
Deseo que me bese, pero no me besa.
Mi cuerpo proclama sin proferir un grito el deseo de sus manos, pero él no me toca.
—Ábrelas.
Me estremezco.
—Abre las piernas.
—Su voz se ha endurecido.
Mis rodillas permanecen pegadas.
—Obedece inmediatamente. Abre las piernas.
Nadie me ha hablado como lo hace él.
Esta vez, mis rodillas entrechocan y no consigo controlar ese temblor.
—¡Ábrelas! ¡O las abres o te vas! Quiero verte.
La amenaza de echarme despierta mi cerebro y finalmente obedezco.
Él se queda un largo rato observándome hasta que por fin se acerca y alarga una mano hacia la tela —negra— que cubre el abultamiento de mi sexo.
Roza el tejido. Sus dedos se mueven con precisión.
Oigo mi corazón.
Oigo su respiración.
Está arrodillado delante del sofá, entre mis piernas abiertas, para tocarme mejor.
Me gustaría que me besara, pero no me besa.
Me gustaría notar sus dedos sobre mi carne, pero no la toca.
Se levanta al tiempo que me hace levantar a mí también.
El vestido cae a lo largo de mis piernas.
Le miro.
Sus ojos grises no miran los míos; dirigen la mirada mucho más abajo.
Con una lentitud constante, desliza la seda a lo largo de las piernas, de las caderas, de la cintura, de la espalda, de los hombros. Yo levanto los brazos y el vestido cae al suelo.
Continúo encaramada en los tacones de aguja, con el liguero, el tanga y el sujetador, lisos, mates, negros, y me siento cada vez más perdida y cada vez más suya. No me gusta mi cuerpo. Demasiado rollizo, demasiado redondo.
Esa mirada recreándose en mi piel me turba y me incomoda.
Oigo su respiración.
—Eres magnífica.
Sonrío.
Me coge la mano derecha con la suya, me sujeta por la cintura con la otra y, como en un vals lento, me hace girar delante de él.
Sé que está escrutándome y examinándome a fondo.
Sé que su mujer es muy guapa, alta, delgada… Me la encontré una vez en Lipp, pero él lo ignora.
Bajo los ojos.
Silencio. Ni una palabra por su parte. Ya no oigo su respiración.
Instintivamente, me arqueo.
—Bien —me dice.
Estoy temblando.
Él se sienta y me mira en silencio.
Finalmente lo veo desanudarse la corbata, una corbata negra, fina y sedosa.
Interpreto ese gesto como el primer paso para desnudarse, como un retorno a la realidad. Imagino su piel, una piel mate, suave, sin vello.
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