INTRODUCCIÓN
La paradoja del tiempo
Considero que el tiempo es solamente una idea.
Mary Oliver, “Cuando llegue la muerte”
U n viernes de julio, hace no mucho tiempo, desperté en la habitación de un hotel en un pueblito llamado Bar Harbor, en Maine. Michael, mi esposo, tenía que hacer un viaje de trabajo ese fin de semana y decidimos viajar juntos, así que mi madre y mi tía fueron a la casa para cuidar a nuestros cuatro hijos pequeños. Poco después nos enteramos de que en realidad no tendríamos que viajar y aprovechamos la oportunidad para hacer una excursión exclusivamente para adultos en el Parque Nacional Acadia. El jueves por la noche tomé el último vuelo que salía de Filadelfia y, en medio de una tormenta de medianoche, manejé de Bangor a la costa. Michael venía de Seattle y planeaba encontrarse ahí conmigo más o menos a la hora de la comida del día siguiente.
Así pues, para el viernes por la mañana estaba sola en la costa. Desperté poco a poco, me puse ropa para hacer ejercicio y salí a explorar. Era una hermosa mañana de verano; el sol acababa de salir, pero ya había secado todos los rastros de lluvia y neblina de la noche anterior. Corrí hacia el mar y entré formalmente al pueblo de Bar Harbor cuando todos empezaban a despertar. Los aromas del desayuno salían de los restaurantes y, tal como sucede en el libro infantil One Morning in Maine (Una mañana en Maine), de Robert McCloskey, vi botes, árboles de hojas perennes y colinas. Un suave viento empujaba las olas y el rocío hacía que el calor de julio fuera más amable con la desnudez de mis brazos. Mientras corría por el estrecho sendero lleno de rocas y flores junto al agua, fui disfrutando esta agradable sensación y pensando casi en nada hasta que en mi mente surgió la angustia que todos conocemos: Muy bien, ¿qué hora es? ¿Qué tengo que hacer ahora?
Pero no tenía que hacer nada a continuación, podía elegir con toda libertad la siguiente actividad. Entonces recordé una frase de aquel verano en que tenía 17 años y tomaba las órdenes a la hora de la cena en el restaurante Fazoli, en la carretera estatal 933, en Indiana. En cuanto terminaba mi turno checaba la tarjeta y entraba en un estado de autonomía porque por fin me había “liberado del reloj”.
Ese momento en que eres libre de hacer lo que quieras con tu tiempo es algo mágico y, para muchos como yo, también es una sensación peculiar y fugaz. A pesar de que mi trabajo se ha vuelto increíblemente más cómodo desde aquella época en que ganaba 4.90 dólares por hora en el verano, actualmente tengo otras obligaciones que, al igual que aquéllas de las que estaba huyendo cuando fui a Maine, conspiran para crear una nueva realidad en la que, en años recientes, se me dificulta señalar días en que haya sentido esta libertad total. Esto fue lo que escribí un día libre que logré tener en un viaje a San Diego:
No podría decir que mis pensamientos fueran particularmente profundos… Sólo pasé mucho tiempo contemplando el mar, leyendo y pensando. Ah, y caminando: di 20 mil pasos. Fue agradable no sentir prisa. Como no había un reloj haciendo tictac y nadie me estaba esperando, pude ver la puesta de sol en paz. Completa. Creo que ése es el aspecto más difícil de tener hijos: estar obligada a ser responsable con mis horas todo el tiempo.
La gente ocupada puede identificarse con esta sensación y supongo que pertenezco a esta categoría por varias razones. Mi esposo y yo tenemos carreras que involucran viajar y reunirnos con clientes, y en este preciso momento, Jasper, Sam, Ruth y Alex, nuestros niños, tienen menos de 10 años. Dada la complejidad de la situación resulta lógico que yo sepa en qué ocupo mi tiempo, pero como además me gano la vida dando conferencias y escribiendo sobre el manejo del mismo —lo que hace que la responsabilidad se convierta en una virtud—, estoy obligada a luchar con mis sentimientos encontrados de una manera más intensa que los demás.
Sentir que te liberas del reloj es estimulante y representa un elemento clave de la felicidad humana. Sin embargo, la vida se vive en horas, y para tener una buena vida es necesario resguardarlas celosamente. Este resguardo a veces exige tomar decisiones basadas en nuestro interés por el tiempo. Por ejemplo, para tener esa mañana libre en Maine tuve que resolver la logística del cuidado de mis hijos, los vuelos y la renta de los automóviles. Librarme del reloj en San Diego exigía sistemas logísticos similares y también implicaba llevarme a mí misma hasta ese mar trascendente en lugar de ver pasar en las redes sociales publicaciones sobre las experiencias de otras personas en sus propios mares trascendentes. Dicho de una manera más general, es difícil relajarse y disfrutar el tiempo cuando en el horizonte se asoman proyectos inminentes cuyos elementos todavía no has planificado por completo, o en medio del malestar que provoca saber que hay franjas enteras de tu “salvaje y valiosa vida”, como la llama la poeta Mary Oliver, que se pierden en la vaga ansiedad del tráfico, en reuniones sin sentido y en eventos similares que el cerebro ni siquiera logra registrar en la memoria.
Así pues, hemos llegado a algunas paradojas. Liberarse del reloj te ofrece independencia para usar tus horas pero, al mismo tiempo, esta independencia es producto de la disciplina que tengas con ellas.
Al pensar en estos asuntos uno puede empezar a deambular entre complicaciones filosóficas cuya resolución exigiría muchas horas de correr por la costa, pero creo que parte de la sabiduría implica saber que dos conceptos contradictorios pueden ser correctos cuando se les aprecia desde una perspectiva más amplia. La clave consiste en llegar al precipicio y encontrar el punto de observación correcto para poder ver el panorama completo.
Este libro es sobre cómo encontrar ese punto de perspectiva para entender la libertad para usar el tiempo. Se trata de cómo desarrollar una nueva mentalidad. Siempre habrá una tensión entre saber cómo gastamos nuestro tiempo e ir más allá de la obsesión con los minutos, pero dicha tensión no implica que no sea posible hacer las dos cosas. Respetar el tiempo implica aceptar ciertas verdades: que es valioso y que tenemos bastante. El tiempo es finito y por eso debemos elegir con cuidado cómo lo ocuparemos, pero también es abundante y, por lo tanto, contamos con suficiente para hacer cualquier cosa que en verdad importe.
¿QUIÉN SE SIENTE PRESIONADO DE TIEMPO?
Buena parte de la discusión de la vida moderna se basa en la primera parte de esta paradoja. Cuando es lunes por la mañana y alguien pregunta: “¿Cómo estuvo tu fin de semana?”, los colegas responden con la popular respuesta: “Ajetreado”. Si tomáramos en cuenta lo que la gente dice, podríamos asumir que a todos nos hace falta tiempo, pero si analizamos esta percepción con más detenimiento descubriremos que decir “todos” es una exageración. En una visita reciente que hice al gimnasio, un sábado por la mañana —después de dejar a Sam en una reunión con su equipo de lucha para el calentamiento antes del combate—, noté que las señoras mayores que acababan de salir de la alberca y que estaban en los vestidores conmigo seguían ahí cuando regresé de correr tres millas en la caminadora. ¿Por qué no hacerlo si estaban disfrutando la compañía de las otras? ¿Para qué apresurarse?
La agencia Gallup lleva a cabo con bastante frecuencia encuestas sobre el estrés respecto al tiempo. En 2015 descubrieron que las personas con empleo son más proclives a decir que no tienen tiempo para hacer lo que quieren (61%) que las personas que no trabajan, como los jubilados (32%). De la misma manera, la gente que tiene niños en casa es más proclive a decir que siente estrés respecto al tiempo (61%) que quienes no tienen niños (42%).