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Emilio Camps Cazorla - El Arte Romanico en España

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Emilio Camps Cazorla El Arte Romanico en España

El Arte Romanico en España: resumen, descripción y anotación

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El Arte Románico en España de Emilio Camps, escrito en 1935, constituye lectura obligada para todos aquellos interesados o que deseen iniciarse en el románico de nuestro país. Como el propio autor comenta, se trata de un libro de historia del arte escrito con un criterio de arqueólogo. En cada situación analiza el artista, la circunstancias que le rodearon y la tradición que sobre él pesó. Recordando a su maestro D.Manuel Gómez Moreno, añade: ...yo cogí en mis manos una lucecita de aquella hoguera y llevándola con cariño filial la quise transmitir a las manos del lector. ¡Feliz yo si le he logrado! ¡Feliz el lector que la reciba luciente y la traspase, a su vez, acrecentada!

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El Arte Románico en España de Emilio Camps, escrito en 1935, constituye lectura obligada para todos aquellos interesados o que deseen iniciarse en el románico de nuestro país. Como el propio autor comenta, se trata de un libro de historia del arte escrito con un criterio de arqueólogo. En cada situación analiza el artista, la circunstancias que le rodearon y la tradición que sobre él pesó. Recordando a su maestro D.Manuel Gómez Moreno, añade: ...yo cogí en mis manos una lucecita de aquella hoguera y llevándola con cariño filial la quise transmitir a las manos del lector. ¡Feliz yo si le he logrado! ¡Feliz el lector que la reciba luciente y la traspase, a su vez, acrecentada!


Emilio Camps
El Arte Románico en España
Las FIGURAS y las LÁMINAS a las que se refiere el texto, se encuetran al final del libro y para acceder a ellas se utiliza el índice (tecla 7).
Así mismo, mediante el índice se puede acceder al capítulo GLOSARIO, en el que se describen las voces técnicas empleadas el en texto.
Prólogo
A DON MANUEL GOMEZ MORENO
CUYAS ENSEÑANZAS HAN DADO VIDA A ESTE LIBRO
«bien así como no se disminuye
la luz de la hacha, que se co-
munica a otras y las enciende. »
SAAVEDRA FAJARDO
Primera edición: 1935
Segunda edición: 1945
LECTOR:
Todo libro sinceramente escrito lleva en sí algo del alma de su autor. Pero si es un libro didáctico, sucede que la exposición objetiva de la doctrina puede soterrar el sentido personal con que se acometió. Quizá no huelgue por ello una cierta profesión de fe.
He aquí un libro de historia del arte escrito con un criterio de arqueólogo. No puede por ello ser un desfile de cuadros sistemáticos con escuelas, fechas y autores, y menos tratando de un período en que ello no es demasiado llano. No puede ser tampoco un conjunto de valoraciones estéticas según un criterio actual. El afán de saber por saber es estéril y los fenómenos humanos no pueden tratarse como una clasificación de especies vegetales. El saber no es sino el camino para comprender y para amar. Y ésta será la verdadera sabiduría; la que nos lleve al amor hacia aquellos seres que nos precedieron. La historia al uso nos ha hablado a todos de hombres de privilegio en quienes hemos querido simbolizar las etapas de la vida de la Humanidad; pero no podemos por ello desdeñar la vida de los humildes que, a veces, fué mucho más definitiva.
Miramos hacia atrás casi siempre con un criterio traspuesto de lo actual en cuanto a valores, y por ello engañoso. El genio se da muy escasas veces; pero en cualquier momento hay una porción de obras no geniales en que se manifiesta una chispa divina de inspiración. Hemos de pensar en el modesto maestro de obras medieval que, ante un problema constructivo inesperado, apunta una solución nueva, nacida de su ingenio. Hemos de pensar en el cantero que, ante el bloque, ve plasmada en su interior la obra y la va sacando a lentos golpes, llena de imperfecciones puramente materiales, que nos dan la distancia entre lo que sabía ver y lo que podía ejecutar. Y hemos de valorar en toda su amplitud la solución titubeante del arquitecto, que puede significar un progreso, y el temblor en la huella del cincel, que nos transmite algo de la vibración cordial de la mano que lo guiaba. Todo ello, además, nos llevará a reconstruir el ambiente en que la obra de arte se produjo.
Porque la obra de arte tiene su momento, como lo tiene la floración de las plantas. Y así como sería inútil empeño ver florecer las rosas en el invierno, lo es buscar explosiones artísticas en tiempos inadecuados. Más frágil que toda flor es la florecilla del arte; necesita primavera de paz, sol de ideales, lluvia de riquezas y bienestar. Y si no, no florece.
Hemos, pues, de buscar las condiciones que hicieron posible el florecimiento para comprender éste. Y aun hemos de escrutar un último elemento. Hay explosiones súbitas de arte, pronto muertas, que pasan como la blanca vestidura efímera de los jarales; hay otras lentas, trabajosas, de honda raigambre, como el revivir anual de los bosques, siempre en lo más íntimo iguales, que no pueden explicarse sin justipreciar todo el enorme peso de la tradición.
He aquí, un poco abocetada, la actitud del autor ante su libro: siempre delante de él hay tres factores: el artista, las circunstancias que le rodearon y la tradición que sobre él pesó. Y uniendo a los tres, el afán de comprender, que, en último aspecto, no es sino el amor.
Nada de esto es nuevo. Es luz de otro cerebro más poderoso. Pero yo cogí en mis manos una lucecita de aquella hoguera y llevándola con cariño filial la quise transmitir a las manos del lector. ¡Feliz yo si lo he logrado! ¡Feliz el lector que la reciba luciente y la traspase, a su vez, acrecentada!
E. Camps
CAPÍTULO I Los comienzos
—La situación de España a principios del siglo XI.
—Sancho el Mayor, de Navarra.
—El abad Oliva de Ripoll.
—La influencia femenina en las iniciativas culturales del siglo XI.
—Paralelismos y diferencias con la situación europea.
—Los focos artísticos españoles anteriores al románico.
—El foco prerrománico aragonés.
—La evolución del románico catalán.
—El románico castellano: la cripta de Palencia.
—San Salvador de Leyre.
Tierras de España al amanecer el siglo XI. Ha pasado sobre ellas como una pesadilla el mayor azote de fanatismo y de barbarie que había conocido nuestra Edad Media. El Califato de Córdoba, que durante todo el siglo X había hecho de Andalucía uno de los mayores centros culturales del mundo y que había anulado a los Estados cristianos del Norte en tales condiciones que sus reyes acudían sumisos a que sus propias discordias intestinas fuesen resueltas por el Califa cordobés, cayó en manos de Almanzor, que pretendió parar la decadencia cordobesa mediante la exaltación suya, personal, de sus dotes de gobernante y de buen guerrero. Ambicioso hasta el extremo, anuló todo cuanto en Córdoba podía hacer sombra al brillo de su gloria, incluso la misma personalidad del Califa.
Sus campañas periódicas por los Estados cristianos, hechas todos los veranos con propósito de arrasar y empobrecer exclusivamente, habían tenido como consecuencia la destrucción de todo cuanto se había encontrado al paso, y de ellas no se libraron más que tal cual iglesia escondida en lugares casi inaccesibles. Del terror impuesto por sus hazañas, que llegaron a herir a la España cristiana en su corazón espiritual, en el propio sepulcro del apóstol Santiago, con la destrucción de la ciudad de Compostela, se libran los Estados del Norte el día que, a principios del siglo, muere el caudillo en Medinaceli, tras de la derrota de sus tropas en Calatañazor.
Inmediatamente la anarquía se apodera de las tierras musulmanas. Es demasiado el peso de la gloria del Califato para manos ineptas, y el gobierno de Almanzor no había hecho más que callar en sus manifestaciones externas las causas de disolución, sin atacar realmente sus raíces. Sus hijos pretenden continuar sus propias normas de gobierno; pero ello no les es posible, y a los pocos años Córdoba es saqueada, destruida, y aun pasa por la humillación de sufrir los ataques y asaltos de tropas septentrionales.
Gran suspiro de alivio el de los Estados cristianos en estos momentos. Pero no por ello su situación era demasiado beneficiosa. Formados independientemente los unos de los otros, llenos de rencillas y de diferencias entre sí, no habían sido capaces de unión contra el Califato. Mas entonces surge la personalidad definitiva, que había de hacer posibles todos los progresos, vinculada en la persona de Sancho el Mayor, rey de Navarra, cuyo reinado abarca todo el primer tercio del siglo XI. La decadencia de la dinastía tradicional de Alfonso III en el reino asturleonés había dado ya lugar en el mismo siglo X al surgimiento de Castilla, con progresiva independencia, que en manos de su conde Sancho el de los Buenos Fueros avanzó sus conquistas y llegó a inquietar seriamente el poder del Califato. El rey de Navarra, con una extraordinaria visión política, y casi sin empleo de la fuerza, pero aprovechando cuidadosamente todas las circunstancias, fué poco a poco sometiendo a su poder todas las regiones cristianas del Norte de la península: Navarra, Aragón, Castilla, y su influencia llegó también a ser decisiva en el mismo reino leonés. Es, pues, en puridad, el primer rey de España Rex hispanorum regum, se le llama en un documento contemporáneo.
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