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MANOS PRODIGIOSAS
Edición en español publicada por
Editorial Vida – 2009
Miami, Florida
© 2009 por Review y Herald Publishing Association
Originally published in the USA under the title:
Gifted Hands
© 1990 by Review and Herald Publishing Association
Published by permission of Zondervan, Grand Rapids, Michigan 49530
Traducción: Dr. Miguel Mesías
Edición: Madeline Díaz
Diseño interior: Cathy Spee
Adaptación cubierta: Grupo Nivel Uno, Inc.
RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS. A MENOS QUE SE INDIQUE LO CONTRARIO, EL TEXTO BÍBLICO SE TOMÓ DE LA SANTA BIBLIA NUEVA VERSIÓN INTERNACIONAL. © 1999 POR LA SOCIEDAD BÍBLICA INTERNACIONAL.
Edición en formato electrónico © diciembre 2014: ISBN 978-0-8297-5311-0
CATEGORÍA: Biografía / Autobiografía
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Este libro está dedicado a mi madre, Sonya Carson, que básicamente sacrificó su vida para asegurarse de que mi hermano y yo saliéramos adelante.
Contenido
por Candy Carson
¡ M ás sangre! ¡Al instante!
El silencio de la sala de operaciones quedó roto por la orden asombrosamente serena. ¡Los gemelos habían recibido cincuenta unidades de sangre, pero su hemorragia no se había detenido!
«No hay más sangre de ese tipo específico», llegó la respuesta. «La hemos utilizado toda».
Como resultado de este anuncio, un pánico calmado brotó en la sala. En el banco de sangre del hospital John Hopkins se había agotado hasta la última gota de sangre tipo AB negativo. Sin embargo, los pacientes, unos gemelos de siete meses que habían estado unidos por la parte posterior de sus cabezas desde su nacimiento, necesitaban más sangre, de lo contrario morirían sin haber tenido siquiera la posibilidad de recuperarse. Esta era su única oportunidad, la única probabilidad de tener vidas normales.
Su madre, Theresa Binder, había buscado a través de todo el ámbito médico y hallado solo a un equipo que estaba dispuesto al menos a intentar separar a sus gemelos y preservar ambas vidas. Otros cirujanos le dijeron que no se podía hacer, pues sería preciso sacrificar a uno de los pequeños. ¿Permitir que uno de sus preciosos muriera? Theresa ni siquiera podía darle cabida a tal pensamiento. Aunque estaban unidos por la cabeza, incluso a los siete meses, cada uno tenía su propia personalidad: uno jugaba mientras el otro dormía o comía. ¡No, de ninguna manera podría hacerlo! Después de meses de búsqueda, se enteró del equipo del hospital John Hopkins.
Muchos de los setenta miembros del equipo ofrecieron su propia sangre, pues se daban cuenta de la urgencia de la situación.
Las diecisiete horas de la laboriosa, tediosa y meticulosa operación de los diminutos pacientes había progresado bien si se consideraban todas las cosas. Los bebés habían sido anestesiados con éxito en apenas unas pocas horas, un procedimiento complejo debido a sus vasos sanguíneos compartidos. La preparación para la desviación cardiovascular no había llevado mucho más tiempo de lo esperado (los cinco meses de planeación y los numerosos ensayos habían dado su resultado). Llegar hasta el sitio de la unión de los gemelos tampoco fue en particular difícil para los jóvenes aunque experimentados neurocirujanos. No obstante, como resultado de los procedimientos de desviación cardiovascular, la sangre perdió sus propiedades de coagulación. ¡Por consiguiente, la cabeza de los infantes sangraba por todo lugar que podía hacerlo!
Gracias a Dios, en poco tiempo el banco de sangre de la ciudad pudo ubicar el número exacto de unidades de sangre necesarias para continuar la cirugía. Usando toda destreza, truco y artificio conocido en sus especialidades, los cirujanos pudieron detener el sangrado en un par de horas. La operación continuó. Al final, los cirujanos plásticos cosieron los últimos pliegues de piel para cerrar las heridas y la odisea quirúrgica de veintidós horas quedó terminada. ¡Los siameses Patrick y Benjamin quedaron separados por primera vez en su vida!
El agotado neurocirujano principal, que había diseñado el plan para la operación, de niño vivió en un tugurio de Detroit.
Tipo de sangre cambiado para proteger la privacidad.
— Y tu papá ya no vivirá con nosotros.
—¿Por qué no? —pregunté de nuevo mientras me tragaba las lágrimas. Simplemente no podía aceptar la extraña finalidad de las palabras de mi madre—. ¡Yo quiero a mi papá!
—Él también te quiere, Bennie… pero tiene que irse, y para siempre.
—¿Pero por qué? No quiero que se vaya, sino que se quede con nosotros.
—Él tiene que irse…
—¿Hice algo que provocó que nos quiera dejar?
—Ah, no, Bennie. En lo absoluto. Tu papá te quiere.
Me eché a llorar.
—Entonces haz que vuelva.
—No puedo. Tan solo no puedo.
Sus fuertes brazos me apretaron más mientras trataba de consolarme, de ayudarme a dejar de llorar. Poco a poco mis gemidos se apagaron y me calmé. No obstante, tan pronto como aflojó su abrazo y me soltó, mis preguntas empezaron de nuevo.
—Tu papá hizo… —mamá se detuvo y, por niño que fuera, supe que estaba tratando de buscar las palabras apropiadas para hacerme entender lo que no quería aceptar—. Bennie, tu papá hizo algunas cosas malas. Cosas de verdad malas.
Me pasé la mano por los ojos.
—Tú puedes perdonarle entonces. No dejes que se vaya.
—Es más que solo perdonarle, Bennie…
—Pero yo quiero que él se quede aquí, con Curtis y nosotros dos.
De nuevo mi madre trató de hacerme entender por qué papá tenía que irse, pero su explicación no tenía mucho sentido para mí a mis ocho años. Mirando hacia atrás, no sé cuánto pude entender la razón que existía para que mi padre se fuera. Incluso quería rechazar lo poco que capté. Mi corazón estaba destrozado porque mi madre me había dicho que mi padre nunca más volvería a casa. Y yo lo quería.
Papá era cariñoso. A menudo salía de viaje, pero cuando estaba en casa me sentaba sobre sus rodillas, feliz de jugar a lo que yo quisiera. Él tenía una gran paciencia conmigo. Me gustaba de manera particular jugar con las venas en el dorso de sus grandes manos, ya que eran muy grandes. Las empujaba hacia abajo y observaba cómo volvían a sobresalir. «¡Mira! ¡Ya volvieron!» Yo me reía, tratando con todas las fuerzas de mis manos pequeñas de lograr que sus venas se quedaran abajo. Papá se quedaba sentado dejándome jugar todo lo que yo quisiera.
A veces él decía: «Parece que no tienes la fuerza suficiente», y yo apretaba incluso más fuerte. Por supuesto, nada funcionaba, y pronto perdía el interés y me divertía con alguna otra cosa.
Aunque mi madre dijo que papá había hecho algunas cosas malas, no podía pensar de él como alguien «malo», pues siempre había sido bueno con mi hermano Curtis y conmigo. A veces papá nos llevaba regalos sin ninguna razón especial. «Pensé que te gustaría esto», decía como si nada con un brillo en sus ojos negros.
Muchas tardes yo importunaba a mi madre o miraba el reloj hasta que sabía que era la hora en que papá regresaba de su trabajo. Entonces corría hacia fuera para esperarlo. Vigilaba hasta que lo veía caminar por nuestro callejón. «¡Papá! ¡papá!», gritaba corriendo para darle la bienvenida. Él me levantaba en sus brazos y me llevaba cargado hasta la casa.
Todo eso terminó en 1959, cuando tenía ocho años y mi papá se fue para siempre. Para mi tierno corazón afligido, el futuro se extendía interminable. No podía imaginarme una vida sin papá, y no sabía si Curtis, mi hermano diez años mayor, o yo volveríamos a verlo de nuevo alguna vez.
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