«En el transcurso de mi vida, he escapado por los pelos de la ira de un traficante de armas en Hamburgo, he sido ametrallado por un MiG durante la guerra civil nigeriana y he aterrizado en Guinea-Bisáu durante un sangriento golpe de Estado. Me detuvo la Stasi, me agasajaron los israelíes, el IRA precipitó mi traslado repentino de Irlanda a Inglaterra, a lo que también contribuyó una atractiva agente de la policía secreta checa… (bueno, su intervención fue algo más íntima). Y eso solo para empezar. Todo lo vi desde dentro. Pero, aun así, siempre me sentí como un intruso».
Emocionante y apasionante como sus novelas, la autobiografía de Forsyth es una mirada sincera a una existencia extraordinaria aprovechada al máximo, una vida cuyas experiencias únicas han supuesto una riquísima fuente de inspiración para sus thrillers, todos ellos best seller internacionales.
Frederick Forsyth
El intruso
Mi vida en clave de intriga
ePub r1.0
Libros4 08.03.17
Título original: The Outsider. My life in intrigue
Frederick Forsyth, 2015
Traducción: Eduardo Iriarte Goñi
Editor digital: Ebook
ePub base r1.2
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Para mis hijos,
Stuart y Shane,
con la esperanza de haber sido un BUEN padre
Prefacio
Todos nos equivocamos, pero desencadenar la Tercera Guerra Mundial habría supuesto un error considerable. Hoy por hoy, sigo manteniendo que no fue del todo culpa mía. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos.
En el transcurso de mi vida, he escapado por los pelos de la ira de un traficante de armas en Hamburgo, he sido ametrallado por un MiG durante la guerra civil nigeriana y he aterrizado en Guinea-Bisáu durante un sangriento golpe de Estado. Me detuvo la Stasi, me agasajaron los israelíes, el IRA precipitó mi traslado repentino de Irlanda a Inglaterra, a lo que también contribuyó una atractiva agente de la policía secreta checa… (bueno, su intervención fue algo más íntima). Y eso solo para empezar.
Todo eso lo vi desde dentro. Pero, aun así, siempre me sentí como un intruso.
A decir verdad, nunca tuve la menor intención de ser escritor. Los largos períodos de soledad fueron al principio una circunstancia, luego una preferencia y al final una necesidad.
Al fin y al cabo, los escritores son criaturas raras, y más si intentan ganarse la vida escribiendo. Hay razones para ello.
La primera es que un escritor vive la mitad del tiempo en el interior de su cabeza. En ese diminuto espacio, mundos enteros se crean o se destruyen, es probable que ambas cosas. Cobran vida personas que trabajan, aman, luchan, mueren y se ven sustituidas. Las tramas se conciben, se desarrollan, se corrigen y dan fruto o se frustran. Es un mundo muy distinto del que tiene lugar al otro lado de la ventana. A los niños se les reprende cuando sueñan despiertos; para un escritor, es indispensable.
El resultado es una necesidad de largos períodos de paz y tranquilidad, a menudo en completo silencio (sin ni siquiera música suave), lo que hace de la soledad una necesidad absoluta, la primera de las razones que subyacen tras nuestra rareza.
Si piensas en ello, junto con la profesión de farero, casi desaparecida, la escritura es el único trabajo que debe abordarse en soledad. Otras profesiones permiten tener compañía. El capitán de una línea aérea cuenta con su tripulación; el actor, con el resto del reparto; el soldado, con sus compañeros, y el oficinista, con sus colegas reunidos en torno a la fuente de agua refrigerada. Solo el escritor cierra la puerta, desconecta el teléfono, baja las persianas y se retira a solas, a un mundo privado. El ser humano es un animal gregario y lo ha sido desde los tiempos de los cazadores y los recolectores. El ermitaño es poco común, singular y a veces raro.
De vez en cuando se ve a un escritor por ahí: bebiendo, comiendo, de fiesta; mostrándose afable, sociable, incluso feliz. Cuidado, eso es solo la mitad de él. La otra mitad del escritor permanece distante, observándolo, tomando notas. Esa es la segunda razón de su rareza: el distanciamiento compulsivo.
Detrás de su máscara, el escritor siempre está al acecho; no puede evitarlo. Observa y analiza el entorno, toma notas mentales, almacena detalles de la conversación y el comportamiento a su alrededor para usarlos más adelante. Los actores hacen lo mismo por las mismas razones, para usarlos más adelante. Pero el escritor solo cuenta con las palabras, más rigurosas que el plató o el escenario, donde hay colores, movimientos, gestos, expresiones faciales, accesorios y música.
La necesidad absoluta de largos períodos de soledad y el distanciamiento permanente de lo que Malraux denominó «la condición humana» explican por qué un escritor no puede acabar de encajar nunca. Formar parte de algo implica hacer revelaciones sobre uno mismo, mostrar conformidad, obedecer. Pero un escritor tiene que ser una persona solitaria y, por tanto, un intruso permanente.
De niño, yo estaba obsesionado con los aviones y no quería otra cosa que ser piloto. Pero incluso entonces, no deseaba formar parte de una tripulación. Yo quería pilotar monoplazas, lo que probablemente era una señal de advertencia, si alguien se hubiera fijado en ella. Aunque nadie lo hizo.
Tres factores contribuyeron a mi posterior aprecio del silencio en un mundo cada vez más ruidoso y de la soledad donde el mundo moderno exige abrirse paso a codazos entre la multitud. Para empezar, fui el primogénito y seguí siendo hijo único, y estos siempre son un poco distintos. Mis padres podrían haber tenido más hijos, pero estalló la guerra en 1939 y para cuando terminó ya era demasiado tarde para mi madre.
Así que pasé gran parte de mi primera infancia solo. Un niño a solas en su cuarto puede inventarse sus propios juegos y tener la seguridad de que se desarrollan según sus reglas y llegan a la conclusión que él desea. Se acostumbra a ganar según sus propias condiciones. Así surge la preferencia por la soledad.
El segundo factor de mi aislamiento lo ocasionó la Segunda Guerra Mundial en sí. Mi ciudad, Ashford, se hallaba muy cerca de la costa y del canal de la Mancha. En la otra orilla, a treinta y tres kilómetros escasos, estaba la Francia ocupada por los nazis. Durante algún tiempo, la poderosa Wehrmacht esperó al otro lado de esa franja de aguas grises la oportunidad de cruzarla e invadir, conquistar y ocupar Gran Bretaña. Los bombarderos de la Luftwaffe pasaban zumbando por el cielo para atacar Londres o, por temor a los cazas de la RAF (siglas en inglés de las Fuerzas Aéreas Británicas) que los aguardaban, daban media vuelta y lanzaban su carga en cualquier parte desde allí hasta Kent. Otros bombardeos tenían como objetivo destruir el gran nudo ferroviario de Ashford, a apenas quinientos metros de la casa de mi familia.
Como resultado de ello, durante la mayor parte de la guerra, muchos niños de Ashford fueron evacuados a casas de acogida lejos de allí. Salvo por una breve salida durante el verano de 1940, yo pasé toda la guerra en Ashford y, de todos modos, no tenía con quien jugar. Tampoco me importaba. Este no es un relato en plan pobrecito de mí. El silencio y la soledad no se convirtieron en un azote, sino en mis queridos y viejos amigos.
El tercer factor fue el colegio privado (me refiero, claro, a un internado) al que me enviaron a los trece años. En la actualidad, la escuela de Tonbridge es una academia excelente, de trato humano, pero por aquel entonces tenía reputación de severa. La casa a la que fui asignado, Parkside, era la más brutal de todas, con una filosofía interna basada en el acoso y la vara.