La promesa de Gertruda es una historia verídica. Todos los acontecimientos descritos en la novela se basan en mis entrevistas con los parientes de los protagonistas y los supervivientes del Holocausto, documentos actuales y mi propia investigación de los sucesos en ella narrados. Aun así, dado que el libro se fundamenta en los recuerdos de sus protagonistas y muchos de ellos ya han fallecido, incluida la propia Gertruda, en aras de la fluidez narrativa me he visto obligado a incluir elementos de ficción para recomponer los diálogos y añadir detalles a ciertos acontecimientos. La historia de Michael y Gertruda, como la de todos los que padecieron el Holocausto, es una historia dolorosa, y he tratado de relatarla aquí con el máximo realismo posible.
Introducción
Poco a poco escampó la humareda de la guerra y lució en el cielo el sol primaveral, posándose sobre los escombros donde se ocultaban decenas de miles de cadáveres, inundando las calles asoladas, sembrando de reflejos las caudalosas aguas del Vístula, que seguía su curso borboteante, llevándose consigo la memoria del terror y la muerte.
En lo alto de la colina, sobre las ruinas de Varsovia, se alzaba aún intacta la vieja y majestuosa mansión de la familia Stolowitzky, que había sobrevivido milagrosamente a la guerra, con sus cuatro plantas de sillería con los cantos esculpidos, sus estatuas de antiguos guerreros en las cornisas, sus impresionantes vitrales y sus techos de madera pintados.
De sus antiguos inquilinos sólo un niño y su niñera seguían con vida, y los dos iban camino de un país lejano. En su nuevo hogar, con sus cuatro paredes desconchadas, su bañera oxidada y sus muebles baratos, la antigua mansión con su lujo y esplendor les habría parecido un sueño, el producto de una imaginación febril.
El chico y su niñera, que lo adoptó, se instalaron en un diminuto piso de alquiler en una de las callejuelas de Jaffa. Desde la ventana sólo se veían las fachadas deprimentes de los pisos circundantes, los niños que jugaban en un descampado y las mujeres que volvían del mercado con sus pesadas bolsas de la compra. A todas horas el ruido de los coches y el hedor de las basuras inundaban el piso. En invierno el olor del moho impregnaba sus habitaciones y en verano sus muros retenían un aire sofocante, infernal.
En la mansión de la colina todo había sido muy distinto, por supuesto. El gigantesco edificio, con sus espaciosas salas y sus jardines, estaba caldeado en invierno y aireado en verano. La fresca brisa del río entraba por las ventanas y los criados andaban de un lado a otro de puntillas para no hacer ruido. Los armarios rebosaban de ropa cara. Se servían manjares copiosos en suntuosos platos de porcelana. La vieja cubertería era de oro bien bruñido y el vino se escanciaba en copas del más fino cristal.
Michael Stolowitzky y su madre adoptiva, Gertruda, habían sobrevivido a la guerra y luchaban ahora por sobrevivir en su tierra de adopción. Él iba a la escuela. Ella, que ya no era ninguna jovencita, iba cada mañana a los barrios del norte de la ciudad, donde trabajaba como mujer de la limpieza, y regresaba cada noche a casa con las articulaciones doloridas y los ojos cansados. El chico la recibía con un beso, le sacaba los zapatos, le cocinaba una cena frugal y le hacía la cama. Michael sabía que Gertruda se deslomaba a trabajar para pagarle los estudios y costearle todos sus gastos, y un día el chico juró pagarle con creces por todo lo que había hecho por él: por salvarlo de la muerte, consagrarle su vida entera y asegurarse de que no le faltara de nada.
A Michael Stolowitzky la pobreza y las privaciones no le eran desconocidas. Las había padecido en abundancia en su largo viaje de supervivencia durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora veía la luz al final del túnel, la luz que anunciaba el fin de sus penurias, de su lucha de subsistencia diaria, y se convencía de que un día no muy lejano todo cambiaría y la cosas volverían a ser como antes, cuando vivían rodeados de riquezas y comodidades, ajenos a la miseria y el sufrimiento.
Este halagüeño futuro estaba a su alcance, era claro y concreto. A cuatro horas de vuelo de Israel yacía un tesoro congelado, millones de dólares y lingotes de oro depositados en bancos suizos por Jacob Stolowitzky, su difunto padre, un judío al que en vida apodaban «el Rockefeller de Polonia». Michael era su único heredero.
La herencia, aquella pequeña indemnización por los padecimientos y las pérdidas que había sufrido durante la guerra, absorbía los pensamientos de Michael y no tardó en convertirse en el punto focal de todas sus fantasías. Al terminar los estudios fue llamado a filas y esperó con impaciencia el fin de su servicio militar para poner manos a la obra y recuperar el dinero. Lo asignaron a una unidad de combate y en una escaramuza al norte de Kinneret recibió en la pierna el disparo de un francotirador sirio.