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Michael Lewis - Boomerang

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Michael Lewis Boomerang

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Michael Lewis le da una vuelta de tuerca a la crisis y se sitúa en los escenarios europeos donde más se ha notado la hecatombe financiera. Con su particular estilo, cargado de fina ironía y ácido sentido del humor, Lewis narra cómo la tragedia de la crisis ha golpeado a Islandia, Grecia o Irlanda, países a los que visita y en los que entrevista a sus banqueros y políticos, pero también a sus ciudadanos de a pie, quienes le explican cómo han vivido unos años que marcarán sus vidas para siempre, pues pertenecen al nuevo tercer mundo europeo.

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Índice Para Doug Stumpf perspicaz editor y persona sensible sin el cual - photo 1

Índice

Para Doug Stumpf, perspicaz editor
y persona sensible, sin el cual jamás
se me habría ocurrido recorrer las ruinas

Prólogo
El mayor corto

Este libro nació por casualidad mientras estaba preparando otro libro sobre Wall Street y el desastre financiero estadounidense de 2008. Había dirigido mi atención hacia unos cuantos inversores que habían hecho fortuna a raíz del derrumbe del mercado de las hipotecas subprime o hipotecas de alto riesgo. Ya en 2004, los mayores bancos de inversión de Wall Street habían creado el instrumento de su propia destrucción: las permutas por impago de crédito sobre bonos respaldados por hipotecas subprime. Dichas permutas permitían a los inversores apostar contra el precio de cualquier título, reduciendo el riesgo. Era una póliza de seguros, pero con una vuelta de tuerca más: el comprador no necesitaba estar en posesión del activo asegurado. Ninguna compañía de seguros puede venderte legalmente una protección contra incendios para un hogar ajeno, pero los mercados financieros pueden venderte, y así lo hacen, seguro contra el impago (en inglés Credit Default Swap o CDS) sobre las inversiones de otra persona. Cientos de inversores habían hecho sus escarceos en el mercado de estas permutas (a mucha gente se le había pasado por la cabeza que el boom inmobiliario estadounidense alimentado por la deuda era insostenible), pero sólo unos quince inversores se habían metido de pleno, apostando enormes cantidades de dinero a que grandes extensiones de las finanzas norteamericanas serían pasto de las llamas. La mayoría de estas personas dirigía fondos de alto riesgo en Londres o Nueva York; casi todas ellas solían evitar a los periodistas. Pero en aquel momento se mostraron sorprendentemente abiertas a hablar del tema. Todas habían experimentado la curiosa y solitaria sensación de ser el cuerdo en un mundo de locos; y al hablar de su experiencia se parecían a la persona que se sienta sola y en silencio en una barca y contempla cómo el Titanic se estrella contra el iceberg.

El carácter de algunas de estas personas era incompatible con la soledad y el silencio. Dentro de este subconjunto estaba el gestor de un fondo de alto riesgo llamado Hayman Capital, en Dallas, Texas. Su nombre era Kyle Bass. Bass era un texano que rozaba los cuarenta y había pasado los primeros años de su carrera, siete de ellos en Bear Stearns, vendiendo bonos para compañías de Wall Street. A finales del año 2006 cogió la mitad de los diez millones de dólares que había ahorrado durante su carrera en Wall Street, recaudó otros quinientos millones de otras personas, creó su fondo de alto riesgo y realizó una apuesta brutal contra el mercado de bonos ligados a hipotecas subprime. Después se fue en avión a Nueva York para advertir a sus antiguos amigos de que estaban en el lado equivocado de un montón de apuestas estúpidas. Pero los operadores de Bear Stearns no le hicieron caso. «Tú preocúpate de gestionar tu propio riesgo que yo ya me preocuparé del nuestro», le dijo uno de ellos. A finales de 2008, cuando fui a Dallas a ver a Bass, el mercado de bonos ligados a las subprime se había derrumbado, arrastrando consigo a Bear Stearns. En ese momento él era rico y hasta un tanto famoso en los círculos de inversión. Pero su mente ya no estaba en el desastre de los bonos ligados a las hipotecas de alto riesgo, sino que había dado un paso más: tras obtener sus beneficios, le consumía un nuevo objetivo, los gobiernos. En aquel entonces el gobierno de Estados Unidos estaba incorporando a sus propios balances los préstamos subprime concedidos por Bear Stearns y otros bancos de Wall Street. De un modo o de otro, la Reserva Federal acabó asumiendo el riesgo, vinculada a cerca de dos billones de dólares en valores de baja calidad crediticia. Sus medidas fueron idénticas a las de otros gobiernos de países ricos y desarrollados: los pésimos préstamos concedidos por financieros muy bien remunerados del sector privado estaban siendo engullidos por los tesoros nacionales y los bancos centrales de todas partes.

En opinión de Kyle Bass, la crisis financiera no había terminado. Estaba siendo simplemente sofocada por el crédito y la confianza absoluta de los gobiernos occidentales ricos. Me dediqué un día a escucharle discutir con sus colegas, algo aturdido, sobre dónde podía desembocar aquello. Ya no hablaban del hundimiento de unos cuantos bonos; hablaban del hundimiento de países enteros.

Y tenían una teoría completamente nueva, que en líneas generales decía lo siguiente: desde 2002 se había producido una especie de boom falso en los países ricos y desarrollados. Lo que parecía crecimiento económico era un movimiento propiciado por gente que aceptaba dinero prestado que probablemente no podría permitirse devolver: a ojo de buen cubero las deudas mundiales, públicas y privadas, se habían más que duplicado desde 2002, pasando de ochenta y cuatro billones de dólares a ciento noventa y cinco. «Jamás, en toda la historia mundial, habíamos tenido esta clase de acumulación de deuda», dijo Bass. Fundamentalmente, los grandes bancos que habían concedido gran parte de este crédito ya no eran tratados como empresas privadas, sino como extensiones de sus gobiernos locales, a los que sin duda habría que rescatar en caso de crisis. La deuda pública de los países ricos al parecer ya estaba en unos niveles peligrosamente elevados y, fruto de la reacción ante la crisis, crecía con rapidez. Pero la deuda pública de esos países ya no era la deuda pública oficial. En la práctica incluía las deudas del sistema bancario de cada país, las cuales le serían transferidas al gobierno, de haber otra crisis. «Lo primero que intentamos entender —dijo Bass— fue lo grandes que eran estos sistemas bancarios, especialmente con relación a los ingresos del gobierno. Tardamos unos cuatro meses en recopilar los datos. Nadie los tenía.»

Los números ascendieron a un total asombroso: Irlanda, por ejemplo, con su enorme déficit anual en aumento, había acumulado una deuda más de veinticinco veces superior a su recaudación fiscal anual. España y Francia habían acumulado una deuda más de diez veces superior a su recaudación anual. Históricamente, semejantes niveles de endeudamiento estatal habían desembocado en una quiebra. «Creo que sólo hay una salida para estos países —dijo Bass—. Empezar a generar un superávit presupuestario real. Sí, y eso pasará cuando me salgan monos del culo

Aun así se preguntó si quizá se le estaba escapando algo. «Me fui a buscar a alguien, a cualquiera que supiese algo acerca de la historia de las quiebras soberanas», comentó. Localizó al principal experto en el tema, un profesor de Harvard llamado Kenneth Rogoff, quien daba la casualidad de que estaba preparando un libro sobre la historia del derrumbe financiero nacional, Esta vez es diferente. Ocho siglos de locura financiera, con una colega experta, Carmen Reinhart. «Le enseñamos los números a Rogoff —contó Bass—, y él se limitó a echarles un vistazo, luego se reclinó en la silla y dijo: “Me cuesta creer que sean tan horribles”. Y yo le contesté: “Espere un momento. Usted es el mayor experto mundial en balances soberanos. La persona a la que hay que recurrir para los problemas estatales. Ha impartido clases en Princeton con Ben Bernanke. A Larry Summers le presentó a su segunda esposa. Si no sabe usted esto, ¿quién va a saberlo?”. Y pensé: “¡Caray! Aquí nadie se entera de nada”.»

De ahí surgió su nueva tesis sobre las inversiones: la crisis de las hipotecas subprime era más un síntoma que una causa, porque los graves problemas sociales y económicos que la habían provocado seguían existiendo. En el momento en que los inversores tomaran conciencia de esa realidad, dejarían de creer que los grandes gobiernos occidentales estaban básicamente fuera de peligro y exigirían unos tipos de interés más elevados por prestar su dinero. Cuando subieran los tipos de interés de sus préstamos, dichos gobiernos contraerían una deuda aún mayor, lo que conduciría a más incrementos de los tipos de interés que se les cobraba por los préstamos. En unos cuantos casos especialmente alarmantes (Grecia, Irlanda, Japón) no haría falta que los tipos de interés subiesen mucho para que los presupuestos fueran enteramente consumidos por el pago de los intereses de la deuda. «Por ejemplo —dijo Bass—, si Japón tuviera que solicitar préstamos con los tipos de Francia, la carga del interés por sí sola provocaría la quiebra del gobierno.» En el momento en que los mercados financieros se dieran cuenta de esto, el sentimiento del inversor cambiaría. Y cuando el sentimiento de los inversores cambiara, esos gobiernos quebrarían. («Cuando se pierde la confianza, se pierde. No hay vuelta atrás.») ¿Y luego qué? La crisis financiera de 2008 se esquivó únicamente porque los inversores creyeron que los gobiernos podrían pedir los préstamos necesarios para rescatar a sus bancos. ¿Qué pasó cuando los propios gobiernos dejaron de ser creíbles?

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