1. La hora de los niños y de los locos
Comencé mi carrera como pianista de guerra en el Café Nowoczesna, que estaba en la calle Nowolipki, en el mismo corazón del gueto de Varsovia. Para la época en que se cerraron las puertas del gueto, en noviembre de 1940, hacía tiempo que mi familia había vendido todo lo que podíamos vender, incluso nuestra más preciada pertenencia doméstica, el piano. La vida, por demás insignificante, me había obligado sin embargo a vencer mi apatía y buscar alguna forma de ganarme el sustento; gracias a Dios, había encontrado una. El trabajo me dejaba poco tiempo para cavilaciones, y la conciencia de que toda mi familia dependía de lo que yo ganara me ayudó a superar poco a poco mi anterior estado de amargura y desesperación.
Mi jornada laboral comenzaba a primera hora de la tarde. Para llegar al café tenía que recorrer un laberinto de callejuelas que se adentraban en el gueto o, si por el contrario me apetecía observar las emocionantes actividades de los contrabandistas, podía rodear el muro.
Las primeras horas de la tarde eran las mejores para el contrabando. Los policías, agotados tras una mañana de llenarse los bolsillos, estaban menos alerta, ocupados en hacer recuento de sus ganancias. Inquietas figuras se asomaban a las ventanas y portales de los bloques de viviendas situados a lo largo del muro, y volvían a ocultarse, esperando con impaciencia el tableteo de un carro o el estruendo del tranvía. De vez en cuando el ruido al otro lado del muro se hacía más intenso y, al paso de un carro tirado por caballos al trote, se oía la señal convenida, un silbido, y volaban bolsas y paquetes por encima del muro. Quienes habían estado al acecho salían a la carrera de los portales, agarraban a toda prisa el botín, volvían de nuevo al interior y un engañoso silencio, lleno de expectación, nerviosismo y cuchicheos, volvía a caer sobre la calle minuto tras minuto. Los días en que la policía se ocupaba con más energía de su trabajo se oían ecos de disparos mezclados con el ruido de las ruedas de los carros, y por encima del muro volaban, en lugar de bolsas, granadas de mano que explotaban produciendo fuertes estampidos y desconchones en las fachadas de los edificios.
Los muros del gueto no alcanzaban el suelo en toda su longitud. A intervalos había largas aberturas en la base, por las cuales afluía agua que procedía de las zonas arias de la ciudad y circulaba junto a las aceras judías. Los niños usaban esas aberturas para el contrabando. Se podían ver diminutas figuras negras de piernas escuálidas, con unos ojos que lanzaban a hurtadillas miradas aterrorizadas a izquierda y derecha, corriendo hacia los huecos desde todos lados. Después unas manitas negras arrastraban los fardos a través de las aberturas, fardos que muchas veces eran más grandes que los propios contrabandistas.
Una vez que los fardos estaban de este lado, los niños se los echaban al hombro; encorvados y tambaleantes bajo la carga, con las venas azuleándoles las sienes a consecuencia del esfuerzo y respirando trabajosamente por la boca, se dispersaban en todas direcciones como ratitas asustadas.
Su trabajo era tan arriesgado como el de los contrabandistas adultos y entrañaba el mismo peligro para su vida. Cierto día que caminaba junto al muro vi una operación infantil de contrabando que parecía haber alcanzado un final feliz. El niño judío, todavía al otro lado, sólo tenía que seguir el mismo camino que su fardo y atravesar el muro. Ya asomaba en parte su delgadísima figura cuando, de repente, comenzó a gritar y al mismo tiempo oí el ronco bramido de un alemán al otro lado del muro. Corrí hasta el niño para ayudarlo a pasar lo más deprisa posible pero, a pesar de nuestros esfuerzos, quedó atascado por las caderas en la abertura. Tiraba de sus bracitos con todas mis fuerzas mientras sus gritos se hacían cada vez más desesperados; podía oír los golpazos que le propinaba el policía desde el otro lado del muro. Cuando por fin conseguí sacar al niño, murió. Tenía la columna destrozada.
En realidad, el gueto no se alimentaba de este contrabando. La mayoría de los sacos y paquetes que pasaban por encima del muro contenían donativos de los polacos a los judíos más pobres. El verdadero negocio del contrabando, el habitual, lo dirigían potentados como Kon y Heller; era mucho más sencillo y también más seguro. Bastaba con sobornar a los policías de guardia, los cuales cerraban los ojos en los momentos convenidos, para que cruzaran la puerta del gueto, ante sus narices y con su acuerdo tácito, verdaderas columnas de carros que transportaban alimentos, bebidas caras, manjares exquisitos, tabaco recién llegado de Grecia, y artículos de fantasía y cosméticos franceses.
En el Nowoczesna podía ver todos los días esos productos de contrabando. Era un café frecuentado por ricos, que acudían allí cargados de joyas de oro y diamantes. Entre taponazos de champaña, busconas de llamativo maquillaje ofrecían sus servicios a los especuladores, sentados ante mesas repletas. Perdí dos ilusiones en ese café: mi fe en nuestra solidaridad general y en la musicalidad de los judíos.
En el exterior del Nowoczesna no se permitía que hubiera mendigos. Los ahuyentaban gruesos porteros armados con porras. A menudo llegaban rickshaws cargados de hombres y mujeres ataviados con costosas lanas en invierno, y con suntuosos sombreros de paja y sedas francesas en verano. Antes de llegar a la zona protegida por las porras de los porteros, los propios clientes apartaban a la muchedumbre a bastonazos con expresión colérica. No daban limosna; en su opinión, la caridad sólo servía para desmoralizar a la gente. Quien trabajara tanto como ellos ganaría lo mismo que ellos: cualquiera podía hacerlo y si alguien no sabía cómo ganarse la vida era culpa suya.
Cuando por fin se sentaban a los veladores del amplio café, que sólo visitaban por negocios, comenzaban a quejarse de la dureza de los tiempos y la falta de solidaridad que mostraban los judíos estadounidenses. ¿Qué se creían? Aquí estaba muriendo gente por no tener nada que llevarse a la boca. Sucedían las cosas más espantosas y la prensa estadounidense no decía ni palabra, y los banqueros del otro lado del charco no hacían nada por conseguir que Estados Unidos declarara la guerra a Alemania, aunque estaban en condiciones de presionar en ese sentido si así lo querían.
Nadie prestaba atención a mi música en el Nowoczesna. Cuanto más alto tocaba, más alto hablaban los asistentes mientras comían y bebían, y cada día mi público y yo competíamos por ver quién se imponía. En cierta ocasión un cliente incluso me envió a un camarero para decirme que dejara de tocar unos momentos, porque la música le impedía probar las monedas de veinte dólares de oro que acababa de adquirir a otro cliente. Entonces golpeó con suavidad las monedas contra el mármol de la mesa, las tomó con la punta de los dedos, las acercó hasta su oído y escuchó sin pestañear su tintineo, la única música que le interesaba. No toqué mucho tiempo allí. Por suerte, encontré trabajo en un café muy diferente de la calle Sienna al que iban intelectuales judíos para oírme tocar. Fue en él donde conseguí renombre artístico e hice amigos con los cuales habría de pasar más adelante momentos agradables, y también otros terribles. Entre los habituales del café estaba el pintor Román Kramsztyk, artista muy dotado y amigo de Artur Rubinstein y Karol Szymanowski. Trabajaba en una magnífica serie de dibujos sobre la vida dentro de los muros del gueto, sin saber que sería asesinado y la mayoría de los dibujos se perderían.
Otro de los clientes del café de la calle Sienna era una de las personas más admirables que he conocido, Janusz Korczak. Era un hombre de letras que conocía a casi todos los artistas principales del movimiento de la Joven Polonia. Hablaba sobre ellos de una manera cautivadora; sus relatos eran, al mismo tiempo, sencillos y emocionantes. No se le consideraba un escritor de primerísima línea, tal vez porque sus logros en el campo de la literatura tenían un carácter muy especial: eran historias sobre y para niños, notables por su profunda comprensión de la mentalidad infantil. No estaban escritas con ambición artística, sino que llegaban directas desde el corazón de un activista y educador nato. El verdadero valor de Korczak no radicaba en lo que escribía, sino en que vivía como escribía. Años atrás, al comienzo de su carrera, había dedicado hasta el último minuto de su tiempo libre y hasta su último zloty a la causa de los niños, y habría de dedicarse a ellos hasta su muerte. Fundó orfanatos, organizó toda clase de colectas para los niños pobres y dio charlas en la radio, lo que le proporcionó enorme popularidad (y no sólo entre los niños); era conocido como «el viejo doctor». Cuando se cerraron las puertas del gueto él permaneció dentro, aunque podía haberse salvado, y continuó su misión a este lado de los muros como padre adoptivo de una docena de huérfanos judíos, los niños más pobres y abandonados del mundo. Cuando hablábamos con él en la calle Sienna no sabíamos de qué manera tan admirable y apasionada terminaría su vida.