Annotation
Preocupado a sus veinticinco años por el sentido de la vida e incapaz de encontrarlo, el narrador de esta novela, de argumento aparentemente sencillo, abandona la universidad y se instala en el piso de su hermano en Oslo. Allí se dedica a recibir faxes de un amigo meteorólogo y a elaborar listas: las cosas que han sido y son importantes en su vida, lo que le gusta y le disgusta, lo que ha vivido en un día...
Erlend Loe traza en esta novela un retrato generacional de la juventud de los años 90, que sigue siendo plenamente actual. El protagonista no tiene nombre, no estudia y tampoco trabaja; ocupa su tiempo en algo tan ingenuo e importante como buscarse a sí mismo.
Naíf. Súper
Erlend Loe
La traducción de este libro ha sido financiada por NORLA
©CAPPELEN DAMMAS 1996
© De la traducción: Cristina Gómez-Baggethun
© De esta edición: Nórdica Libros, S.L.
Primera edición en Nórdica Libros: febrero de 2013
ISBN: 978-84-15717-31-7
Depósito Legal: M-4216-2013
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Anybody who rides a bike
is a friend of mine.
Gary Fisher
EL FONDO
T engo dos amigos. Uno bueno y otro malo. Y luego tengo a mi hermano.
Quizá mi hermano no sea tan simpático como yo, pero tampoco está mal.
Me ha prestado su piso mientras está de viaje. Es un buen piso. Mi hermano tiene bastante dinero. Dios sabe a qué se dedicará. No he estado muy al tanto de eso. Compra y vende no sé qué. Y ahora está de viaje. Me dijo adonde iba. Lo tengo apuntado. Puede que fuera a África.
Me ha dado un número de fax y me ha encargado que le mande el correo y los recados. Este es el trabajillo que tengo. Un trabajo sencillo y asequible.
A cambio me deja vivir aquí.
Y yo estoy agradecido.
Esto es exactamente lo que necesito ahora.
Un poco de tiempo para darme un respiro.
Últimamente mi vida ha sido extraña. Llegó un momento en que perdí el interés por todo.
Cumplí veinticinco años. Hace algunas semanas.
Mi hermano y yo habíamos ido a comer a casa de nuestros padres. Una buena comida. Y tarta. Estuvimos charlando sobre diversas cosas. De pronto me pillé a mí mismo reprochando a mis padres que nunca me hubieran presionado para practicar deporte al máximo nivel. Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
Dije muchas idioteces. Que a día de hoy podría haber sido un deportista de élite. Que podría haber tenido gráficas de mi estado de forma. Y dinero. Y haber viajado constantemente. Llegué a echarles la culpa de que yo no haya llegado a nada y de que mi vida sea tan aburrida y poco interesante como es.
Después les pedí disculpas.
Pero la cosa continuó.
Esa misma tarde mi hermano y yo estuvimos jugando al croquet. No es que lo hagamos a menudo. De hecho, el viejo equipo de croquet se había podrido bajo el cobertizo. Tuvimos que recorrer un montón de gasolineras hasta encontrar uno nuevo, que mi hermano pagó con una de sus tarjetas de crédito. Después medimos las distancias y colocamos los arcos y las estacas en el jardín de nuestros padres. Yo elegí el rojo y mi hermano el amarillo. No sé si serían los colores que solíamos escoger de pequeños. No me acuerdo.
Empezamos a jugar y durante un buen rato la cosa fue bien. No tardé en atravesar los dos primeros arcos. Obtuve un golpe adicional y continué. Estaba crecido. Llegué a rover mucho antes que mi hermano, coloqué mi bola roja detrás de un árbol y me eché en el suelo a esperarlo, mientras me reía y hacía bromas. Me envalentoné.
Cuando mi hermano empezó a mirar hacia el arbusto, hacía ya varios minutos que la cosa había perdido la gracia.
Entendí lo que mi hermano estaba planeando.
Creo que eso es innecesario, le dije.
Pero sabía que no me iba a hacer caso. Apoyó el pie derecho sobre su bola y manipuló la dirección hacia el lugar donde pensaba que causaría más daño. Estuvo un buen rato apuntando hacia las afueras del jardín. Hacia el extremo final del jardín. Allí donde la hierba deja de ser solo hierba y pasa a ser más bien musgo. Probó a hacer un par de movimientos. Para asegurarse de que era capaz de maximizar la fuerza del golpe y para evitar darse en el pie, que habría sido lo más humillante de todo. Luego, de un solo golpe, introdujo mi bola en el arbusto grande. Lanzó la bola roja hasta el puto fondo del arbusto. Hasta su mismo corazón.
Allí donde nunca brilla el sol.
En realidad fue un golpe fantástico. No se lo reprocho. Sin duda yo habría hecho lo mismo.
Pero fue mi reacción lo que me sorprendió.
Mi plan había sido sencillo y bastante cobarde. Pensaba permanecer en las proximidades de la meta haciendo como si nada y después mandar su bola a una distancia inverosímil. Si fallaba, siempre tendría las espaldas cubiertas, porque él todavía no habría completado la ronda. Pero si acertaba, lo lanzaría contra la estaca a varios kilómetros por hora y después culminaría negándome a jugar otra vez cuando él me lo propusiera.
Ya podía olvidarme de todo eso.
Había fallado una vez de más. Mi hermano había pasado a rover y mi bola roja estaba bajo el gran arbusto.
No tiré la toalla. Quise remontar. Planeé lanzar su bola debajo del coche. Eso era lo único que me impulsaba. Que me las iba a pagar. Que su bola, de una manera u otra, iba a acabar atascada debajo del coche. Que lo iba a ver gatear, incluso arrastrarse sobre la barriga, y que se mancharía y empezaría a maldecir.
Pero primero tenía que sacar mi bola de debajo del arbusto. Levanté las hojas y las aparté. Después iluminé el hueco con una linterna. Basculé la luz sobre el corazón del gran arbusto. Y allá, al fondo, distinguí la bola. Era imposible apreciar que era roja, pero no cabía duda de que era la mía. Mientras tanto mi hermano obviamente se reía.
Me metí la linterna en la boca y me adentré en el arbusto. Había mucha humedad y es probable que la temperatura apenas pasara de cero grados. Siempre he odiado ese arbusto. Y se acercaba el momento de golpear. Apunté. Todo iba a salir bien. Estaba convencido de que en cosa de pocos segundos volvería a liderar el juego.
Pensaba devolvérsela a mi hermano, el muy cabrón.
Pero me llevó tres golpes salir del arbusto. Y cuando estaba cepillándome las hojas y el barro de la ropa, todavía con la linterna en la boca, mi hermano volvió a golpear mi bola y me la metió de nuevo en el arbusto.
Esta es una de las razones por las que creo que en el fondo es probable que él sea menos simpático que yo. Yo no la hubiera arrojado al arbusto dos veces. Una vez sí. Pero no dos.
Encendí la linterna y volví a sacar la bola del arbusto. Cuando mi hermano quiso golpearme la bola por tercera vez, falló, y en su lugar se la golpeé yo a él. Pero cuando quise lanzársela bajo el coche, no acerté del todo y el golpe se me frustró. Creo que me emocioné demasiado.
A continuación mi hermano resolvió rápidamente. Me lanzó a la estaca y el juego se acabó.
Nos quedamos un rato discutiendo. Yo lo acusé de hacer trampas, nos leimos las reglas y seguimos discutiendo. Dije un par de cosas muy extremas.
Al final mi hermano me preguntó si me pasaba algo. ¿Qué te pasa?, me dijo.
Estaba a punto de decirle que no me pasaba nada cuando sentí que todo se me removía por dentro. Fue sobrecogedor y desagradable. Nunca he sentido nada parecido, era incapaz de pronunciar palabra. Así que me senté en la hierba sacudiendo la cabeza. Mi hermano se sentó a mi lado y me puso una mano sobre el hombro. Nunca nos habíamos visto así. Me eché a llorar. Hacía años que no lloraba. Mi hermano debió de sorprenderse y me pidió disculpas por haberse puesto tan bruto en el juego.