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Para Ann
000X: La directora.
Duodécima expedición
Fuera de tu alcance, más allá de ti: la fuerza y la espuma del oleaje, el intenso olor a mar, las trayectorias zigzagueantes de las gaviotas, su inopinado griterío disonante. Un día cualquiera en el Área X, un día extraordinario —el de tu muerte—, y ahí estás tú, apoyada en un montón de arena, a resguardo de una pared medio derruida. La calidez del sol en el rostro y la visión vertiginosa del faro, que se alza por encima de ti atravesando su propia sombra. El cielo es de una intensidad que no delata nada más allá de su prisión azul. Tienes una brecha en la frente y refulgentes granos de arena pegados a la herida. De la boca te gotea algo agrio y glótico.
Te sientes entumecida y rota, pero mezclado con el pesar hay un raro alivio: llegar tan lejos, ir a parar allí sin saber cómo saldrán las cosas, y aun así... descansar. Conseguir el descanso. Al fin. Todos los planes que tenías en Southern Reach, la angustia constante del miedo a fracasar o peor aún: su precio. Todo eso se está vertiendo a tu lado en arenosas perlas rojas.
El paisaje se abalanza sobre ti, se curva desde atrás envolviéndote para vigilarte. En algunos lugares se infla como una llamarada, o se enrosca o se reduce hasta poco más que un punto antes de volver a mostrarse con claridad. Tu oído tampoco es como antes, se te ha debilitado, igual que el equilibrio. Y de pronto ocurre algo imposible, un truco de magia: una voz que surge del paisaje y la insinuación de una mirada de la que eres objeto. El susurro te resulta familiar: «¿Tienes los asuntos en orden?». Pero quien lo pregunta podría ser un extraño y no haces caso; algo llama a tu puerta, pero te da mala espina.
Mucho peores son las punzadas en el hombro, resultado del encuentro en la torre. La herida te engañó, te hizo saltar a esa luminosa extensión de azul sin tú quererlo. Una comunicación entre la herida y la llama que se acercaba danzando entre los juncos, una reacción hizo que el autocontrol te traicionara. Nunca habías tenido los asuntos en un caos tal y, a pesar de eso, sabes que da igual qué vaya a abandonarte en los próximos minutos, pues hay otra cosa que permanecerá. Allí, diluirse en el aire, en la tierra, en el agua, no es garantía de morir.
Una sombra se une a la del faro.
Poco después te llega el crujido de unas botas. Desorientada, gritas: «¡Aniquilación, aniquilación!», y forcejeas contigo misma hasta que te das cuenta de que la aparición que se ha arrodillado ante ti es la única persona inmune a la sugestión.
—Soy yo, la bióloga.
«Eres tú.» La bióloga. Tu arma rebelde, la que lanzaste contra los muros del Área X.
Te ayuda a incorporarte un poco, te da de beber, y mientras toses intenta limpiarte la sangre.
—¿Dónde está la topógrafa? —preguntas.
—En el campamento base —contesta ella.
—¿No ha venido contigo?
Tiene miedo de la bióloga, de la llama abrasadora. Igual que tú.
«Una llama de combustión lenta, un fuego fatuo que cruza flotando la marisma y las dunas, flotando y flotando, no como algo humano sino algo libre y flotante...» Una sugestión hipnótica pensada para calmarla, aunque no tendría más efecto que una simple nana.
Durante la conversación, flaqueas y pierdes el hilo varias veces. Dices cosas que no quieres decir solo por no salirte del personaje, de la persona que conoce la bióloga, la construcción que has creado para ella. Quizá no deberías preocuparte más por tu función, pero debes seguir interpretando el papel.
Ella te culpa, pero no se lo puedes tener en cuenta.
—Si ha sido un desastre, tú has contribuido a crearlo. Te entró el pánico y te rendiste.
Eso no es cierto: nunca te has rendido, pero asientes igualmente y piensas en todos tus errores.
—Me rendí, sí. Tendría que haberme dado cuenta antes de que habías cambiado. —Eso era cierto—. Tendría que haberte enviado de vuelta a la frontera. —Eso no—. No debería haber bajado ahí con la antropóloga.
Eso en realidad tampoco es cierto. En cuanto ella se escapó del campo base para demostrar lo que valía, no te quedó otro remedio.
Toses y te sale sangre de la boca, pero ya no te importa.
—¿Qué aspecto tiene la frontera?
La pregunta que haría un niño. Una pregunta cuya respuesta no significa nada. No hay sino frontera. No hay frontera.
«Te lo diré cuando llegue.»
—¿Qué ocurre realmente cuando cruzamos?
«Nada de lo que esperarías.»
—¿Qué nos ocultasteis respecto al Área X?
«Nada que hubiese sido útil, la verdad.»
El sol es un tenue círculo de luz vacío y la voz de la bióloga va y viene; la arena que aprisionas en el puño está fría y caliente a la vez. Las oleadas de dolor te atacan a cada par de segundos, tan presentes que ya ni siquiera existen.
Tarde o temprano te das cuenta de que has perdido la capacidad de hablar, pero sigues allí, enmudecida y distante como si fueras una niña tumbada en esa misma playa, sobre una toalla, con un sombrero sobre la cara. Adormecida por el sonido constante de las olas y la brisa marina, que contrarresta el calor que te recorre el cuerpo y se te extiende por brazos y piernas. La sensación del viento que se te enreda en el pelo te es ajena, como si azotase hierbajos que brotan de una roca con forma de cabeza.
—Lo siento, pero tengo que hacerlo —te dice la bióloga, casi como si supiese que aún oyes—. No me queda otra elección.
Sientes tirantez en la piel y luego una incisión recta y breve: la bióloga está tomando una muestra del tejido infectado de tu hombro. Desde una distancia enorme e insalvable, un par de manos descienden buscando algo: la bióloga te está registrando los bolsillos y encuentra el diario. Encuentra la pistola que llevabas escondida. Tu triste carta. ¿Qué hará con todo eso? Puede que nada. Puede que se contente con tirar la carta al mar, y la pistola también. Tal vez desaproveche el resto de la vida estudiando tu diario.
Todavía te habla:
—No sé qué decirte. Estoy enfadada. Asustada. Tú nos trajiste aquí y tuviste la oportunidad de contarme todo lo que sabías, pero no lo hiciste. No quisiste. Te diría que descanses en paz, pero no creo que pudieras.
Entonces desaparece y la echas de menos, añoras la presencia física de otro ser humano y la perversa bendición que te ha dispensado. Pero no por mucho tiempo, porque te estás desvaneciendo, diluyéndote en el paisaje como un espectro renuente, y a lo lejos se oye una música débil y delicada, y aquello que antes te susurraba te vuelve a murmurar y entonces te disuelves en el viento. Una especie de percepción ajena se ha fijado en ti, algo que sería fácil de confundir con los átomos del aire si no pareciese estar tan condensada, tan decidida. Tan... ¿dichosa?
Por encima de lagos en calma, flotando sobre las marismas, reflejándote con destellos verdes sobre el mar y la costa a la luz de la tarde, giras hacia el interior, hacia los cipreses y el agua negra. Y de pronto remontas otra vez hacia el cielo, apuntando al sol, dando vueltas y dejándote caer en picado, retorciéndote para mirar la tierra, que avanza a velocidad vertiginosa mientras tú te despliegas en un instante sobre las suaves olas de los juncos. Tienes esperanzas de ver a Lowry, el superviviente herido de una primera expedición que ya es historia, arrastrándose hacia la seguridad que ofrece la frontera. Pero, en lugar de eso, lo único que ves es a la bióloga avanzando con dificultad por un camino cada vez más oscuro, y más allá, aguardando y aullando lastimeramente, al psicólogo de la expedición anterior a la duodécima, en su forma alterada. Tan culpa tuya como de cualquier otro. Culpa tuya. Un hecho irrevocable. Imperdonable.
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