Mark y Karen Breakstone se casaron algo mayores. Karen tenía casi cuarenta años y había renunciado a encontrar a alguien tan bueno como su padre y había empezado a arrepentirse de los siete años de relación que había mantenido después de la universidad con su antiguo profesor de arte. De hecho, cuando le organizaron una cita con Mark, estuvo a punto de cancelar el encuentro porque la única virtud destacable de aquel hombre era su potencial para hacerse rico. Ésa fue la única cualidad que le mencionó una amiga suya, casada desde hacía tiempo y en su tercer embarazo. Las amigas casadas de Karen parecían obsesionadas con no haber tenido en cuenta la importancia del dinero en sus relaciones porque se habían casado demasiado jóvenes. Ahora, con más conocimiento de causa, el tema las agobiaba y perdían el sueño pensando en su seguridad económica a largo plazo. Karen todavía deseaba encontrar a un hombre guapo. Pensaba que sería una renuncia insoportable contemplar un rostro feo todos los días y tener que preocuparse por la ortodoncia de sus futuros retoños.
Pero ninguna de sus amigas conocía a Mark personalmente. Sabían que tenía un buen empleo y que no era de Manhattan, y Karen podía pedirle información al marido de una de ellas, que lo conocía, pero en esos días anteriores al e-mail o los mensajes de móvil la gente no disponía de tiempo para averiguaciones. Mark tenía su número de teléfono, y si se decidía a marcarlo, por supuesto que ella no iba a dejar que el contestador atendiera la llamada. Y además tenía una voz bastante bonita y sonaba un poco nervioso, lo que significaba que no era un mujeriego empedernido. Así que Karen, sin mucho entusiasmo, aplazó un par de veces la cita, pero al final accedió a tomar una copa con él, una idea de lo más excitante si ella no la hubiera fijado para un domingo por la noche.
A la tenue luz del bar, no era que Mark no fuese atractivo; era soso, tan soso como lo son algunas chicas. No parecía tener ningún rasgo que destacase, pero al mismo tiempo sus facciones no eran lo bastante proporcionadas para resultar guapo. Tenía una cara de pan, juvenil: su nariz era redonda, sus mejillas eran redondas, pero en cierto modo su cuerpo delgado le daba el aspecto de alguien que no llama la atención.
Mientras decidían si pedir otra copa, Mark le contó que una vez alguien le había robado el almuerzo de la nevera de la oficina. Daba igual quién hubiera sido, aunque él se lo imaginaba porque había visto una mancha de mostaza en la manga de una recepcionista. Le dijo a Karen que casi todos los empleados decían que iban a comer con los clientes, pero al final siempre terminaban juntos en un bar viendo deportes en la tele y que eso era una pérdida de tiempo y de dinero y que estaba mejor colocado que sus colegas porque se llevaba la comida al trabajo y que normalmente era el único que estaba activo por la tarde. Ella se rio y él se quedó mirándola con cierta sorpresa en el rostro y le dijo: «A veces la gente no me sigue». A Karen, aquello le pareció encantador.
Quizá estaban hechos el uno para el otro porque Karen pensó que era un hombre muy gracioso. Muchas de las anécdotas que contaba le habían ocurrido a él y normalmente era el blanco de sus propios chistes. Era casi como si tuviera la personalidad de alguien muy seguro de sí mismo, alguien con una presencia tan poderosa que se sintiera obligado a rebajarse constantemente. Sin embargo, su cara decía lo contrario. Empezaron a salir juntos y al cabo de tres o cuatro semanas se acostaron en el apartamento de él por si a ella le apetecía irse justo después. Pero se quedó. El piso estaba bien amueblado pero sin alardes, y sus manos la habían agarrado con tanta fuerza de la cintura que sentía un agradable dolor en las caderas, de manera que se relajó entre sus cojines de plumón, reconfortantes y familiares debido al aroma del suavizante de lavanda. Y luego volvieron a hacer el amor esa misma noche y ella notó que la deseaba. Y eso era muy atractivo.
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El Padre de Mark era entrenador de fútbol americano en un instituto y también director del centro y maestro de educación cívica, de modo que disfrutaba de cierto estatus más allá del mundo del deporte en Newton, Massachusetts, un barrio de clase media-alta a las afueras de Boston. Entre todas aquellas familias de profesionales liberales y sus rebeldes pero bien criados retoños, Mark descubrió paulatinamente quién era en realidad: una versión del hijo del chófer. Tenía todo lo que tenían los demás, pero de peor calidad: una anticuada bicicleta de tres marchas, ningún cromo que coleccionar, vacaciones aburridas e infrecuentes y unas zapatillas sacadas del cajón de saldos de un supermercado.
A su Padre le parecía que Mark carecía de la agresividad necesaria y un buen día dejó de atosigarlo tras concluir que el lugar que le correspondía a su hijo era el de lacayo de los auténticos guerreros, como una chica. Mark sí terminó mostrando cierta aptitud atlética para las carreras de bicicleta de montaña, una actividad que exigía disciplina psicológica pero era solitaria y desdeñaba el trabajo en equipo que tanto valoraba su Padre. En su penúltimo año de instituto ya sabía que prefería llevar discretamente su instinto competitivo y que no congeniaba con los hombres porque no soportaba el rincón anónimo al que lo relegaban cuando estaban en grupo.
Las mujeres habían sido un misterio para Mark. Su Madre se comportaba como una eterna animadora deportiva y su Hermana, que le aventajaba en años e inteligencia, había sumido a la familia en el drama de un trastorno alimentario en su primera adolescencia, triunfando finalmente en su batalla contra la edad adulta al morirse de un infarto a los diecisiete años un día que volvía de terapia. Además, Mark comprendió que no había heredado ni una pizca del carisma de su Padre, y su aspecto físico, sobre todo la cara, no le ayudaba en absoluto a desarrollar su confianza con las mujeres.