Matthew Pearl
La Sombra de Poe
El misterio relacionado con la extraña muerte de Edgar Allan Poe en 1849 queda resuelto en estas páginas.
Les expongo, señoría y caballeros del jurado, la verdad, nunca contada hasta ahora, acerca de la muerte de este hombre y acerca de mi propia vida. Por más cosas que me hayan sido arrebatadas, me queda una última posesión: esta historia. En nuestra ciudad algunos siguen tratando de evitar que trascienda. Otros, aquí sentados entre ustedes, continúan considerándome un delincuente, un embustero, un paria, un asesino astuto y vil. A mí, Quentin Hobson Clark, señoría, ciudadano de Baltimore, miembro del colegio de abogados y apasionado de la lectura.
Pero esta historia no versa sobre mí. ¡Por favor, piensen en eso antes que en otra cosa! En ningún momento tuvo que ver conmigo, y yo nunca me empeñé en lo contrario. Tampoco tenía relación con mi propia trayectoria entre los de mi clase social ni con mi reputación a los ojos de los jueces de los más altos tribunales. La historia trataba de algo más grande que yo, más grande que todos nosotros; de un hombre gracias al cual la posteridad guardará memoria de nosotros aunque ustedes ya lo hubieran olvidado antes de que lo enterraran. Alguien tenía que recordarlo. No podíamos permanecer indiferentes. Yo no podía.
Todo cuanto sigue será la pura verdad. Y debo puntualizarlo porque soy el más próximo a esa verdad. O, mejor dicho, el único que, conociéndola, aún sigue con vida.
Una de las peculiaridades de la vida es que, por lo general, las historias de quienes ya no están entre los vivos son las que encierran la verdad…
Las afirmaciones que anteceden las garabateé en las páginas de mi cuaderno (la última frase está tachada, según observo, con la palabra «¡filosófico!», escrita por mí a un lado, a modo de crítica). Antes de entrar en este palacio de justicia, escribí a toda prisa esas palabras como una desesperada preparación para enfrentarme a mis difamadores, a aquellos que se propusieron arruinarme. Como soy abogado, ustedes pueden pensar que el propósito de todo esto fue ganar un cliente… Y que comparecer ante una sala de audiencia con espectadores y antiguos amigos, y con dos mujeres que acaso me amaron, no representa ningún esfuerzo para el experimentado abogado de Baltimore. No es así. Para ser abogado hay que anteponer a todo los intereses ajenos. La abogacía no prepara a un hombre para decidir qué debe ser salvado. No lo prepara para salvarse a sí mismo.
8 DE OCTUBRE DE 1849
Recuerdo el día en que todo empezó porque aguardaba impaciente la llegada de una carta importante. También porque era el día de mi compromiso con Hattie Blum. Y, desde luego, fue el día en que lo vi a él muerto.
Los Blum eran vecinos de mi familia. Hattie era la más joven y amable de de las que se consideraban las cuatro hermanas más guapas de Baltimore. Hattie y yo nos conocíamos desde la primera infancia, como a menudo se nos fue recordando en el transcurso de los años. Y cada vez que se nos decía cuánto tiempo hacía que nos conocíamos, yo interpretaba esas palabras como si dieran a entender significativamente «Así pues, a ver si acabáis conociéndoos aún mejor.»
A pesar de esa presión, que fácilmente pudo habernos separados, ya a los once años me convertí en un pequeño marido de mi compañera de juegos o, más bien, en un rendido pretendiente suyo. Nunca hice profesión explícita de mi amor por Hattie, pero me dediqué a hacerla feliz con pequeñeces mientras ella me entretenía con su conversación. Su voz, que comunicaba algo parecido a una sensación de calma, me sonaba como un arrullo, incluso cuando éramos ya unos jóvenes adultos.
En sociedad, mi carácter es notablemente tranquilo y apacible, hasta el punto de que a menudo, y en cualquier momento, me preguntaban si acababa de despertarme. Pero en una compañía más tranquila tenía el hábito opuesto de volverme irresponsablemente locuaz e incluso prolijo en mi charla. Por esta razón saboreaba las divagaciones de la animada conversación de Hattie. Creo que yo dependía de ellas. No necesitaba atraer la atención hacia mí cuando estaba con ella; me sentía feliz y modesto y, por encima de todo, cómodo.
Ahora debería señalar, aunque me resisto a ello, que yo ignoraba que iba a pedirla en matrimonio la tarde en que empieza esta narración. Iba camino de la oficina de correos, procedente de nuestro bufete de abogados, cuando me crucé con una mujer de la buena sociedad de Baltimore, la señora Blum, tía de Hattie. Se apresuró a señalar que ir en busca del correo debía ser función de uno de mis pasantes de menos categoría y menos ocupados.
– ¡Es usted muy especial, Quentin Clark! -dijo la señora Blum-. ¡Recorre las calles cuando trabaja, y cuando no trabaja pone una cara como si estuviera trabajando!
Era una genuina baltimorense, de las que no toleran a un hombre sin unos adecuados intereses comerciales, como no tolerarían a una muchacha que no fuera hermosa.
Esto era Baltimore, igual con buen tiempo que en un día como aquél, bajo una capa de niebla: un lugar dominado por el ladrillo rojo, donde las idas y venidas de la gente por las bien pavimentadas calles y por las escaleras de mármol eran apresuradas y bulliciosas, pero sin alegría. No abundaba mucho esa última en nuestra emprendedora ciudad, donde las grandes casas se elevaban por encima de un atestado puerto comercial en la bahía. El café y el azúcar llegaban a él desde Sudamérica y las islas de las Indias occidentales en grandes clípers, y los barriles de ostras y de harina para uso doméstico salían por las múltiples vías férreas que se dirigían, gracias al vapor, a Filadelfia y Washington. Por entonces nadie tenía aspecto de pobre en Baltimore, ni siquiera quienes lo eran, y el toldo de cada comercio parecía corresponder a un establecimiento de daguerrotipos dispuesto a captar aquel escenario para la posteridad.
En aquella ocasión, la señora Blum sonrió y me tomó del brazo mientras caminábamos por la calle.
– Bien, al menos todo está perfectamente dispuesto para esta noche.
– Esta noche -repliqué, tratando de recordar a qué se refería.
Peter Stuart, mi socio en el bufete de abogados, había mencionado una cena en casa de una amistad común. Yo había estado pensando tanto en la carta que esperaba y que me disponía a recoger, que me había olvidado por completo de la cita.
– ¡Esta noche, claro, señora Blum! Ya lo había previsto.
– ¿Sabe usted -continuó-, sabe usted, señor Clark, que ayer, sin ir más lejos, oí hablar de nuestra querida señorita Hattie en la calle del Mercado? -Aquella generación de baltimorenses seguía llamando por su antiguo nombre a la actual calle Baltimore-. ¡Sí, hablaban de la más encantadora belleza casadera de todo Baltimore!
– Podría afirmarse que es la más encantadora de todas, casadas o no.
– No es nada sensato, oh, no, de ninguna manera, que un hombre de veintisiete años permanezca soltero y… ¡no me interrumpa ahora, querido Quentin! Un joven como es debido no…
Tuve dificultad para oír lo que dijo luego a causa del creciente estrépito de dos carruajes detrás de nosotros. «Si es un coche de alquiler lo que se acerca -pensé para mí-, la montaré en él y ofreceré al cochero tarifa doble.» Pero cuando los carruajes nos adelantaron pude comprobar que se trataba de otra clase de vehículos: el que iba delante era un elegante y reluciente coche fúnebre. Los caballos iban con las cabezas gachas, como deferencia a su honrosa carga.
Nadie se volvió a mirar.
Dejando atrás a mi compañera de caminata con la promesa de verla en la reunión de aquella noche, me encontré cruzando la siguiente avenida, tomando un camino alejado de la oficina de correos. Una piara de cerdos pasó emitiendo gruñidos hoscos, y mi rodeo me llevó por la calle Greene y por Fayette, donde se encontraban detenidos el coche fúnebre y el carruaje de acompañamiento.
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