Gabriel Arba - Noches húmedas. Una espeluznante historia de trata de blancas
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- Libro:Noches húmedas. Una espeluznante historia de trata de blancas
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- Año:2015
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Noches húmedas. Una espeluznante historia de trata de blancas: resumen, descripción y anotación
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NOCHES HÚMEDAS
Una espeluznante historia de trata de blancas
GABRIEL ARBA
© Gabriel Arba
PARTE UNO
Tras el secuestro
En algún lugar cerca de Toledo, España.
Viernes, 18 de junio de 2004
Mi intención no fue hallar tan sorprendente relato, tan solo ser amable con una querida amiga en un momento en que sentía la necesidad de contar sus penas, y de ese modo, sin pretenderlo, he sabido del secuestro de seis hermosas jóvenes y de los múltiples sucesos posteriores. Acudí a ver a mi amiga en calidad de amigo, no de periodista, y su historia me sorprendió. Intentaré relatar a continuación de la manera más rigurosa posible esta historia, por desgracia verídica, con el fin de intentar entender algo que por ahora no comprendo:
―Señoritas, seguro que ya habéis advertido que algo extraño está pasando ―dijo el hombre calvo dirigiéndose en rumano a las seis jóvenes que se encontraban alineadas delante de él temblando de pies a cabeza. En su gruesa y peluda mano izquierda sostenía un vaso de whisky que uno de los hombres presentes acababa de ofrecerle. Sorbió buena parte del brebaje, casi como si fuese agua, para después extraer un paquete de cigarrillos del bolsillo interior de su chaqueta; escogió uno con los dientes y lo encendió con la lumbre que uno de los hombres le ofrecía. Seis polvorientos y viejos tubos de neón luchaban por arañar algo de luz a la penumbra que bañaba la estancia.
―Espero que esto solo sea una broma de mal gusto ―gritó encolerizada, escupiendo saliva al hablar, una de las chicas. Alta, delgada, de cabello bermejo, una auténtica belleza que bien podía ser la portada de las más prestigiosas revistas de moda, acababa de ser secuestrada, junto con las otras cinco jóvenes.
Unas graves risas llenaron la sala donde se encontraban. Además de las retenidas y del hombre calvo, en cuyo rostro cuadrado destacaba una fea cicatriz con forma de huevo en la mejilla izquierda, había otros cuatro grandes y fornidos individuos que parecían disfrutar de aquella escena, igual que un niño travieso disfruta torturando un pequeño animal indefenso.
La casa en la que se encontraban, una casa de campo ubicada en algún lugar de la tierra manchega, a la que se accedía por un camino sin asfaltar, tenía una altura; alguna vez alguien la había pintado de blanco pero debía de hacer mucho tiempo de eso, juzgando por su descuidado aspecto; disponía de rejas en todas las pequeñas ventanas, con tejado en dos aguas cubierto de tejas de desiguales tonos marrones, rodeada por un vallado del mismo color que la casa, de dos metros de altura, vigilado con video cámaras. El calor agobiante había colmado la enorme cabeza rapada del hombre de la cicatriz de infinidad de minúsculas gotas de sudor, que brillaban con un reflejo perlado bajo la luz de los tubos fluorescentes.
―¿Alguien quiere explicarme qué está pasando aquí? ―insistió la joven. Adoptó una postura desafiante clavando furiosa la mirada en el hombre bajo y fornido, con facciones severas y vulgares que tenía delante.
―¡Cállate! ―exclamó el hombre con el ceño fruncido, contemplando amenazante a la joven.
―Pero...
―¡Te he dicho que te calles! ¡Zorra! ―vociferó el individuo arrugando más la frente, propinándole una rápida bofetada que dejó aturdida a la endeble chica. Unas lágrimas saltaron de los ojos de la agredida. El hombre, a pesar de sus noventa o cien kilos de peso, demasiado para su altura de aproximadamente un metro sesenta y cinco, tenía una asombrosa agilidad. Vestía un acicalado traje marrón sobre una impoluta camiseta ajustada blanca. Parecía el típico hombre de baja calaña que quería trepar en la escala social.
―Solo hablareis cuando yo os pregunte ―continuó el calvo inexorable, examinándolas con su gélida mirada como quien inspecciona una mercancía cualquiera que le pertenece.
Las otras jóvenes miraban aterrorizadas aquella escena intentando reprimir el llanto, sin lograrlo. Las gotas de sudor se acumulaban poco a poco en sus frentes mientras con los ojos rojizos escrutaban a los hombres en busca de respuestas. Una llamada telefónica interrumpió los pensamientos de una de las chicas, Emma, que observaba sobrecogida e impotente al hombre de la cicatriz. Su corazón latía con tanta violencia que el sonido de los latidos casi podía escucharse en toda la sala. Junto a ella, la joven que acababa de ser golpeada sollozaba desconsolada. Emma cogió una de las manos de la agredida, notó el temblor, el tacto suave de la piel y la baja temperatura de su mano, apretándola después con fuerza en señal de compasión, intentando de algún modo aliviar su aflicción y animarla para mostrarse fuerte y resistir lo subsiguiente. Los ojos cristalinos llenos de lágrimas de la mujer buscaron sorprendidos la mirada de Emma. Dentro de aquellos ojos había un elevado número de sentimientos mezclados: había un aterrador miedo, tal vez pánico profundo por su vida ―miedo sumiso, paralizante, como si acabara de pisar una mina antipersona y está consciente de que aunque salve la vida quedará fatalmente mutilada―, pero también había repugnancia, tremenda ansiedad, desconcierto, profunda tristeza ―la misma tristeza que Emma había percibido años atrás en los ojos de algunos niños abandonados en un orfanato, que no habían conocido el amor de otro ser hacia ellos y no comprendían por qué el mundo era tan cruel, o la mirada de una madre viuda que no dispone de suficiente comida para su hijo por tercer día consecutivo y que se le rompe el corazón mientras observa las lágrimas de su niño que reprocha, ignorando el motivo por el cual no se le proporciona alimento.
Emma sintió que se le rompía el corazón y no pudo evitar que las lagrimas inundaran con más fuerza sus ojos, deslizándose por sus largas pestañas hacia el suelo cerámico, al ver la mirada de su compañera que en cierto modo suplicaba ayuda; una mirada semejante a la de un niño desnutrido que si no se alimenta en las próximas horas acabará pereciendo ante la atenta cámara de un fotógrafo en busca la fotografía perfecta, la instantánea que pueda darle fama por la captura inigualable.
Un vínculo invisible acababa de unir a Emma a la indefensa joven contigua, sin comprender por qué motivo consideraba que la estaba defraudando por no actuar para liberarla, olvidándose por una milésima de segundo que ella misma se encontraba en la misma situación. La rabia colosal y la impotencia parecían corroerle las venas, y reparó en el malestar que le estaban provocando. Escuchó el lamento de su compañera, la escuchó aspirar la nariz, observó que aguardaba algo, la miraba como un niño que busca en un adulto una difícil respuesta que ignora. Emma estaba confundida, y solo logró articular unas palabras que le salían del corazón como una promesa de honor:
―Aguanta, saldremos de esta, sé fuerte por favor ―le dijo inclinándose hacia ella.
―¡Jefe! Tiene una llamada ―indicó uno de los hombres de hombros tan anchos que parecía un embudo con una pequeña cabeza encima. Acababa de extraer un móvil del bolsillo de la americana y tras mirar la pantalla se lo estaba ofreciendo a su jefe.
El calvo no se inmutó. Tenía la vista clavada en las jóvenes alineadas delante de él como una unidad militar en formación frente a su comandante. Parecía regocijarle la tentativa de Emma de tranquilizar a su compañera.
―Vasile, una llamada ―insistió el que parecía ser su escolta entregando un teléfono tan fino y pequeño, de teclas tan enanas que parecía un juguete.
―¡Silencio! ―aulló Vasile llevando el dedo índice a los labios― ¡Callaos de una puta vez! ―bramó dos segundos después alzando la mano amenazante delante de las retenidas.
―« Da» ―contestó.
―« Acum a ajuns un transport» (acaba de llegar un transporte) ―dijo tres segundos después, volviéndose.
―« Iar a batuto?» (¿Otra vez la ha pegado?) « Porcu dracu!» ... (¡Maldito cerdo!).
Mientras Vasile conversaba, Emma intentó consolar de nuevo a la joven de pelo rojizo.
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